Hace cuatro años Paula Ares se mudó desde Ramos Mejía a Ramón Biaus, localidad de aproximadamente 180 habitantes del partido bonaerense de Chivilcoy. “Es imposible no ser feliz acá”, expresa en diálogo con Infobae. Desde la primera vez que vio los paisajes mientras manejaba por la ruta para entregar silobolsas, se imaginó viviendo en medio del campo. En ese momento no tenía idea de que iba a encontrar el amor en una peña, y que con su pareja, Ariel Canepa, se iban a convertir en una dupla laboral que se potencia en cada paso. Juntos abrieron Lo del Turco, un restaurante y almacén de campo donde todo lo que sirven es casero, y gracias al éxito que tuvo, ya están preparando la apertura de otro bodegón que estará a pocas cuadras.
A 30 kilómetros de Chivilcoy, se puede acceder por la Ruta Provincial 5 y por la Ruta Provincial 30. Luego de un trayecto por camino de ripio se llega a la intersección de las calles Julio A. Roca y Julio Fernández Coria, donde se encuentra la ochava que Paula define con mucho cariño como “su casa”. Es el lugar al que concurren hasta 200 personas por fin de semana para ir a almorzar y disfrutar del menú que ofrecen. La tradicional fachada de ladrillos, los toldos rojos en las ventanas, un carro que rinde tributo a la actividad agrícola ganadera de la región, y un colorido cartel con las banderas argentinas como sello, componen la impronta del edificio que además es guardián de cientos de historias.
Alguna vez funcionó allí la única estafeta postal donde los vecinos que iban a comprar también dejaban sus cartas, por la cercanía con la estación ferroviaria. “Se conserva el primer teléfono del pueblo, una gran cantidad de objetos, carteles originales, y como todo está en excelente estado muchos vienen a hacer tour fotográfico”, explica la anfitriona, que describe el sector de museo que forma parte de la experiencia. Considera a Biaus -así lo abrevian los residentes- como su hogar, y está profundamente agradecida porque lo que recibió resultó ser más de lo que estaba buscando.
Simpática, de corazón noble, e histriónica por naturaleza, Paula tiene una vocación que la acompañó toda la vida. “Nací vendiendo”, dice entre risas, y cuenta que trabajó en ventas en distintos rubros, y gracias a que se animó a incursionar en la industria agropecuaria descubrió un mundo completamente nuevo para ella. Confiesa que muchas veces le dijeron “no vas a poder”, pero desde que venció sus propios miedos y obstáculos como madre de tres hijos, no volvió a dudar a la hora de seguir su instinto.
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“Tuve mellizas a los 17 años, Micaela y Florencia, que hoy tienen 30 años, y después a mis 19 tuve a Matías, que ya tiene 28, y hoy soy abuela de un nieto de 10 años y hay otro en camino”, revela con alegría. A los 22 se divorció, y aunque hubo quienes dudaron de su capacidad para volver a empezar, desde ese entonces aplicó una metodología que mantiene hasta hoy: “Aprendo, busco y pregunto”. Se formó como técnica en marketing y ventas, y como coach certificada de Programación neurolingüística (PNL), conocimientos que desplegó cuando atendía un local de ropa, cuando fue empleada en un banco y también cuando se presentó a una búsqueda de una empresa fabricante de silobolsas.
“Iba sola en camioneta de lunes a viernes, y tenía una cartera de clientes de la Ruta 5 para adelante. Cuando conocí el campo dije: ‘Esto es lo más, yo quiero vivir acá’, y me iba haciendo amigos en todos los pueblos, en Mercedes, Suipacha, Chivilcoy. Así supe de un grupo de amigos viajantes que se juntaba todos los miércoles en una peña, que organizaba Ariel”, revela. No estaba en sus planes enamorarse, ni tampoco pensó que alguna vez se iban a mirar con otros ojos, más que como compañeros de trabajo. “Cada uno estaba bien como estaba, pero creo que surgió porque todo lo que él tenía para darme era lo que yo necesitaba, y a su vez mi energía como emprendedora era algo que a él también le hacía bien”, reflexiona sobre aquel flechazo que fue creciendo de manera silenciosa hasta que empezaron el noviazgo.
Hoy son socios, y todo lo que idean, organizan y llevan a cabo, lo hacen a la par. “A veces nos dicen que somos muy diferentes, pero justamente es en las diferencias donde nos complementamos; yo cuando él me abraza siento que nada me falta, me abstraigo y me siento 100% completa, me hace mejor persona, me hace feliz, él me cura y todo eso para mí es el amor”, describe. Ambos respetan la esencia del otro, saben qué los hace sentir bien, y no pretenden cambiar sus tradiciones. “A Ariel no lo sacás del campo, ni siquiera tenía celular cuando lo conocí, y está perfecto que sea así, porque él es feliz de esa manera, y yo como porteña me di cuenta también que la pasamos muy bien porque no necesitamos mucho para ser felices en Ramón Biaus”, sentencia.
Un pueblo que late
El pasado 15 de marzo la localidad celebró su aniversario 114°, con un festejo popular que incluyó desfile criollo, música y shows. En 1909 se inauguró la estación ferroviaria, y eran tiempos donde todas las semanas el tren llevaba grandes cargamentos a los mercados de Abasto y Liniers. En las cercanías se realizaba la siembra de cereales y cría de ganado bovino, lo que requería de una gran cantidad de mano de obra y despertó un movimiento demográfico que fue creciendo hasta superar rápidamente los 2000 habitantes. El trazado de la población fue delineada por Don Arturo L. Patrón, y en 1917, se levantó la capilla Nuestra Señora de los Dolores, patrona que honran cada 15 de septiembre.
Todo el entorno de Paula se sorprendió cuando les comunicó que iba a dejar su vida en Ramos Mejía para recomenzar en otro lugar que se ubica literalmente en el corazón del campo. A 180 kilómetros de Buenos Aires, aproximadamente a dos horas de viaje, estaba su destino soñado. “Nadie me creía que me iba a venir a un pueblo de campaña, pero ya era mi idea antes de ponerme en pareja, y acá realmente la libertad está en el aire; se respira libertad, se escuchan los pájaros, hay bichitos de luz, un espectáculo en las estrellas, en los atardeceres, y encima no hay una sola reja en nuestra casa”, explica. Incluso su madre, que en un principio fue de visita para ayudarla a atender el almacén, decidió mudarse de manera definitiva porque la conquistó la tranquilidad y la rutina diaria.
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Por más que tenía mucha experiencia en ventas, Paula confiesa que se reinventó cuando eligió la gastronomía. “Ariel para mí es el mejor asador, te saca la carne a punto, tiene un sistema de cocina para que todo esté listo al mismo tiempo, y él me ayudó a encontrar un menú que nos resulte funcional y siempre salga bien”, destaca. Crearon una propuesta de cinco pasos, al estilo banquete, donde siempre llega algo rico a la mesa. “Los recibimos con empanadas fritas de carne, luego una picada con fiambres regionales, el matambre casero, y después viene la parrilla con carne de cerdo, de vaca, papas fritas, ensalada, y el postre”, enumera y cuenta que al día de la fecha ese combo cuesta 5000 pesos por persona. “Pueden comer de todo, no son porciones chicas, y la calidad es de primera en todo”, asegura.
Abren los sábados, domingos y feriados al medio día, y según la demanda tienen un promedio de 100 cubiertos en temporada baja y el doble en fin de semanas largos o época de vacaciones. También los contratan para eventos donde sirven los mismos platos, ya sea en casamientos, cumpleaños, fiestas de 15, y otras ocasiones especiales. “A mí me gusta decir que Ramón Biaus late, y está latiendo cada vez más y más fuerte”, revela a pura ilusión, y proyecta: “Ariel y yo vamos a trabajar para que eso siga pasando, para que todo el que venga pase un fin de semana hermoso, y que digan: ‘Este pueblo está buenísimo’”.
Se acuerda de cuando llegaron al bodegón, estaba cerrado desde hacía muchos años, habían pasado varias administraciones, y parecía que nunca iba a recuperar su esplendor. “Nadie duraba porque para que funcione tenés que vivir acá, y hacer de todo: yo soy la mesera, la que hace el budín de pan, la que aprende la receta hermosa del matambre de Ariel, los pancitos caseros, y si hay que limpiar los baños, ahí estoy también, porque esa es la idiosincrasia y el secreto del amor que ponemos para ofrecer lo mejor de nosotros”, expresa. Y agrega: “Antes no había un plan para pasar el día acá, porque más allá de ir a sacar fotos, no había un baño a dónde ir después de viajar, ni un lugar para pedir agua caliente y hacerte unos mates o comprar unas galletitas”.
Apeló a su alma de vendedora y trató de ofrecer soluciones a esos inconvenientes, para que cada vez más personas disfruten del paseo por la historia y la cocina regional. “Ahora está la propuesta del restaurante, también el almacén donde vendemos todo lo que la gente necesite, hasta bidones de nafta porque no hay estación de servicio, y los sanitaros están abiertos para todos los visitantes, no solo para los comensales”, cuenta. Para los próximos dos años tienen varios planes que convivirán en simultáneo, y todos responden a la identidad cultural que desean transmitir.
“A tres cuadras de ahí está La Pituca, otro almacén de ramos generales que hacía 50 años que estaba cerrado, y ahí vamos a abrir otro restaurante, que va a ser de pastas, y va a tener un espacio que funcione como centro cultural”, revela. Emocionada, añade: “Estamos haciendo la puesta de valor a esos edificios que quedaron olvidados, y yo que vengo de otro lado, que viví toda mi vida en dos ambiente, cuando ves esas tremendas casas que tienen habitaciones de cinco metros por cinco, con techos gigantes, pienso: ‘Esto no puede estar cerrado, esto tiene que ser un lugar para que la gente comparta, que viaje en el tiempo y nosotros seamos un puente de esos recuerdos tan maravillosos’”.
Sueña con que haya jornadas informativas, otro sector de museo, un vivero, y que su segundo restaurante sea sede de festivales. Pero ahí no terminan los anhelos de la pareja: también planean inaugurar un hotel para que quienes deseen extender la estadía a más de media jornada, puedan pasar un finde completo. “Este es un espacio que capaz muchos, al igual que me pasó a mí, no conocían, y no se trata solamente de venir a comer a mi casa, sino de que por un rato pueden despegarse del cemento de la ciudad, y está bueno saber que hay otras opciones en el campo”, indica. Y concluye: “No me quejo porque fui feliz también con mi vida de antes, pero a mi Ramón Biaus me dio mi casa, me dio tierra, cuando yo en Ramos Mejía no me podía comprar ni una baldosa, siempre estuve corriendo detrás de la plata; todo lo usé para criar a mis hijos, y acá puedo tener algo mío por primera vez”.
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