No puede negarse que el médico sanjuanino Guillermo Rawson era un hombre paciente. Ministro del Interior del presidente Bartolomé Mitre, era un firme convencido en promover la inmigración, especialmente para colonizar la Patagonia. Fue así que se contactaron con un grupo de galeses, que buscaban establecerse en algún punto del planeta, lejos de la dominación cultural inglesa. Habían pensado en Estados Unidos, pero se sintieron cautivados cuando recorrieron las costas de la provincia de Chubut.
Rawson se sorprendió cuando los galeses Love Jones-Parry y Lewis Jones, representantes de la Comisión de Emigración de Liverpool, le revelaron que sus intenciones eran la de fundar una nación galesa en la Patagonia, con su idioma, su religión, sus escuelas, sus costumbres hasta con moneda propia. Se habían ido de Gran Bretaña por la hambruna y las imposiciones de las leyes inglesas, y ahora buscaban mayor libertad. Su idea era la de crear un país independiente.
Los había deslumbrado la cantidad de animales pastando en las praderas, en tierras colmadas de árboles frutales y una inmensidad que pedía a gritos ser poblada.
Fueron tres semanas de intensas negociaciones en Buenos Aires, donde el gobierno argentino les ofreció donarles 260 kilómetros cuadrados, que les darían todas las facilidades posibles, pero que resultaba inadmisible acceder a las pretensiones independentistas galesas, más cuando la intención del gobierno era poblar la Patagonia y sentar soberanía. Terminaron por aceptar los argumentos y prepararon todo para traer a su gente.
Los colonos, embarcados en el velero Mimosa, zarparon del puerto de Liverpool el 28 de mayo de 1865. En un buque de 43 metros de eslora viajaron 56 adultos casados, 33 hombres y 12 mujeres solteras y 52 niños. En esa lenta travesía hubo nacimientos y también fallecimientos. Desembarcaron en Chubut el 28 de julio y cuando pisaron tierra, bautizaron el lugar como Puerto Madryn, en homenaje a Love Jones Parry, del castillo de Madryn, en Arfon, Gales.
El primer impacto fue duro. “Arisca, solitaria, deprimente”, fue la primera impresión de los colonos. La aridez de la zona, el frío y la falta de alimentos, los llevó a dirigirse hacia el sur, en dirección al valle del río Chubut. Casi sin agua y comida, estuvieron por bajar los brazos cuando alcanzaron el río. Improvisaron chozas y el 15 de septiembre el comandante militar de Patagones Julián Murga les otorgó la posesión de esas tierras.
El de los galeses se convertiría en el primer asentamiento permanente de origen europeo en el país.
Fueron tiempos difíciles y de Buenos Aires debieron enviarles provisiones y medicinas a aquellos galeses, la mayoría de ellos mineros y carpinteros, que habían trabajado en fábricas y que de agricultura poco conocían.
Un día el encuentro se produjo. “¡Llegaron los indios!”. El reverendo Mathews recordó que “hicieron su aparición una pareja de ancianos y dos mozas, ataviados todos con pieles de guanaco. Tenían un toldo hecho de cueros y algunos palos y un gran número de caballos, yeguas y perros. Tanto ellos como nosotros desconfiábamos los unos de los otros, y no sabíamos cómo tratarnos, pues no entendíamos ni una de las palabras que nos decíamos. Poco a poco llegamos a entendernos bastante bien”.
Los tehuelches les enseñaron a cazar y a sembrar, a criar ganado y hasta a manejar las boleadoras.
En 1874 llegó otro contingente de galeses, más duchos en el oficio de vivir de la tierra y todo cambió, y nacerían otros poblados, como Gaiman, palabra tehuelche que significa piedra de afilar.
La colonización fue dura. También debieron vérselas con indígenas más belicosos, como cuando John Daniel Evans, de 19 años, fue tenazmente perseguido por un grupo de ellos.
Evans había aprendido a vivir y a trabajar de la tierra patagónica gracias a la amistad con el hijo del cacique Wisel, quien le enseñó muchos de los secretos para sobrevivir en las praderas. Eran “hermanos del desierto”.
Luego que el capitán Richards llegase con la novedad de que en el oeste había oro, nueve jóvenes organizaron, en noviembre de 1883, una expedición para ir en la búsqueda del precioso metal. Cinco de ellos retornaron a los pocos días de la partida; solo John Parry, John Hughes, Richard David y el propio Evans continuaron con la travesía.
Cerca de la cordillera, en febrero de 1884, se habían encontrado con dos araucanos de la tribu del cacique Foyel, quienes con engaños pretendieron llevarlos a sus tolderías, ya que los consideraban espías del ejército. Como pudieron, los galeses se negaron, hubo un intercambio de regalos y consideraron prudente regresar. Llevaban en arreo a 14 caballos.
Cuando creían que ya los indígenas se habían olvidado de ellos, el sábado 4 de marzo fueron sorprendidos por una treintena de araucanos, haciendo temblar la tierra con “unos alaridos espantosos nos hicieron helar la sangre en las venas”, diría Evans. Tan confiados estaban que las armas largas las habían guardado con el resto del equipaje. Solo tenían a mano revólveres.
Evans, que vio a Parry caer por un lanzazo clavado en su lado derecho, rompió el círculo que habían armado los atacantes. Esquivó un lanzazo, aunque una flecha lo hirió en su brazo. Clavó espuelas y su caballo Malacara galopó desenfrenadamente, perseguido por los indígenas. Trataron de bolearle el caballo, y podía escuchar los gritos de que “¡el huinca no escape!”, mientras Evans les respondió con disparos de revólver. La lucha por salvar su vida lo llevó a no dudar subir una cuesta empinada y encontrarse con un profundo zanjón que le cortaba el camino, y se zambulló con su caballo, que cayó con las patas abiertas; logró salir sin lastimarse por el fondo arenoso que amortiguó la caída.
Cabalgó ese día y durante la noche, tratando de ocultarse en la vegetación, tomando agua de donde podía y preocupado por los rastros de sangre que dejaba el caballo, que tenía los cascos destrozados. Recorrió unos 150 kilómetros y el domingo 5 estaba a salvo en el valle del Chubut.
Bajo el mando de Lewis Jones, ocho días después se organizó una partida de 40 voluntarios para saber qué había ocurrido con el resto de los galeses. Un kilómetro y medio antes de llegar, Evans fue recibido por sus dos perros, que habían permanecido en el lugar. El vuelo de caranchos y chimangos anunciaron lo peor. Hallaron los tres cuerpos mutilados; les habían quitado el corazón y los genitales y algunas de las partes de sus cuerpos nunca fueron halladas. Ahí mismo fueron sepultados. Desde entonces el lugar, en el kilómetro 203 de la ruta nacional 25 se lo conoce como Valle de los Mártires. Y el cruce del río se llama Paso de las tumbas.
Tiempo después, Evans habló con el comandante militar Luis Fontana acerca de colonizar los territorios al pie de la cordillera. De Rawson, Gaiman y Dolavon partieron hacia el oeste. Así es como nacería la Colonia 16 de Octubre -en honor a la fecha en que fue descubierto, en 1888- y posteriormente se fundaría el pueblo de Trevelin, que en galés significa el pueblo del molino, ya que Evans construyó en 1918 un molino harinero, hoy la principal atracción turística del lugar.
La identificación de los galeses con el país fueron determinantes cuando en 1902 la zona -disputada por Chile- se sometió al arbitraje británico. El 30 de abril, en un histórico plebiscito, unos trescientos colonos galeses decidieron, por mayoría, pertenecer a nuestro país. En la Escuela N°18 se celebró la reunión presidida por el británico Thomas Holdich, por el chileno Hans Steffen y por el argentino Francisco P. Moreno. “Queremos seguir perteneciendo a la patria que nos cobijó”, declararon.
Evans falleció en su casa de Trevelin el 6 de marzo de 1943. El caballo Malacara, llamado así por sus manchas blancas en la cara y en las cuatro patas, en el invierno de 1909, ya viejo, resbaló en el hielo y murió. Tenía 31 años. Evans lo enterró cerca de su casa. Su lápida dice “Aquí yacen los restos de mi caballo Malacara, que me salvó la vida en el ataque de los indios en el Valle de los Mártires el 4/3/84 al regresarme de la cordillera. RIP. John D. Evans”.
La capital de Chubut es Rawson, fundada por esos galeses el 15 de septiembre de 1865. Fue en honor a ese ministro del interior que tanto había hecho por ellos, con dedicación y, fundamentalmente, con mucha paciencia.
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