“Nada me queda de mi Tucumán nativo. Ni siquiera la tonada, que dejé hecha hilachas en tantas andanzas por el país y que vuelvo a usar deliberadamente sólo cuando quiero hacerme el zonzo frente a algún interlocutor molesto”, un recurso que el ex presidente parece que solía explotar a conciencia.
El dos veces presidente estaba predestinado. Cuando nació el 17 de julio de 1843 lo bautizaron Alejo Julio Argentino Roca. Los nombres los eligió la madre: “Se llamará Julio por ser el mes glorioso y Argentino, porque confío en que sea como su padre un fiel servidor de la patria”. El padre, al conocer la noticia, se alegró que su esposa diera a luz a “un hermoso granadero”.
Nació en la casa de su abuelo, ubicada en el Colmenar, en el municipio de Las Talitas, en Tafí Viejo, Tucumán. “Yo era el quinto de los ocho hijos, siete varones y la menor, una mujer, del coronel José Segundo Roca y doña Agustina Paz. De mi madre no recuerdo casi nada porque murió cuando yo tenía doce años”.
Se formó en el colegio fundado por Justo José de Urquiza en Concepción del Uruguay. Evocando a su rector Alberto Larroque, lo describió como “un dios paternal y autoritario, dispensador de premios y castigos, sabio en todas las disciplinas y, sobre todo, un formador de hombres. Bajo su dirección, los colegiales sin dejar de ser muchachos, sentíamos que estábamos viviendo un proceso de formación hacia la responsabilidad de ser dirigentes”.
Fue artillero en Cepeda y Pavón y junto a su padre, algunos de sus hermanos y primos, peleó en la Guerra del Paraguay. Por años se recordó cómo el joven Roca hizo flamear temerariamente la bandera argentina frente a las narices de las tropas paraguayas en las trincheras de Curupaytí, y salvando la vida al teniente Solier. Sobre este combate, dijo que “fue el único acto militar en el que me sentí derrotado y el único, también, donde cayeron a mi lado íntimos amigos. Además me significó una enseñanza que jamás olvidé y cuya aplicación correspondió tanto al plano castrense como al político”.
“Amo al ejército. Las marchas militares todavía me enderezan el cuerpo y hacen mover mis piernas como si tuviera veinte años. El toque de clarín me pone la carne de gallina. Quiero a mis viejos compañeros y a quienes sirvieron a mis órdenes: son los únicos ejemplares humanos que me conmueven cuando se acercan a saludarme”.
Fue un excelente militar y de joven se destacó por su inteligencia. No importó que Domingo F. Sarmiento tratase de rebajarlo cuando lo calificó de “barbilindo”, aunque luego descubriera sus cualidades; cuando Nicolás Avellaneda supo de él, aseguró: “He conocido a un oficial Roca, que con mucha zorrería tucumana dará mucho que hablar a la República”.
A los 31 años fue ascendido a general luego de su triunfo en la batalla de Santa Rosa, cuando fuerzas rebeldes se habían levantado contra la presidencia de Avellaneda. “Mi triunfo fue el del ingenio y la paciencia sobre la fuerza y, además, casi incruento”.
La experiencia que había acumulado en la vida de los fortines, en el interior profundo del país, lo convenció que para conquistar miles de kilómetros cuadrados había que correr la frontera hasta los ríos Negro y Neuquén, sometiendo a los indígenas que vivían en esas regiones, que contrastaba con el proyecto de Adolfo Alsina, quien había mandado a cavar una extensa zanja defensiva para impedir los malones.
La muerte de Alsina lo colocó enseguida en una posición ejecutiva: fue nombrado ministro de Guerra y Marina. Ideó la campaña militar al desierto con la marcha de distintas columnas que convergerían sobre el río Negro. “La conquista del desierto era la contribución de la República Argentina a la civilización, tal como lo había sido la construcción del Canal de Suez, del ferrocarril norteamericano “coast to coast”, la perforación de los Alpes o el cable submarino que ciñe los contornos del planeta”.
La justificó. “Hasta nuestro propio decoro como pueblo viril nos obliga a someter cuanto antes, por la razón o por la fuerza, a un puñado de salvajes que destruyen nuestra principal riqueza y nos impiden ocupar definitivamente, en nombre de la ley del progreso y de nuestra propia seguridad, los territorios más ricos y fértiles de la República”.
A su regreso, tejió pacientemente alianzas políticas porque quería ser presidente.
“Pero tratando de recordar en qué momento yo mismo me sentí candidato, podría fijarlo en enero de 1875, inmediatamente después de Santa Rosa”. Protagonista de diversos agasajos, se escuchó “¡Viva el general Roca, futuro presidente de la República!”.
Tenía 37 años cuando asumió la primera magistratura, convirtiéndose en el mandatario argentino más joven. Su plan de gobierno fue sencillo: “El secreto de nuestra prosperidad consiste en la conservación de la paz y el acatamiento absoluto de la Constitución; y no se necesitan seguramente las sobresalientes calidades de los hombres superiores para hacer un gobierno recto, honesto y progresista. Puedo así, sin jactancia, deciros que la divisa de mi gobierno será paz y administración”.
Era práctico, inteligente y ejecutivo. En su primer período implementó un vasto plan de obra pública, entre ellos un ansiado puerto como la gente para Buenos Aires, obras de salubridad, impulsó la industria frigorífica, caminos y lo que se denominó ‘infierno ferroviario’. “Pude decir con orgullo que el ferrocarril a Mendoza y San Juan era la línea más barata y mejor construida de la República. Nunca me preocupó si mi acción de gobierno se inscribía en la línea ortodoxa del liberalismo, pues el tema siempre me pareció retórico: cuando hace falta, el Estado debe meterse en la vida económica, y si no es indispensable, no debe hacerlo. Así de sencillo”.
Ese joven presidente, de fríos ojos azules grisáceos tenía claro qué hacer. “Me sabía inteligente, sano, activo, conocedor del país y de sus hombres, y tenía en claro los problemas que debía afrontar”.
Cuando asumió, se asombró de las carencias del país. “El dinero metálico que circulaba se componía de una caótica variedad de monedas de oro, plata o cobre provenientes de otros países; y el dinero papel se originaba en bancos que lo emitían a su gusto y paladar y que el público aceptaba o rechazaba según la confianza que inspiraba. Esta situación no podía prolongarse; hacía a nuestra respetabilidad como nación fundar un medio de pago que constituyera la expresión de la soberanía argentina en el campo financiero”. Fue así que mandó a acuñar piezas de oro, plata y cobre con el nombre genérico de “argentinos”.
“Sería interminable seguir detallando las realizaciones de mi administración, que en seis años vio duplicarse las rentas nacionales de 23 millones a 46 millones de pesos oro. No quiero que aparezca este extraordinario movimiento como si fuera un resultado de mi propia acción de gobierno, pues era el país entero el que aumentaba, se desarrollaba, poblaba sus espacios vacíos, invertía y creaba. Lo único que hacía el gobierno era tutelar y estimular”.
Se ocupó de las cuestiones limítrofes con Chile, con probadas pretensiones sobre nuestra Patagonia. Al año de haber asumido, ya había cerrado un acuerdo con el país vecino, que renunciaba a toda pretensión sobre la Patagonia, aceptó la demarcación de las frontera por las altas cumbres divisorias de agua y que Tierra del Fuego fuera argentina en su parte oriental. “Es cierto que los chilenos renunciaban a algo que nunca habían tenido y al que no podían aspirar, la Patagonia; pero nosotros también dejábamos en sus manos una zona que ellos tenían poblada de cuarenta años atrás, el estrecho, al que se quitaba toda importancia militar”.
De la misma forma en 1885 se firmó un acuerdo con Brasil, y creó la gobernación de Misiones.
“Una de las normas más reclamadas era la que debía regir la instrucción pública. Era indispensable que el Estado, sin invadir el derecho constitucional de los particulares a enseñar y aprender, tomar a su cargo el deber de garantizar la educación primaria a todos los habitantes. Volqué a este tema muchos esfuerzos. Tres meses después de asumir la presidencia decreté la creación de un Consejo Nacional de Educación que debía entender todo lo relativo a las escuelas de la Capital Federal, y designé presidente a Sarmiento. Como era de esperar, a los pocos meses se había peleado con sus colegas y lo menos que dijo fue que todos eran unos burros…”
Impulsó una ley de educación general, ámbito hasta entonces dominado por la iglesia y por primera vez en América Latina se celebró en el país el Congreso Pedagógico. Si bien dispuso mantener la enseñanza religiosa, habilitó a que los padres de niños que no fueran católicos tuviesen el derecho de elegir a recibir clases en ese sentido. Y estipuló la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza elemental en las escuelas normales. Los furibundos ataques de la iglesia y el enfrentamiento producido por la ley 1420, sumadas a la creación del registro civil hizo que expulsara al nuncio apostólico Luis Mattera y se rompieran relaciones con la Santa Sede, que él se ocuparía de reestablecer durante su segunda presidencia.
Cuando llegó a la presidencia existían 1214 escuelas públicas en todo el país, y cuando dejó el poder habían 1804; las escuelas normales, destinadas a educar maestros, pasaron de 10 a 17, el total de docentes aumentó de 1915 a 5348, y el número total de alumnos pasó de 86.927 a 180.768. En cuanto a alumnos primarios, en 1881 había 85.000 y al dejar la presidencia había 200.000.
Por la ley del Registro Civil, la iglesia católica perdía las atribuciones de siglos de anotar nacimientos, casamientos y defunciones. Roca sabía que esta norma y la 1420 “eran tributos indispensables a la afluencia de extranjeros, que debían encontrar un país neutral en materia religiosa, donde cada uno pudiera adorar a su dios libremente, casarse y educar a sus hijos según sus convicciones”.
“Existen obligaciones que un gobernante no puede eludir y una de ellas es proveer las condiciones mínimas para una vida higiénica como agua pura, desagües y cloacas. Pocas semanas después de asumir la presidencia designé una comisión que debía hacerse cargo de la dirección y administración de las obras que completarían la provisión de aguas corrientes, construir cloacas colectoras y un gran canal de desagüe que llegaría más allá de Quilmes, así como el más grande depósito de agua de América del Sur”.
Organizó a las fuerzas armadas. A él se le deben el Hospital Militar Central, la creación del Estado Mayor Permanente y un nuevo Código de Justicia Militar. Y así como se había hecho en el sur, ordenó campañas militares a lo que se llamaba “el desierto verde”, en la zona de Chaco y Formosa. Implementó una organización judicial, con cámaras y juzgados.
Terminó por demoler lo que quedaba del viejo fuerte y la Casa Rosada, con la unión con el edificio del Correo en 1887, tomaría su aspecto actual.
“Parece un milagro que todo esto se haya logrado sin contar con el respaldo de un partido propio (…) No soy un tribuno. No se dan en mi persona esos mágicos atributos como los que hicieron de Mitre o Alsina (o años más tarde, de Alem) figuras idolatradas por las masas. En ningún momento, pues, pensé conquistar una jefatura partidaria. Por otra parte, en nuestro país los grandes partidos se forman al calor de una bandera atractiva y convocante, y lo que yo ofrecía en 1880 era un programa de paz, administración y progreso; nada menos pero nada más, y es sabido que nadie se juega por un proyecto tan grisáceo como aquel, aunque en ese momento fuera exactamente el que convenía a la Nación”.
“Así pues, el provinciano que fuera el cuco de los porteños en 1880 pudo contemplar a Buenos Aires más grande y hermosa que nunca cuando entregó el gobierno”. Eligió como sucesor a su concuñado, con quien se recelaba. El cordobés Miguel Juárez Celman intentó gobernar con prescindencia de su antecesor, y le fue mal. Una mala administración, sucumbió ante un golpe de estado que supuso la Revolución del Parque, en donde Roca operó para que los revolucionarios fracasaran pero que el gobierno cayese. “Los hombres son como las mujeres: hay que saber conquistarlos”.
En 1898 comenzó su segundo período de gobierno. “Vuelvo al gobierno doce años después de haber concluido mi primera administración, lo que me permitirá apreciar mejor los adelantos políticos y económicos que hemos alcanzado”.
Roca notó que los avances se notaban hasta en los pequeños detalles, como en el polvo. “Cuando yo me instalé en Buenos Aires en 1878, era frecuente que los ventarrones levantaran nubes de tierra que entraban por puertas y ventanas y se asentaban pesadamente en los patios, las habitaciones y, por supuesto, también en el rostro, los cabellos, los trajes y vestidos. Veinte años más tarde esa molestia había casi desaparecido debido al empedrado y pavimentación de las calles y a la proliferación de árboles en la vía pública, los parques y paseos”.
Había paz interna, una economía fuerte, los productos argentinos eran exitosos en el mercado internacional. El nubarrón feo venía del sur, del lado de Chile, con el que estuvimos por ir a la guerra, ya que ambos países se habían embarcado en una peligrosa carrera armamentística. Roca no lo dudó: se abrazó con su par chileno en el Estrecho de Magallanes y selló un acuerdo. “Se estrecharon amistades y se conversó mucho. Nada importante pude convenir con mi colega en esos tres días, pero recogí la sensación de que el gobernante chileno creía sinceramente en la necesidad de la paz y no cedería a presiones belicistas”.
De la misma forma, la visita del presidente brasileño en 1900 terminó con los cortocircuitos con ese país.
Fue durante su gobierno que se estableció la doctrina de su ministro de Relaciones Exteriores, Luis María Drago, de no usar la fuerza para el cobro de deudas públicas. “Sosteníamos en el documento que, cuando un capitalista presta dinero a un gobierno, lo hace midiendo sus riesgos y evaluando la seriedad y solidez del deudor, y por lo tanto no puede llamar en su auxilio a su gobierno para que éste le oficie de cobrador armado”.
Continuó la política de colonización, de estudio de tierras, de la aplicación de diversos cultivos, perforaciones en Comodoro Rivadavia y desarrolló la pesca. Se instaló un observatorio meteorológico en las islas Orcadas, sentando soberanía sobre la Antártida.
Cuando intentó unificar las deudas que el país mantenía en el exterior, le encomendó a su amigo Carlos Pellegrini trabajar en ese sentido en Europa. Pero tanto en el Congreso como en la opinión pública no existía un consenso y luego de consultarlo a Bartolomé Mitre, éste le dijo: “Cuando todo el mundo se equivoca, todo el mundo tiene razón”. Roca dio marcha atrás, Pellegrini lo tomó como una traición, se enemistaron y no se amigaron nunca más, a pesar del pronóstico de Roca: “El Gringo volverá…”
“Fue una época próspera y pujante. El dinero circulaba, la producción crecía, los servicios se ampliaban y todo daba la impresión de un país en pleno ascenso”.
Durante su segundo mandato, se inauguró Puerto Belgrano y se terminó el puerto de Buenos Aires; comenzaron a construirse los puertos de Concepción del Uruguay, Concordia, Paraná y Rosario; los ferrocarriles privados abarcaban 20 mil kilómetros y los del Estado dos mil; casi todas las capitales de provincia tenían agua potable y obras de salubridad; se iniciaron o continuaron obras, como las del Palacio de Tribunales, el Congreso, la Escuela de Medicina y la Escuela Industrial de la Nación.
El día que dejó el gobierno, fue caminando a su casa, en San Martín 577, donde lo esperaban algunos de sus amigos. Lo sorprendió la visita de Bartolomé Mitre, quien le dijo: “General, yo le tomé juramento hace seis años. Ahora vengo a decirle que ha cumplido”.
“Fue la más auténtica satisfacción que viví en todo mi período. En mi oficio de político y en mi función de gobernante estoy acostumbrado a las grandes frases. Pero ésta, que venía casi de ultratumba, me conmovió. Acaso Mitre fue demasiado generoso. Acaso no cumplí del todo mi juramento constitucional. Pero hice todo lo posible, y cuando se trató de cosas importantes, sólo pensé en la Patria”.
Seguir leyendo: