Al mediodía del 18 de julio de 1994, toda la familia de Julio Barriga Loaiza planeaba encontrarse en Once. Sería un día feliz. El hombre tenía entonces 45 años y era el capataz de obra en las refacciones que se llevaban a cabo en la AMIA. Irían, juntos, a ver el fruto de sus duros años de trabajo como albañil: la camioneta que pensaba comprar. No pudo ser. A las 9.53 de ese lunes, un viento de odio arrasó todo: sus sueños, su paz, la vida de 85 personas y el edificio de la mutual judía. Pero a él, la bomba asesina no se lo pudo llevar. Julio sobrevivió. Hoy tiene 74 años y vive en su casa de siempre, en la localidad de Merlo. No sucedió lo mismo con su hermano, David, que murió sepultado bajo los escombros.
Julio nunca volvió a ser el mismo luego del atentado terrorista. Jamás logró dar vuelta esa página. El dolor y las imágenes del espanto continúan martillando en su cabeza. Por eso, siempre estuvo ausente en los actos de la AMIA cuando llega el aniversario. La culpa por la muerte de su hermano le carcome el alma. Una culpa que no es suya, por supuesto; es de los asesinos que volaron el edificio de la calle Pasteur 633. Solo una vez habló, y fue para un documental de la mutual judía. Él prefiere recordar por dentro.
Ilusiones de inmigrante
Su historia es como la de tantos inmigrantes que vinieron con los sueños que les negaba su tierra. Julio nació en Tarabuco, un pintoresco pueblo cerca de Sucre. Su hija Fabiola le cuenta a Infobae: “La familia de mi papá era muy humilde. Mi abuelo era carpintero y cosechaban papas. Mi papá vino sólo, a los 14 años, a trabajar. Entró por la frontera así, como medio... viste que en ese momento no se utilizaban tanto los permisos. Hizo changas y después fue asistente de albañil. Conoció a varios arquitectos, construyó vínculos. Y luego se casó con mi mamá, Vilma, que falleció hace seis años”. El matrimonio tuvo cuatro hijos: Liliana, Magali, Fabiola y Julio.
Al principio, los Barriga Loaiza vivieron en la localidad de Mariano Acosta. En el 94, cuando Fabiola tenía 15 años, se pudieron mudar a una casa mejor en Merlo Norte. “Mi papá la construyó desde cero”, cuenta con orgullo.
Con el tiempo, Barriga Loaiza conoció al arquitecto Andrés Malamud. Éste lo contrató para las obras de reconstrucción de los edificios lindantes con la embajada de Israel luego de la bomba que lo destruyó el 17 de marzo de 1992. Contaba Julio en el documental de la mutual judía: “Conocí la AMIA mediante el arquitecto Malamud. Me llamó a través de un hermano y me dijo si me interesaba hacer unos trabajos con él”.
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Andrés Malamud estaba desde marzo de 1994 al frente de las refacciones de la AMIA. Tenía 37 años, llevaba seis de casado y tenía dos hijas: Débora de cinco años y Astrid de tres. Y por la confianza que le tenía, volvió a contratar a Julio.
El bohemio de la familia
David, su hermano, era lo opuesto a él. Un bohemio al que le gustaba la música y vivía de tocar el acordeón en grupos folclóricos de Bolivia. Según Fabiola, llegó a la Argentina con su esposa y sus cuatro pequeños hijos para pasar unas “mini vacaciones” menos de un año antes del atentado, pero se fue quedando. “Mi papá me contó que hacía música desde muy chiquitito. Armaba baterías con las cosas que tenía mi abuelo, como latitas y palitos, y tocaba. Después aprendió a tocar teclados, alguien le prestó un acordeón y ahí surgió su amor por ese instrumento. A papá también le gustaba la música, pero tenía ese rol más de trabajar y querer hacer algo en su vida”, cuenta Fabiola.
Cuatro días antes del atentado, Julio le pidió a David si no quería ganar unos pesos ayudando a colocar unos revestimientos. La plata no venía mal y aceptó. Tenía 28 años y aunque Julio le decía que se comprara un terreno cerca suyo, él -que no llamaba por su nombre a su hermano mayor y en su lugar le decía “Papi”- le respondía que quería hacer una diferencia económica y regresar a Bolivia. Pero ese lunes, le pidió que luego de ir a ver la camioneta lo acompañara a una inmobiliaria para cambiar unos pesos a dólares. Parecía haber cambiado de planes, algo que alegró a Julio. “Papi, quisiera seguir trabajando con vos”, fueron sus palabras.
El mundo encima
El lunes 18 de julio, las obras estaban a punto de terminar. Como todos los días, Julio llegó entre las 7 y las 7.30 de la mañana. En el documental de la AMIA relató que a su hermano “lo había mandado a hacer el revestimiento de un baño, ahí justamente donde cayó todo. Esa mañana tenían que llegar materiales, inclusive llegó también un volquete, y fui a recibirlo. Por eso ya no llegué a ver a mi hermano. Si lo iba a ver, me iba junto con él”. También contó que “A las 8 empezábamos a trabajar. Tomé unos mates con mis amigos, los electricistas que tenían su último día de trabajo”. Ellos eran Hugo Basiglio y Martín Figueroa. Basiglio, que vivía en Los Polvorines, había sido colectivero, pero luego de un infarto estuvo un año y medio sin moverse. Después comenzó a trabajar como electricista y lo contrataron en la AMIA. Figueroa era tucumano, pero se vino a Buenos Aires a los 16 años. Hacía 25 años que estaba casado, tenía seis hijos, era afiliado radical, militaba y cada vez que podía ayudaba a sus amigos. A Hugo Basiglio le consiguió una casa y éste lo recomendó al arquitecto Malamud. Ese día, en rigor, ninguno de los dos iba a trabajar, sino a cobrar la plata por el fin de su trabajo.
El monstruo que llegaría a las 9.53 no avisó que se acercaba por la calle Pasteur. Dijo Julio: “Yo seguí, crucé un patio. A cada lado había un pasillo. Entré a una habitación donde había hecho unos arreglos. Abrí la puerta... Fue en ese momento, no sabía lo que estaba pasando. Se oscureció todo, fue una explosión. Llegó todo el olor a pólvora, digámoslo así. Todos los vidrios cayeron encima mío. Creo que estaba lastimado en la cara y lleno de polvo, no sabía por dónde salir... Y traté hacerlo por una cocina, por una ventana. Estaban los dos patios llenos de escombros, como un cerro, digamos. Veía todo al frente, los edificios estaban destrozados al otro lado de la calle. Y bajé por ahí. Creo que fui el único que salió por ahí. Y después traté de ver dónde estaba mi hermano... Esa parte ya estaba toda abajo”. No tardó en darse cuenta: “Al ver que cayó todo el edificio, supe que mi hermano estaba ahí. A veces pienso que él tal vez se fue en lugar mío”.
Doce personas que trabajaban en las obras de refacción de la AMIA murieron. Además de los cuatro mencionados, se sumaron el ingeniero mecánico Néstor Américo Serena, de 51 años, casado hacía 25, con tres hijos, que se cruzó con Julio instantes antes de la explosión y el 1° de agosto se iba a mudar a Santa Teresita para abrir una empresa de servicios para hoteles, comercios e industrias; el gasista Fernando Roberto Pérez, de 47 años; Rimar Salazar Mendoza, boliviano de 32 años, ex minero y llegado a la Argentina con su mujer y sus dos hijos; Danilo Villaverde, de 20 años, electricista que gustaba llevar el pelo largo como Axl Rose, su ídolo; Adhemar Zárate Loayza, boliviano de 31 años y Erwin García Tenorio, de quien AMIA no posee mas datos. Y dos hermanos: Juan Vela Ramos, de 21 años, y Eugenio Vela Ramos, de 17. A ambos, Julio los conocía bien: los llevó a trabajar y les había dado alojamiento en una habitación de su propia casa cuando no tenían un techo. “Ellos dos estaban en el sótano y se fueron. Otros dos sacaban las bolsas con lo que habían juntado el día sábado anterior”, contó Julio.
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“Después de haber bajado, ya no pude volver a subir porque no me dejaban. Eso es lo que recuerdo. Lo primero que quise fue ver a mi hija, que trabajaba en el Dupuytren. Y cuando fui, ella ya había venido. Y mi señora también, en tren. Así que me encontraron allá”, relató.
La familia de Julio se enteró del atentado escuchando la radio. Enseguida pusieron la tele, cuenta Fabiola: “Cuando nombraron a la AMIA no lo podíamos creer. Mi mamá y una de mis hermanas fueron a buscarlo. Yo me quedé en casa con mi hermano más chico. Ese mismo día que salió, recuerdo que vi a mi padre en la tele, pero no en qué canal”. Tiempo después, Fabiola confirmó su visión: “Hablando con una compañera, me contó que su sobrina hizo un corto sobre el 18 de julio. Lo miré y hay una parte del video donde reconozco a mi papá, porque tenía un buzo violeta y rulos. Es impactante, porque estaba como perdido, en estado de shock”.
Recién cuando regresó a su casa por la noche, Julio se quebró: “Estaba lleno de polvillo, hasta la cara. Y ahí me dijo algo que nunca voy a olvidar, ‘volví a nacer, no puedo creer que esté vivo’. Se puso a llorar, estaba derrumbado. Nos relató que estaba en el segundo piso, en la parte de atrás. Y mi tío, en la de adelante, no sabía si en el mismo piso o en el primero. Papá pensó que cuando cerró la puerta se le había caído el techo solamente a él. Pero cuando logró salir de entre los escombros, no entendía nada... Fue muy impactante, nos dijo que unos segundos antes estaba hablando con el arquitecto Malamud, con Basiglio, que era el electricista y amigo de él, que había venido a casa. Nos dijo que si se quedaba un segundo más con ellos, no la contaba. O si se hubiera ido a otro piso, cree que no estaría con vida hoy”. Julio buscó a su hermano los días siguientes. Iba al Clínicas con la esperanza de que estuviera vivo. “Estaban todos los nombres, pero no el de David”, contó. Alrededor de una semana después hallaron su cuerpo. A los hermanos Vela tardaron más en encontrarlos.
Poco tiempo después del atentado, la esposa de David tomó a sus cuatro hijos y regresó a Bolivia. “Nosotros no volvimos a tener contacto directo con ellos, solo a través de mi abuelo, porque vivían cerca”, lamenta Fabiola.
Sobreviviendo
La vida de Julio no volvió a ser la misma. Por ejemplo, nunca más aceptó un trabajo en la Capital Federal. “Solo hacía changas por acá, por la zona”, cuenta Fabiola. Hoy está jubilado y vive junto a su hijo menor en la misma casa que construyó con sus propias manos en 1994. Cuando llega el aniversario del atentado, Fabiola cuenta que su papá se pone muy mal. “Excepto en uno en el que pusieron árboles con los nombres de las víctimas, él nunca participó en ningún acto, no quiere saber nada. No quería ni siquiera ir a declarar a la justicia, lo tuvieron que venir a buscar. Me decía que fue porque si no lo llevaban preso, fue obligado. La otra vez hizo un recordatorio con el Chango Spasiuk, fue algo bastante particular porque homenajeaban a mi tío desde otro lugar, desde la música y le gustó. De hecho se emocionó, pero cuando volvió a casa se puso otra vez muy mal. Siempre le dijimos que vaya a terapia, porque durante mucho tiempo tuvo pesadillas y cualquier sonido fuerte lo impactaba. Pero no sé si algo tan fuerte se puede superar con el paso del tiempo”.
Fabiola, que trabaja para el Ministerio de la Mujer, tiene 44 años y un hijo, ensaya una explicación: “A mi familia le cuesta un poco más ‘apropiarse’ de ese momento, aunque no se si es la palabra... Yo entiendo y respeto que prefieran el silencio que salir a pedir justicia. Yo soy más de otro palo. Por ejemplo, no hay un 24 de marzo en el que no esté en una marcha. Pero nunca fui a los actos de la AMIA porque, te repito, siempre respeté la decisión de mi papá, pero ahora me invitaron y voy a estar leyendo los nombres de las víctimas, el nombre de mi tío”. Para ella, su presencia es “una manera de tener la memoria activa, de decir bueno, todavía seguimos exigiendo justicia aún después de 29 años. No se puede creer que hayan pasado tantos años, porque realmente parece que fue ayer. Si ves a mi papá, cómo se quiebra y cómo se pone, te das cuenta de que para él no pasó el tiempo”.
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