“Calles calientes/ terror en la gente/ malas noticias/ la muerte es primicia hoy (...) Tienes que ayudarme a cambiar el mundo”, cantan Los Gardelitos, la banda de rock argentino que escucha desde adolescente y que acompaña el camino de Paulo Milanesio en Ucrania, mientras recorre los restos de la ciudad devastada por la guerra.
Es ingeniero civil y coordinador general de Médicos Sin Fronteras de España en Ucrania, donde llegó por primera vez en mayo de 2022 y se quedó hasta octubre de ese año como Coordinador de Emergencia. En enero de este año regresó por segunda vez y hace quince días volvió: estará allí cinco meses más.
“¿Si tengo planes para cuando regrese a Rosario? ¡Si!, son necesarios los planes mientras se está acá”, dice durante una llamada en la noche ucraniana el hombre que luego de ejercer la profesión sintió que su vocación estaba en otra parte y descubrió que podía aplicar sus conocimientos técnicos al servicio humanitaria. Con ese objetivo, se unió a Médicos sin Fronteras y en poco más de tres años trabajó en la organización de la misión en Yemen, Camerún, Etiopía, Mozambique, Senegal y Mauritania.
Amante del futbol, sufrió en soledad casi todos los partidos que la Selección Nacional disputó en el Mundial de Qatar, pero, acostumbrado a las proezas, le preguntó a su hermano, que estaba en España, si quería arriesgarse a ver la final de la Copa del Mundo. Fueron. El penal de Gonzalo Montiel que coronó la victoria para los nuestros lo ayudó a derramar, con la excusa de ese momento de felicidad, todas las lagrimas que tenia guardadas tras los meses de guerra. “Fue increíble”, dice.
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Hacer de la vida una misión
El destino siempre pareció indicarle una cosa, pero él fue por otra: nació cerca de la cancha de Newell´s Old Boys, pero es hincha de Rosario Central. A finales de 2008, Paulo se graduó de la Universidad Nacional de Rosario y al año se mudó a Barcelona y cursó un Máster en Cooperación Internacional en la Universidad Politécnica de Cataluña, se especializó en contextos de violencias y guerras, básicamente conflictos armados.
Con las herramientas que su profesión le dio, diez años atrás, entendió que podría hacer labores humanitarias y sociales; así se unió a una ONG que se especializa en abastecimiento de agua (entonces hizo el máster). Trabajó en España, Inglaterra, Francia y hace dos semanas regresó, por tercera vez, a Ucrania.
A Médicos sin Fronteras se unió en junio de 2020 donde coordina un equipo, donde están los responsables de la actividad médica, entre otros profesionales. “La idea de trabajar en emergencias humanitarias comenzó a gustarme, a darme cierta adrenalina porque la exigencia de energía es al máximo, y eso también requiere de mucha entrega”, admite.
Su tarea es recorrer las distintos ciudades del mundo para ayudar adonde haga falta, donde Médicos sin Fronteras necesite estar y él los coordina. En Ucrania, presta auxilio a los civiles que damnificados por el conflicto bélico. “Mi labor es garantizar la seguridad de nuestros equipos y pacientes, lo que significa mantener relaciones con el gobierno para acceder a las zonas más complejas, donde están las personas más vulnerables”, explica.
Durante la misión, la ONG cubre distintos aspectos además de la salud porque, aquellos que lo perdieron todo, necesita cubrir sus necesidades mínimas además de contención emocional. Por eso, se los alimenta, se los provee de ropas, colchones y mantas, elementos de higiene personal y de cocina para que puedan cocinar los alimentos que les entregan. “Mucha gente salió de su casa, la destruyeron y se quedó sólo con lo que tenía puesto, pero además, pasaron mucho tiempo viviendo en sótanos o refugios antiaéreos, perdieron a sus seres queridos y deben vivir otra realidad”, lamenta y dice que entre ellos, hay niños y adultos mayores que no pudieron escapar y quedaron atrapados en medio de los estruendos de la invasión rusa.
En su equipo hay otras seis personas que desempeñan distintas tareas, desde lo médico a los papeles administrativos. En todo el país hay más de cien extranjeros y unos quinientos nacionales.
En este contexto, Paulo —al igual que cada miembro de la misión— combina su vida laboral con la personal. “Es entender que esta es la vida que elegí, con todo lo que se deja de lado. Intento mantener contacto con mis amigos, con mi familia en Rosario e intento, cada vez que tengo un descanso, conectar con ellos. Pero esta es una decisión de vida que tiene una parte muy vocacional en donde, evidentemente, hay muchas cosas que se van dejando de lado como el día a día, el vivir una vida un poco más estándar, esas cosas se van perdiendo y es parte de esto porque es una decisión tomada”.
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Emocionado, sigue: “Para mí, esto, además de un trabajo es una escuela de vida por todo lo que me va enseñando, lo que está dejando, lo que me está nutriendo... Es crecer como persona al escuchar historias de la gente con la que te encontrás en los lugares donde trabajamos, las comunidades que están bajo bombardeos, y contactar con ellos y convivir con ellos es parte de mi vida, es lo que me hace lo que soy. No son dos vidas diferentes, es todo parte de lo mismo, pero claro que no hay que dejar de lado esa partecita tan de adentro de uno que es la casa la familia, los amigos, la chica que te gusta, lo que sea, pero es importante no perderlo”.
Las pasiones también son dejadas de lado durante esas misiones. En su caso, lo son ir a recitales de rock, bailar cumbia e ir a ver a Rosario Central. “Mi adolescencia fue muy rockera: Los Piojos, La Renga, Charly García, Los Gardelitos... Y cuando estoy en casa vuelvo a esas bandas, como esta ultima vez que estuve en Rosario y me di una inyección de rock y cumbia, que es la música que me gusta, de un extremo al otro, para poder venir a Ucrania más recargado. Fui a ver a La Renga y a Los Gardelitos, pero cuando te toca ver las cosas, las que se ven en un contexto de guerra, la pasión por ahí toma otra dimensión y hay ciertas pasiones que empezás a relativizarlas, no se deja de tener ni de disfrutar, pero se ven de otro lado, y eso es algo que esto me ha enseñado”.
También, dice, que es necesario para él como para el resto de las personas que están en misión tener contacto con especialistas y con quienes están viviendo el conflicto. Paulo habla mucho con la gente local, que les toca vivir situaciones muy extremas y que están peleando por sus vidas y por la de sus comunidades.
También destaca lo que siente que es lo más importante estando en medio de un conflicto. “Siempre hay que ponerse planes y proyectos a cumplir. Mi hermano está haciendo un viaje extraordinario por toda América haciendo fotografías y montado en su bicicleta, así que en diciembre, cuando regrese, mi plan es unirme a su viaje. Va a ser complicado porque él ya lleva muchísimos kilómetros y yo acá lo último que puedo hacer acá es subirme a una bicicleta, pero bueno iré con la ilusión y el deseo de estar y compartir con él. Mi otro gran plan es volver y estar en el Río Paraná, que es hermoso”, cuenta.
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La felicidad en medio del dolor
El Mundial de Qatar dejó huellas en todo el mundo y en cada argentino. A Paulo le tocó verlo de dos maneras completamente distintas.
“Casi todos los partidos los vi en hoteles o donde podía. Los penales de Holanda, por ejemplo, los escuché por una radio porque no tenía internet para verlo, la Semifinal la vi en España, ahí estaba mi hermano y antes de que empezara el partido le dije: ‘¡Si ganamos y llegamos a la final tenemos que viajar a verla! ¡Tenemos que ir a Qatar!’... ¡Hicimos un viaje de locura! Fuimos, llegamos el viernes, estuvimos dos días buscando entradas, por tres días no dormimos, pero las conseguimos”, cuenta emocionado.
No sólo que estuvieron en el estadio qatarí donde las miles de almas vibraban sino que el lugar fue casi un regalo divino. “Estábamos justo detrás del arco donde Montiel pateó el último penal... ¡Lo vimos ahí nomás! Esto es lo que también tiene trabajar em Médicos Sin Fronteras: pasar constantemente un extremo a otro y tener también ese espíritu aventurero. Fue increíble, extraordinario que jamás olvidaré. Lo cuento y aún no lo puedo creer”, finaliza.
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