Hace seis años, Mariela Heller fue a una consulta dermatológica que creyó sería de rutina, y salió de ahí en completo shock. “Andá pensando en comprarte una peluca”, le dijo la profesional que la atendió, y hasta ese momento nunca había escuchado la palabra “alopecia”, ni estaba al tanto de posibles tratamientos ni de lo que implicaría. Pasó por tres especialistas, empezó a investigar, y a tratar de buscar redes de contención de personas que estén atravesando situaciones similares. Tocó muchas puertas que no se abrieron, y en el camino atravesó una depresión. “Es muy importante no caer en la soledad, saber que hay espacios donde te pueden escuchar y entender”, expresa en diálogo con Infobae, y cuenta que a través de sus redes sociales se propone brindar aquello que le hubiera gustado recibir desde un primer momento.
Allá por 2017 fue a ver a su dermatóloga para hacerse un control de manchas de sol, pero días atrás había detectado un pequeño hueco en el cuero cabelludo, y decidió preguntarle qué podía ser. La respuesta la sorprendió por completo. “No sabía nada de alopecia hasta ese momento, no tenía ni la menor idea y de repente me enteré de que me iba a quedar sin un solo pelo”, recuerda sobre ese instante en que la invadió un estado de shock y solo pudo caminar por inercia mientras derramaba lágrimas cuadra tras cuadra. Analizándolo en perspectiva siente que la forma en que se lo comunicaron tampoco fue de las más empáticas, y sumado al desconocimiento, el combo resultó en desesperación.
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Se hizo más estudios, empezó a recorrer consultorios de tricólogos -especialista en la caída del cabello que conoce en profundidad todos los tipos de alopecia y posibles tratamientos- y confiesa que ese proceso no solo la afectó a ella, sino también a su marido y sus hijas. “Algunos creen que ‘es solo pelo’, o lo ven como ‘una cuestión estética’, pero no es así, porque cada vello del cuerpo cumple funciones biológicas importantes: desde la regulación de la temperatura corporal, la protección del sol en la cabeza, los cilios de la nariz están para prevenir las infecciones, hasta las pestañas, que protegen los ojos”, explica, y detalla que en su caso se trata de una alopecia universal.
“Mis cejas están hechas con la técnica de microblading, pero no tengo un solo pelo, y en el rostro, que es lo más expuesto, es donde se nota más”, comenta, y admite que aún hoy convive con la estigmatización social cuando sube a un colectivo o camina por la calle. Confiesa que los primeros tiempos evitó ir a cumpleaños, eventos, y se alejó hasta de sus amistades. “No quería hablar con nadie, no podía ni levantar el teléfono para comunicarme con otra gente que no sea mi marido o mis hijas, y entré en un estado de depresión”, expresa a corazón abierto. Poco después empezó a ir a terapia para abordar el gran dolor que sentía y el duelo que estaba atravesando.
“Se duela lo que se está perdiendo, que puede parecer poco, pero tiene una connotación social muy fuerte, y sobre todo para la mujer, por lo que le exige la sociedad en parámetros de belleza, e incluso tiene que ver con la historia, porque ya desde la civilización indígena el cabello tenía que ver con la fuerza, con el poder, y si perdía fuerza o se lo cortaban, simbolizaba perder estatus social”, argumenta. Sentía que caía en una profunda soledad y no encontraba la manera de salir de ese pozo, y poco a poco con sesiones de psicología y psiquiatría pudo reencontrarse consigo misma.
“Yo no me soportaba, no me quería ver a mi misma, no me quería bañar porque sabía que me iba a quedar con mechones de pelo en las manos, y sos tu peor enemigo en ese momento, porque se duela de la misma forma que en otras pérdidas, y la última etapa es la aceptación; pero empieza a jugar un factor desencadenante, que es la salud mental”, sostiene. Y aclara: “Al día de hoy la alopecia no tiene cura, sí hay tratamientos nuevos que depende el caso y la persona pueden funcionar con más o menos resultados, y son muy pero muy costosos”.
Incluso tuvo que hacer una gran inversión de dinero cuando comenzó a tomar una medicación inmunosupresora que costaba 300.000 pesos mensuales, y cada tres meses requería de análisis específicos para chequear su estado general y determinar si podía seguir tomándola. “Por más que hay varios tipos de alopecia que están consideradas enfermedades poco frecuentes bajo la ley 26.689, las obras sociales y prepagas no te cubren el tratamiento, por lo que es muy difícil acceder”, resalta. Invadida por las preguntas y las circunstancias que estaba viviendo, en plena pandemia empezó una búsqueda personal para conocer otros casos similares.
“Pensaba: ‘No puedo ser la única persona en el mundo que le pase esto’, y googleé en distintos lugares del mundo, hasta que encontré que en España hay dos asociaciones muy importantes y me comuniqué con una”, relata. Asegura que ese fue el primer paso a dejar de preguntarse “¿por qué a mí?” y transformarlo en un “¿para qué?”, para vislumbrar un propósito que se convirtió en una de sus misiones más importantes y enriquecedoras. “Supe que había una persona de Argentina que quería replicar lo que estaban haciendo en España, e hicimos la primera videollamada con los que iban a integrar el grupo de pacientes de distintas partes del país”, cuenta.
Aunque en un principio no fue la fundadora del espacio virtual, pasado un tiempo decidió que quería colaborar lo más que pudiera con la causa. “Empecé a trabajar ad honorem para el grupo porque sentía que no me alcanzaba con ser parte, quería producir material, ayudar a otros que necesitaran esa valiosa contención, e ir transformando el dolor y la angustia que tenía”, manifiesta. Hoy es ella quien lleva las riendas de la cuenta de Instagram @vivirconalopecia.argentina, y con orgullo detalla: ”Somos alrededor de 70 mujeres de Argentina y de Uruguay, y hace poco se sumó una mamá de una nena que vive en Chile”.
De a poco fueron recibiendo las consultas de padres de niños diagnosticados con alopecia infantil, y con emoción revela que gracias a las conexiones que establecieron dos nenas de 5 años se hicieron amigas y rompieron todas las barreras de la distancia con el uso de la tecnología. “Hay que entender que cuando se habla de enfermedades poco frecuentes es aproximadamente un 2% de la población, por lo que para los chicos es muy difícil encontrarse con alguien que se vea como ellos, y fue la primera vez que estas dos niñas hablaron con alguien de su misma edad que tenga alopecia, y ya están planeando conocerse personalmente”, indica muy emocionada por los lazos que se crean en medio del respeto, el sentido de comunidad y la empatía.
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“Me han preguntado: ‘¿Por qué te sacaste el pelo?’, y les he contestado que no me lo saqué, que se me cayó, porque siempre mi respuesta busca explicar para dar a conocer, salvo que venga desde la agresión, como cuando te gritan: ‘¡Eh, pelada!’, o te dicen ‘Oiga jefe’, porque te ven de atrás y te confundan con un hombre”, manifiesta. “Siendo adulta, tanto a mi como a mi entorno nos afectó mucho; y siendo grandes tenemos otros recursos para afrontar la mirada del otro, pero siendo menores de edad es duro luchar contra el bullying, el sentirse excluido, ser discriminado, y la única forma de combatirlo es con educación, porque la ignorancia es un gran problema, y lo desconocido genera miedo cuando no se sabe de qué se trata”, sentencia.
En su búsqueda de material descubrió que prácticamente no hay textos educativos en español que hablen del tema, tampoco cuentos infantiles, ni iniciativas artísticas. “Falta inversión en esos proyectos, que serían de gran ayuda para tantas personas que necesitan verse representados y mejorar su autoestima”, enfatiza. Sueña con que alguna vez incluyan en una publicidad a una mujer con alopecia, y entre risas y desparpajo acota: “Yo me ofrezco como modelo, tengo 55 años pero creo que puede ser una oportunidad para mostrar otro tipo de belleza”. En este sentido, otro de los anhelos que charló con sus compañeras de grupo y todavía está pendiente es la idea de participar de un desfile, algo que sería representativo y sanador para muchas.
Mirarse al espejo
“Hay chicas que tapan los espejos porque no se quieren ver, se desconocen, no se sienten ellas mismas cuando se miran, y es algo que también pasé”, confiesa. A su vez supo de muchos testimonios de personas a las que les costó mucho conseguir trabajo. “No es fácil presentarse a un empleo siendo una mujer pelada, y menos si es para atención al público, por todo lo que se le pide a una mujer”, asegura, haciendo referencia al peso de los estereotipos en torno a la belleza. Muchos le sugirieron que usara peluca, y sus hijas le regalaron una de pelo natural que cada tanto usa en determinadas circunstancias.
“Si voy a ir a un casamiento me la pongo, porque las miradas son tremendas y una no quiere ser protagonista ni opacar en un evento así, pero la verdad es que no es fácil económicamente; una peluca buena no es barata. Si bien hay pelucas solidarias, que solían utilizarse para pacientes oncológicas, que las usaban un tempo y las devolvían para que otras mujeres las usen, nosotras no podemos hacer eso, porque en general el grado de alopecia aumenta y las necesitamos siempre”, explica. Y aclara que en su caso elige usarla lo menos posible: “No veo la hora de sacármela, primero por la sensación de opresión en la cabeza, y después porque yo hoy ya me reconozco pelada, ya me puedo mirar y me gusta la persona que soy”.
Siente que aprendió mucho a lo largo del camino, y adoptó una postura más resiliente frente a la vida propia y ajena. “Entendí que nadie tiene nada comprado, que somos humanos y nos pueden pasar cualquier cosa en cualquier momento, que juzgamos al otro en vez de aprender a convivir con las diferencias y entender que la belleza pasa por otro lado; y no esa que es efímera y acorde a un canon social, sino la verdadera belleza que brota desde adentro, eso que se transmite y trasciende, sin importar las arrugas que tengas, y tiene que ver con la autoestima”, resalta.
Recapitula su propia historia y asegura que al principio “no podía ni escuchar”, y por eso entiende cuando algunas personas necesitan más tiempo para participar en el grupo, porque están transitando distintas etapas que conoce en carne propia. “Me gusta dar lo que me hubiera gustado recibir, y somos pacientes ayudando pacientes, en un espacio de contención que es importante que sepan que existe porque nadie se tiene que esconder, no hay de qué avergonzarse. Lamentablemente lo primero que sentimos es mucha soledad, y con este grupo tratamos de decirles que no están solos, que nadie los va a juzgar porque todos somos diferentes”, expresa.
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