Las conversaciones inéditas entre Born y los Montoneros: cómo pagaron USD 60 millones, el mayor rescate de la historia

Exclusivo: el anticipo de Born y Quieto, el nuevo libro de María O’Donnell. A partir del hallazgo de las llamadas entre Montoneros y los gerentes de Bunge y Born, la periodista y escritora vuelve sobre el secuestro de Jorge y Juan Born. Editado por Espejo de la Argentina/Planeta, es el relato completo de cómo se negoció el pago del rescate con la organización terrorista

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La portada de Born y Quieto, de María O'Donnell
La portada de Born y Quieto, de María O'Donnell

El correo ensangrentado

El abogado no deja por escrito nada sobre el primer encuentro que mantuvo cara a cara con uno de los montoneros; tampoco sabrá si era la misma persona que al teléfono se hace llamar Güemes. Mucho menos imagina que Roberto Quieto haya sido su interlocutor. Pero siente el impacto del memorándum sobre la compañía que le entregaron ese día con la fuerza de un rayo.

El informe elaborado por Born III a pedido de sus captores tiene un primer efecto inmediato: es tan detallado que Videla Aranguren concluye sin margen de duda que su autor ha decidido ser otro protagonista más de la negociación.

Ya tenía suficientes indicios de que el heredero participaba de la conversación, pero nunca lo imaginó tan activo, tan involucrado en los intercambios sobre el valor de Bunge y Born y sus posibilidades económicas. Deberá aceptar que la discusión tiene por lo menos tres patas, y por momentos no sabrá a cuál de los dos Born obedecer. En cambio, la consecuencia principal del memo queda registrada en las cintas con las que graba sus conversaciones telefónicas para control de La Maison: por fin, Born II le hace llegar a los secuestradores de sus hijos una primera oferta concreta.

Sucede poco antes del fin de 1974, cuando Jorge y Juan llevan tres meses y medio de cautiverio. Ofrece quince millones de dólares. Por los dos.

No es una cifra caprichosa, le advierte Videla Aranguren a Güemes; es el diez por ciento del valor de Bunge y Born:

—Creo que eso es fácil de demostrar —lo desafía—. Pregunte y pida usted una apreciación del aspecto patrimonial de la empresa.

En ningún lado, deducido activo y pasivo, vendiendo todo, estamos en más de ciento cincuenta millones de dólares.

Ante la indiferencia de Güemes, el abogado le pedirá que por favor le haga llegar también a Jorge ese ofrecimiento que a él le despierta tan poco entusiasmo: apuesta a que su reacción sea diferente.

—Si usted quiere, yo le puedo decir a Jorge —le concede Güemes en tono veleidoso, para darle a entender que no se haga ilusiones, porque las cifras que mencionan en Piojo 2 son mucho más elevadas—. De cualquier modo, esta discusión es de nunca acabar: usted plantea una cosa que está en las antípodas de lo que nosotros planteamos. No se arrimaría ni al veinte por ciento.

Los montoneros exigen cien millones de dólares, y ellos arriman quince millones. No parece una oferta seria. El desprecio por la oferta enfurece al abogado:

—Mire… la nuestra me parece una cifra tremenda. Cualquier banco, el Banco de Galicia, por caso, tiene en su tesoro ocho mil millones de pesos. Yo le estoy ofreciendo veinte mil millones: no me alcanzaría con agarrar dos bancos y vaciarlos íntegramente para entregarles todo ese dinero a ustedes.

María O'Donnell regresó al secuestro de los Born luego de tener acceso a las desgrabaciones de las negociaciones entre Montoneros y Bunge y Born
María O'Donnell regresó al secuestro de los Born luego de tener acceso a las desgrabaciones de las negociaciones entre Montoneros y Bunge y Born

—No, no. Mire, Reyes, a mí me informaban que Jorge —Güemes pronuncia el nombre con un énfasis particular, como si le pusiera mayúsculas— el otro día, por escrito, reveló que ustedes tienen capacidad… escuche bien: capacidad para juntar en el acto

—esta vez junta las palabras para reforzar la idea de la inmediatez—, como una primera cuota, más de veinticinco millones de dólares. Es decir, arriba de cincuenta mil millones de pesos.

—¡¿Eso le escribió Jorge?!

Videla Aranguren se sobresalta. Creía que había agotado las sorpresas que el hijo mayor le podía deparar.

—En efecto: usted está ofreciendo menos de la mitad de lo que tienen a mano.

—Pero ¿eso es lo que escribió Jorge? —la incredulidad lo traba.

—Sí, sí —se deleita Güemes.

—No. No puede ser.

—Él hablaba de una primera cuota, ¿eh?, de un primer desembolso de veinticinco millones de dólares. Con lo que tienen a mano

—dice, como si hablara de un vuelto—. Después sí, conseguir las otras cuotas puede implicar un poco más técnicamente.

—No, no… yo le ofrezco una cifra que me parece realmente anormal… créame…, piénselo, estúdielo… —Videla Aranguren no encuentra palabras que lo satisfagan—. No puede ser lo que dice Jorge.

—Mire que entiende un poco de eso —se pavonea Güemes— ¿eh?

—Seguramente que entiende, pero está totalmente equivocado. Está trastocado.

—No, ¡qué va a estar trastocado! ¡Está plenamente lúcido! Él sí plantea que técnicamente es muy difícil conseguir todo en un paquete junto, ¿no’cierto?, pero en cuotas de veinticinco millones de dólares puede andar.

—¡Oigame! Yo lo lamento de todo corazón, pero así no vamos a llegar a nada concreto. ¡Esto está totalmente fuera de cuestión!

—Si quiere le puedo mandar a preguntar a Jorge cómo se puede conseguir inmediatamente esa primera cuota. Pero igual estamos lejísimos, le reitero: lo que usted plantea no se arrima ni al setenta ni al ochenta por ciento.

La conversación se estanca. Videla Aranguren siente el impulso de cortar, pero aún tiene un pedido:

—A mí lo que me gustaría mucho es tener algún papelito de los muchachos. Algo actual ¿no? Aunque sea un saludito navideño.

Recibe la respuesta el mismo 24 de diciembre por la mañana.

Los hermanos están por entrar en el año 1975 casi sin advertirlo. Ni en Navidad ni en Año Nuevo sus guardias les van a ofrecer un menú especial; por el aislamiento sonoro de las celdas, tampoco escucharán los fuegos artificiales. Casi nada altera la rutina. Solo el detalle de las cartas que les han pedido que escriban con saludos especiales para sus familias.

—Tengo para usted esas cartas —le anuncia Güemes al abogado—. Las puede retirar en Rivadavia 2352, en un bar que se llama Garibaldi. Están en el segundo water, detrás de la tapa del botón del depósito del baño. Hay un sobre con varias cartas. Hay una carta para don Mario, hay una carta de los dos muchachos para la familia y para todo el mundo en general, digamos. Después le puse una carta vieja, del mes pasado, que me llegó un poco más tarde pero que yo considero importante porque demuestra el estado de ánimo de los dos muchachos. Yo se la pongo igual, creo que es interesante que la lean para que tengan una idea de cómo se sienten ellos ahí dentro.

—Me imagino que no se deben sentir muy contentos. Nadie se sentiría contento en su situación. Voy para allá a levantar eso. Antes tengo algo que decirle.

—Dígalo —se intriga Güemes.

—Antes le ofrecí veinticinco mil millones moneda nacional. Ahora hemos recibido algunas respuestas de los créditos que hemos pedido en el exterior y podríamos juntar treinta y cinco mil millones. Es decir: estaríamos en condiciones de ofrecer en total unos diecisiete millones de dólares, diecisiete y medio. Una cifra monstruosa, ¿no? Creo que es el récord mundial en la materia. No conozco nada semejante.

Videla Aranguren nunca esperó que su interlocutor reaccionara con algarabía. A estas alturas lo conoce bien. Pero su persistente indiferencia lo descoloca.

—Lo llamo el jueves. Feliz Navidad —se despide Güemes.

El 26 de diciembre a las 9.15 de la mañana se vuelve a comunicar:

—¿Recibió eso el otro día?

—Sí, lo fui a buscar y se lo llevé al señor. No le produjo mucho placer, pero en fin, era de imaginar.

—Está bien, está bien. Respecto a lo que charlamos el otro día: ustedes siguen muy por debajo de sus posibilidades.

—Le dije que estábamos en 17,5 millones.

—Lo que ofrecieron corresponde al grupo argentino. Lo que no han hecho todavía es poner en juego sus disponibilidades de efectivo en los Estados Unidos, Europa, Brasil, ni los créditos que pueden obtener en el exterior por cifras más considerables. Esa es nuestra posición. Lo charlamos y me han dicho que pueden obtener créditos por el triple o el cuádruple. Y eso sin contar el efectivo propio del cual disponen.

Güemes hace esa introducción, que a los oídos de Videla Aranguren es más de lo mismo, pero a continuación presenta una novedad:

—A los efectos de obtener una solución más rápida en beneficio de ambos, estamos dispuestos a negociar una cifra menor, pero es una cifra que está muy por encima de lo que ustedes están ofreciendo. Tiene que ser por encima del cincuenta por ciento de lo que nosotros hemos pedido, y ustedes están en menos de la cuarta parte.

Jorge Born estuvo secuestrado por Montoneros durante nueve meses
Jorge Born estuvo secuestrado por Montoneros durante nueve meses

Por primera vez desde que fijaron la cifra tras el juicio revolucionario, Montoneros admite la posibilidad de aplicar una rebaja significativa. Ya no son cien, sino al menos cincuenta millones de dólares. Aunque potencialmente le acaban de bajar las exigencias a casi la mitad, Videla Aranguren no se deja impresionar:

—Me parece que no vamos a llegar a nada concreto, lamentablemente.

Ahora es Güemes quien insiste, y revela de sopetón parte de un plan que han conversado con Jorge: consiste en dividir el pago del rescate en dos. Escalonar la liberación de los hermanos.

—Por el cincuenta por ciento estaríamos dispuestos a darles uno y podríamos discutir el precio del otro en otras proporciones —le explica Güemes, sin necesidad de aclarar que, dada las circunstancias, Juan sería el primero en salir de la cárcel del pueblo—. Lleve esa propuesta: soltamos a uno y después discutimos el precio del otro.

El abogado no sabe cómo reaccionar, pero intuye que Born II no querrá cargar con el peso de priorizar a un hijo sobre el otro:

—Me parece que no —titubea—. Desde el punto de vista del señor mayor, se trata de los dos. Al final son hijos los dos, ¿no?

Siente que camina por un terreno resbaladizo: Jorge acepta que el suyo sea un cautiverio más prolongado, pero a la vez urde un plan que dejaría al padre en la obligación moral de pagar por su vida el monto que le exijan, muy especialmente, si es que antes ha cumplido con las exigencias para rescatar a su hermano.

Al siguiente llamado, ya no es Güemes quien le habla, ni su antecesor, Peñaloza: el nuevo negociador de Montoneros se presenta con un homenaje a Facundo Quiroga, apodado «el tigre de los llanos» —corría la leyenda que había matado a un yaguareté para salvar la vida—, un caudillo riojano que luchó por el federalismo después de la Declaración de Independencia. El abogado no aguanta más el revisionismo histórico de esos guerrilleros. Pero más le pesa que le cambien de interlocutor cada vez. Lo vive como un retroceso.

Quiroga le habla en un tono más agresivo que los anteriores.

Eso también lo agobia.

—Estamos esperando que ustedes nos hagan una propuesta. Como sabemos, por la charla con los otros dos señores, hay posibilidades de llegar a un acuerdo. Esta es nuestra última —Quiroga subraya la palabra— propuesta. O vamos a cambiar las formas para solucionar esto.

—Tenga en cuenta que la salud del señor B. desmejora a pasos agigantados —lo previene el abogado—. Ayer no lo pude ver, y eso que soy una de las personas más próximas a él. Prácticamente no podía hablar.

Así y todo, tiene una nueva cifra para ofertar.

—En el ínterin —continúa— un colaborador hizo gestiones para una nueva línea de crédito, y hay posibilidades de diez millones de dólares más. Con lo que se llegaría a cuarenta millones. Contado. Podríamos entregarlo en el exterior, en lugar y modalidades a convenir. Pero tiene que ser contra la entrega de la totalidad de la mercadería. Repito: la totalidad de la mercadería. Uno y uno, no. Los dos.

Está convencido, dado que ha subido de golpe su oferta de treinta a cuarenta millones, de que está en posición de imponer por fin una condición. Pero Quiroga no mosquea ante la demanda de liberar a Jorge y Juan juntos, se mantiene en silencio. Videla Aranguren refuerza:

—Yo, que veo el problema muy de cerca, les aconsejaría estudiar esto a fondo. Mucho me temo que el problema de salud del señor B. nos ponga a los dos en una situación trágica.

Quiroga reacciona. Para mal.

—Lo entiendo, pero la situación de ellos tampoco es la mejor. Y ustedes no ayudan. ¿Sabe qué pasa, Reyes? —se muestra enojado—. Usted habla con nosotros como si nosotros no tuviésemos conocimiento directo, y a través de gente que usted sabe que es muy importante, de sus cuentas, ¿no es cierto? Este es el problema. Nosotros hemos hecho una rebaja considerable y no hay ninguna respuesta por parte de ustedes.

—Perdóneme. El señor Güemes me había propuesto veinticinco por cada uno. Veinticinco por cada uno significa cincuenta. Sin embargo, cuando usted empezó a conversar conmigo me lleva a ochenta. Más juguetes.

— ¿El señor Güemes? —ahora el que teme caer en una trampa es Quiroga—. No puede ser.

—Le juro por Dios. Lo invito a que hable con el señor Güemes.

Videla Aranguren es católico: ¿juraría por Dios en vano? No a conciencia.

Algo de cierto hay en su afirmación. Güemes le habló de «algo más del cincuenta por ciento», y el ochenta por ciento que ahora menciona Quiroga suena excesivo para ese «algo más». Y también hay algo de falso: nunca hablaron de cerrar el trato en cincuenta millones de dólares, ni quedó aceptado que la cifra fuese divisible por dos. Los montoneros pretenden un desembolso inicial mucho mayor.

Quiroga saca una carta más: la sucesión en la empresa.

—Usted conoce que hay un par de jóvenes con mucho porvenir que los pueden reemplazar. Sobrinos o parientes de otro señor que también andan por ahí… A ellos les preocupa que haya un desplazamiento, ¿se da cuenta de lo que le digo?

No necesita ni mencionar a Octavio Caraballo, el sobrino de Hirsch de mala relación con Jorge. Videla Aranguren elige cambiar de tema.

—Yo lo lamento en el alma. Temo que no vamos a llegar a nada concreto, porque no se puede extraer aceite de un ladrillo.

—Señor Reyes: esto ya lo hemos charlado bastante con Jorge.

Lo llamo el viernes entonces a las diez. Quiroga se guarda la última palabra.

—Ya le dije que el tiempo no favorece la negociación. Lo que ustedes regatean lo pagarán más tarde. Ahora me veo en la obligación de tener que cortar.

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