En octubre de 2006 Dorothee llegó a la Argentina, venía de su Bélgica natal, y aunque todavía no lo podía expresar, ya sentía el deseo de quedarse. Una de las primeras palabras que aprendió fue “despacito”, para pedirle a los demás que hablaran más lento. Empezó a hacer amigos, a trabajar como operadora técnica haciendo uso de su primer idioma, el francés, y cada una de esas decisiones compusieron lo que ella llama “su segundo nacimiento”. Más tarde conoció emprendedores que la inspiraron a apostar un proyecto propio, y cambió de rumbo varias veces hasta encontrar el crochet. Mientras creaba accesorios y una gran variedad de ramos artesanales, afloró de su interior la vocación de tejedora. Por mucho tiempo no encontró una explicación a lo que le había sucedido durante su infancia, adolescencia y juventud, hasta que empezó terapia y le puso nombre a lo que estaba padeciendo. En diálogo con Infobae, cuenta su historia desde la humildad de un camino recorrido en la búsqueda de recuperar su felicidad.
Entre mate y mate, con una sonrisa y su mirada luminosa, atiende a cada uno de los clientes que se acercan a su stand en la Feria’s Rita en el barrio de Boedo, que congrega a varios emprendedores todos los meses. Todavía no lo sabe, pero es su día de suerte, porque al final de la jornada será la ganadora de un sorteo que le va asegurar un puesto gratis en la próxima edición. Cuando empieza a hablar muchos le preguntan de dónde es, y entre risas admite: “Soy de Bélgica, pero yo me escucho a mí misma re porteña”. Su mesa está llena de colores, y cada creación tiene detalles tejidos a mano: desde hebillas, tulipanes de una amplia gama de tonos, hasta lavandas y lirios, aromatizados con distintas fragancias.
Para hacer cada una de las artesanías trabaja a cuatro manos y patas, porque en el taller de su casa siempre la acompaña su gata Mila Charly, que tiene bigotes bicolor, y por eso su segundo nombre está inspirado en el ícono de rock nacional, Charly García. “Agradezco haber hecho las valijas hace 16 años, porque de otra forma no estaría acá para contarlo”, confiesa sobre los profundos motivos que la trajeron al suelo argentino. Y agrega: “Desde chica siempre sentí que quería estar en otro lado; mi mamá es italiana, es hija de inmigrante, y tengo familia en Italia, y cada vez que me iba de vacaciones a algún lado pensaba: ‘Capaz me quedo’, pero nunca lo hice, hasta que vine a Buenos Aires”.
Hasta sus 30 años vivió en Charleroi, una ciudad que está a 50 kilómetros al sur de Bruselas, también llamada “le pays noir” (el país negro), por las extracciones de carbón y el reflejo grisáceo que dejó en las paredes de las viviendas. “A pesar de haber estudiado teatro, de haber trabajado de eso, y por más que parecía que tenía todo, en el fondo me faltaba encontrarme conmigo y no encontraba ese famoso ‘propósito’, que siempre uno busca y lo va construyendo, y quería aprender a abrirme a una vida culturalmente distinta”, explica. Primero pensó en hacer un intercambio lingüístico en Australia para aprender inglés, hizo las averiguaciones, e incluso comenzó los trámites, pero todo cambió cuando tuvo su primera computadora y recibió una invitación que no quiso dejar pasar.
“El departamento que alquilaba lo dejé, corté con el contrato de trabajo que tenía, y me conecté a través del Messenger con una amiga argentina que me dijo: ‘¿Y por qué no te venís para acá?’, y me encantó, enseguida empecé a prepararme para ir”, recuerda. Sacó los boletos ida y vuelta, y estuvo dos meses en la capital porteña, aprendiendo español, conociendo lugares y aunque internamente sabía que quería quedarse, regresó a su casa. “Por más que tenía a mi familia y a mis amigos, cuando volví a Bélgica no me sentí bien, algo se despertó en mí en Argentina, porque a lo largo de mi vida me había sentido como ‘una persona triste’, y así había llegado, como alguien que sentía mucho fracaso interno, que no entendía el por qué de la vida”, revela. Y asegura: “Una sola vez dudé, pero a los seis meses hice las valijas de nuevo y volví para no irme más; lo hice porque para mí era una chance de seguir viviendo, sentía que acá había una vida por vivir”.
La idea no fue fácil de aceptar para sus padres, y aunque hoy la apoyan mucho, en ese entonces los tomó completamente por sorpresa. “Mi mamá, que fue a buscar algo mejor a Bélgica para que a sus hijos no les faltara nada, me decía: ‘¿Por qué te vas si acá tenés todo?’, encima me iba sola, a los 30 años, y me pedían que tuviera mucho cuidado”, relata, y cuenta que lo más difícil era contestarles esa pregunta, cuando ella todavía estaba averiguando sus propias respuestas. Su padre fue quien lo tomó de forma más positiva, y mucho después le confesó que él también había querido probar suerte en otro país durante su juventud, pero sus padres no le dieron permiso y jamás se fue. “Sin saberlo yo estaba realizando un sueño que también era de él”, manifiesta.
Empezar de nuevo en Buenos Aires
Dorothee emprendió una incesante búsqueda desde que volvió a Buenos Aires, y esta vez para asentarse de manera definitiva. “Me sentí muy bien recibida por todas las personas que me fui cruzando, desde un principio fue como si me abrieran las puertas de su casa, sumado a las similitudes de la arquitectura con algunos lugares de Europa, me hicieron sentir como en mi casa enseguida; y yo quería quería hablar, quería comunicar, no quería quedarme solo en la comunidad francófona”, cuenta con entusiasmo. Todos le decían que tenía cierta “tonada” cuando se animaba a conversar, y se esforzaba por sonar más neutra. “Quería confundirme con el resto de la gente, quería sentirme de acá, pero después me di cuenta que voy a seguir teniendo errores, que siempre estoy aprendiendo, y me acepto como soy, ya no me molesta para nada”, asegura.
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Su primer trabajo fue como operadora técnica en un call center, donde atendía el teléfono a las cinco de la mañana para hablar con personas de la comunidad europea desde la capital porteña. “Cuando empecé a tener amigos me abrí al mundo del emprendedurismo, y se me dio por el lado de maquillaje y peinado, y estuve unos años trabajando en eso”, comenta. Hubo experiencias inolvidables, como maquillar novias en su gran día, proyectos fotográficos de valor social que la llenaron de motivación, pero a medida que pasaba el tiempo la idea de dedicarse a eso a largo plazo se iba esfumando.
En aquellos años donde se dedicaba al mundo del make up, se cruzó de forma inesperada con su gran amor, Lisandro, su marido argentino. “Fue hace casi diez años que nos conocimos en un cumpleaños al que yo no iba ir, porque en realidad una amiga mía era la que estaba invitada, y me pidió que la acompañe; ahí lo vi, empezamos a hablar y empezó nuestra historia”, cuenta. Cuando ella quiso cambiar de rubro y aprender corte y confección, él fue el primero que le dijo: “Sí, claro, si eso te puede hacer más feliz”. Implicaba lanzarse de lleno a trabajar por su cuenta, dejar el contrato laboral que tenía, y una vez más seguir el instinto que le decía que se estaba acercando a su verdadera vocación. Además, poco después comenzó la pandemia de coronavirus y los eventos sociales dejaron de ser una opción laboral.
“Me compré una maquinita de coser chiquita, y empecé de a poco. Hice barbijos, vendí algunos, hice vinchas, moños, más adelante poleras, remeras, y me gustaba cómo me estaba saliendo, y un día le conté a mi papá y me dijo que mi abuela era modista y mi bisabuela era sastre, otra cosa que yo no sabía; así que lo tomé como una forma de volver a hilar algo a través de la costura, de crear, y de aprender de las dificultades también, de hacer y tener que deshacer, de convivir con la frustración de otra manera, sabiendo que el camino se puede retomar”, expresa. Sin embargo, en medio de la cuarentena obligatoria volvió a dudar si estaba haciendo lo correcto.
“Me pregunté: ‘¿Quiero hacer esto? ¿No quiero volver a un trabajo de dependencia? ¿A algo que me asegura un poco más mi economía?’, porque también cuando arrancás como emprendedor cambiás la actitud, estás más abierto a reinventarte, y empezás a repreguntarte si vas bien, y di clases de francés un tiempo para reforzar mis ingresos”, cuenta. Cada nueva prenda que hacía la compartía en su cuenta de Facebook, y a una amiga que es psicóloga le llamó la atención lo que escribía en sus posteos. “Ella notó algo en mi discurso, se dio cuenta de que no me sentía bien, habló conmigo, y al poco tiempo empecé terapia con otra profesional y ahí por primera le puse nombre a lo que me había pasado desde chica: ‘depresión’”, confiesa a corazón abierto.
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“En pandemia saltó mucho más en mí, y aunque todavía nos falte cambiar como sociedad y hablar mucho más de salud mental, siento que acá se habla bastante más que en Bélgica, que si bien se evolucionó un poco, allá sigue siendo mucho más difícil escuchar que alguien va a un terapeuta, que solicita una ayuda profesional; todavía hay muchas barreras internas y externas que superar para salir de la postura cerrada”, argumenta. Y resalta: “Las enfermedades mentales no son cosas que uno se inventa, tampoco es algo que uno pueda superar solo, y se necesita acompañamiento para salir adelante porque el estar en buenas manos es fundamental”.
Renacer entre hilos
Hace poco más de un año, en el invierno pasado, retomó un pasatiempo que la ayudó a conectarse más con su parte creativa. Todo había empezado mucho antes, durante un viaje a Bariloche donde visitó a una amiga que es tejedora, que frente a su curiosidad por aprender crochet le dio dos agujas, una bolita de lana, le mostró algunos puntos y la impulsó a hacer. En ese entonces seguía con el emprendimiento de maquillaje, y aunque aplicó esos conocimientos cuando tejió pads desmaquillantes con hilos de algodón, no fue hasta el 2022 que empezó a darle prioridad al tejido.
“Un día en Instagram vi unas flores tejidas y pensé: ‘¡Oh, pero qué lindo!’, no lo había visto antes y me quedó en la mente. Algo me pasó, empecé a investigar, y a diferencia de las veces anteriores, que en la costura quería tener todas las telas, en make up quería tener todos los productos; en esto no, solo me compré unas pocas lanas y empecé de a poco, dejando que eso creciera en mí, dándome tiempo para convivir conmigo”, narra. Con el tiempo entendió que su interés pasaba por la utilidad que se le pudiera dar a cada creación que hiciera.
“Quería algo que las personas puedan llevar puesto, me concentré en accesorios chiquitos, y en las flores me decidí por tulipanes. Las hacía para mí, hasta que arranqué a publicar en Instagram”, revela. Su círculo cercano la apoyó desde el inicio del proyecto, y la ayudaron a organizarse para emprender, esta vez con una nueva metodología. “Aprendí que tenía que planificar, y yo decía: ‘¿cómo se hace?’, si toda mi vida me lancé sin planear mucho, avancé y fui aprendiendo como pude; pero entendí que era importante hacer un curso de finanzas y otro de marketing para emprendedores, porque tenía que saber más o menos de qué se trataba eso, y tener algunas herramientas sobre cómo ofrecer mis productos”, indica.
El amor es el hilo conductor en la vida de Dorothee, y por eso ni bien acumuló conocimientos se dispuso a compartirlos. En marzo último hizo un taller en su casa donde brindó sus saberes a sus primeras alumnas, en un espacio libre de exigencias. “No importaba cómo les saliera la flor, porque el crochet también tiene su complicación, su técnica, y en un principio decís: ‘¡Me falta una mano, me falta algo! ¡No puede ser!’, y después fluye”, dice entre risas. En aquel encuentro una de las jóvenes le preguntó por qué a pesar de estar usando los mismos puntos las flores les salían a cada persona distintas, y le respondió con honestidad, apelando a su filosofía de vida.
“Por un lado está el querer hacer algo único, y por otro está la parte que todo ya se hizo, porque uno se inspira en tutoriales, y es importante quitarse el miedo con eso. Yo pienso: ‘No copio a nadie y nadie me va a copiar’, porque lo que hago lo hago yo, siendo esta persona única, no se no puede repetir; así alguien haga un tulipán, o algo similar, no va a ser igual, y entender eso me ayudó un montón como persona”, reconoce. Agradece a su compañero de ruta, que es un apoyo constante, y a su red contenedora de amigos. “Son los primeros que te bancan, que están ahí, que te alientan, que se llevan una flor”, comenta conmovida.
A la par del emprendimiento retomó su rol de operadora técnica, pero con menor cantidad de horas, y eso le brinda la posibilidad de tener más tiempo para crear en el taller. “Si bien hubo valentía en decidir hacerlo, también en el camino me encontré con personas súper valiosas, que me dieron un lugar, creyeron en mí y me hicieron sentir que todo es posible; que me dijeron: ‘¿Y por qué no?’, y eso estando en Bélgica no lo tenía”, reflexiona. Y agrega: “Estoy muy consciente de que soy privilegiada en un montón de aspectos, con mi trabajo, y vivir con alguien que también enfrenta conmigo la parte económica; quizá alguien que está solo con un emprendimiento como éste le puede resultar más complicado, pero capaz no y le va muy bien, todo depende de la situación”.
Después de casarse fue a Bélgica para visitar a su familia y presentarles a su marido, unas vacaciones que disfrutó mucho. “Ahí se tranquilizaron más porque lo vieron muy compañero desde el primer día”, reconoce con humor, y cuenta que hace cinco años hizo el último viaje relámpago. “La pandemia hizo que se estiraran más los tiempos, pero ahora por fin en agosto voy a ir a verlos y me quedo tres semanas a compartir con ellos”, proyecta con alegría. A los 46 años, ya no tiene dudas sobre el retorno, y con convicción afirma que “su vida está en Argentina”. “Acá es donde absolutamente todo empezó, acá es donde me salvé, donde pude desterrar la idea de que no era buena persona y entendí que soy un ser humano que atraviesa distintos momentos, que me equivoco y trato de transformarlo”, expresa.
Aquello que antes consideraba “fracasos” lo cambió por palabras más amables, como “aprendizaje, crecimiento y evolución”. En su cuenta de Instagram -@milasdeflores- define sus tejidos artesanales como “regalos atemporales de paz y bienestar”, y son múltiples los usos que se le puede dar a cada flor aromatizada: pueden perderse entre la ropa para perfumar prendas, lucirse en jardines interiores y exteriores, obsequiar en forma de ramo, ser el bouquet de una novia, decorar un ambiente, o convertirse en un gesto inolvidable. “A través de los hilos busco dar amor y si eso es lo que está llegando, entonces estoy ganando mucho”, concluye Dorothee.
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