Sobrevivió al hundimiento del Belgrano, estuvo 40 horas a la deriva y cuenta su vida en el teatro

Rubén Otero, uno de los veteranos que participa de la obra Campo Minado, lo llevó a contar, en primera persona la historia de su vida. Ahora, se lanza con proyecto propio: “Seguir a flote”. Tiene una gráfica, integró una banda tributo a Los Beatles y pudo encontrar un sentido a su vida tras el paso por la guerra de Malvinas

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Rubén Otero había nacido en
Rubén Otero había nacido en Mataderos, donde vivió toda su vida. Cuando fue sorteado para el servicio militar, le tocó Marina (Gentileza R. Otero)

Ese 2 de mayo de 1982 Rubén Otero dejó el comedor donde había ido a merendar y cuando salió a tomar la guardia se cruzó con el compañero que tenía que relevar. En el Crucero General Belgrano hacía guardia de 4 a 8 de la mañana y de 16 a 20 en el cuarto de agua dulce, en la proa. Debía controlar los niveles de los tanques.

Su compañero le dijo que se quedase tranquilo, que estaba todo en orden. Camino a su puesto, se dio cuenta que tenía un poco de barba y decidió afeitarse. Fue al dormitorio a buscar la máquina. Camino al baño sintió un estruendo terrible y se cortó la luz.

Escuchó gritos, el ambiente se llenó de humo, era difícil respirar; de pronto lo sorprendió una segunda explosión. Que los ingleses los habían atacado, escuchó que gritaban. Era la guerra en vivo y en directo. Esa misma guerra que, cuarenta años después, él decidió contarla en modo de obra de teatro, escrita y protagonizada por él, y con un título que lo dice todo: “Seguir a flote”.

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Rubén Otero nació en Mataderos el 28 de mayo de 1962. Por la mañana trabajaba en una fábrica de alambre de cobre y por la tarde estudiaba en el ENET 17. En sus aulas, junto a sus compañeros, escuchó por radio el sorteo para el servicio militar: le tocó el 935. El 1 de octubre de 1981 lo incorporaron a la marina y, luego de dos meses de instrucción, fue destinado al Crucero General Belgrano.

Bajando la escalera era donde
Bajando la escalera era donde Otero hacía guardia dos veces al día. Hacia allí se dirigía al momento del ataque (Gentileza R. Otero)

La primera vez que lo vio le pareció muy grande, imponente, y se preguntó cómo algo así podía navegar. Por su formación en un colegio industrial, fue destinado al departamento de máquinas, aunque su función se limitaba a la limpieza de la sala de generadores de energía y motobombas.

Se enteró de la guerra cuando el 2 de abril los hicieron formar en el muelle y les contaron sobre el operativo de recuperación de las islas. Los trabajos de mantenimiento se intensificaron y el 16 de abril zarparon.

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Unos días antes, lo autorizaron un fin de semana para ir de franco a Punta Indio. Pero la realidad es que necesitaba ir a Mataderos decirles a sus padres que estaba bien, que no debían preocuparse. Fue unos tramos en micro, otros a dedo. Recuerda a Infobae que llegó un sábado, quería saludar a su papá que estaba muy enfermo. Les dijo que se quedasen tranquilos, que si llegaba a ocurrir algo, se tiraría con un salvavidas a una balsa y esperaría a que lo viniesen a rescatar. Tuvo un presentimiento de que no le pasaría nada. Se quedó en su casa hasta el día siguiente y estuvo el lunes temprano de nuevo en el servicio.

Punta Alta, al mes de
Punta Alta, al mes de la instrucción, con sus padres Ana María y Norberto (Gentileza R. Otero)

Ese 2 de mayo, cuando el buque fue torpedeado, Otero atinó a buscar su salvavidas y se dirigió a la cubierta principal. Percibió cómo se inclinaba el buque, era difícil caminar con el piso resbaladizo por el derrame de petróleo. Dirigiéndose hacia popa, recuerda las luces rojas de las bengalas que disparaban en señal de auxilio.

Les ordenaron arrojar por la borda los tambores de combustible del helicóptero, que estaba en el hangar. Mediante un pasamano, se tiraron las municiones de los cañones de cinco pulgadas que estaban en cubierta. Les indicaron ir hacia la banda de estribor, mientras el departamento de control de averías se desvivía por mantener el barco a flote.

Cuando se dio la orden de abandonar el buque, arrojaron la balsa, que en el agua se infló y quedó con el piso para arriba. Ayudándose con el oleaje, pudieron darla vuelta. Fue el primero en abordarla. Detrás lo siguieron sus compañeros.

Primero a la izquierda Otero,
Primero a la izquierda Otero, con una venda sobre el ojo izquierdo, producto de un golpe que recibió accidentalmente con un matafuego. Arriba en el medio Mario Vilánez, al que ayudaría a salvar de las aguas (Gentileza R. Otero)

La balsa estaba muy pegada al buque y se corría el riesgo de que fuera succionada cuando la nave se hundiese. Usaron sus manos como remos pero la corriente llevaba la balsa hacia la proa, donde afloraban peligrosas puntas de metal, producto de la explosión del torpedo. Era inevitable que cuando la balsa tomase contacto con ellos, se rompería.

Había que saltar a otra.

A los gritos, Otero alertó de esta situación y de la necesidad de abandonar esa balsa. Saltó a otra balsa y de ahí a otra. Lo siguieron el suboficial Cudina y el cabo segundo Vilárez pero éste, cayó al agua.

“¡Rubén, ayúdame a subir!”, le pidió. Lo tomó del brazo, pero no lograba asirlo por el petróleo que se había impregnado en sus ropas. Entre varios, lo tomaron de las axilas y del cinturón y lograron rescatarlo.

Desde la balsa que ocupaba,
Desde la balsa que ocupaba, Otero distinguió el lugar donde debía tomar la guardia minutos antes de que impactase el primer torpedo

La balsa, mientras tanto, había vuelto muy cerca del buque, ya casi hundido. Otero recuerda cómo el agua pasaba sobre su cubierta y bajaba en forma de cascada y se metía dentro de la balsa.

Cuando hacían lo imposible por alejarse, una burbuja gigante les dio un envión y los alejó lo suficiente. Otero distinguió el cuarto de agua dulce, donde debía ir a tomar la guardia. Estaba al aire libre.

Así vio cómo el crucero desaparecía de las aguas.

Comenzarían largas horas de supervivencia. Eran 22, estaban apretados, se alegraron porque ayudaría a mantener el calor. Se dedicaron a sacar el agua que había quedado dentro. Mientras el teniente Morris, jefe de la balsa, insistía en que no se quedasen dormidos. Se turnaban para hacer guardia para esperar el rescate.

Otero en medio de su
Otero en medio de su obra, donde combina relato, emoción y reflexión (Gustavo Gavotti)

Ensayó un chiste para distender, que seguro que cuando fueran rescatados, lo bueno es que le darían de baja. Pero nadie dijo nada. Decidió callarse.

Esa primera noche pasaron mucho frío y con violentos sacudones por el furioso oleaje.

Al amanecer escucharon el sonido de un motor. Un avión los sobrevolaba y vieron cómo, desde la cabina, les hacían señales con una linterna. Los habían visto. Pero las horas pasaban y no iban por ellos.

Llegó la noche. Cuando en el horizonte vieron luces, el teniente ordenó que a la cuenta de tres gritasen al unísono. Arrojan luces de bengala. Pero nada sucedió.

Al día siguiente, finalmente, fueron rescatados por el Destructor Bouchard. Habían pasado 41 horas. Cuando lo subieron a la cubierta, Otero no sentía las piernas. Solo había comido dos terrones de azúcar.

Otero en su otra faceta,
Otero en su otra faceta, la de baterista de una banda tributo a los Beatles

Luego de un baño, tomaron algo caliente y fueron a descansar. Al mediodía les indicaron que podían ir al comedor a almorzar o bien podían comer en el lugar donde estaban. Cuando le sirvieron pollo, recordó un sueño que había tenido en la balsa: su mamá le alcanzaba un plato con una pata de pollo y cuando se despertó sintió el sueño tan real que le pareció increíble estar a la deriva en el medio del océano.

El 5 de mayo arribaron a Ushuaia. Recordó a una persona que venía gritando por el muelle “¡ahí vienen mis valientes!”. Era el capitán Héctor Bonzo.

En la cubierta del Bouchard, el comandante abrazó a uno por uno y, a pesar del tiempo transcurrido, Otero se emociona con el recuerdo. En el aeropuerto de Ushuaia, se reencontró con otros de sus compañeros y todos preguntaban por los que no veían.

En avión fueron hasta Puerto Belgrano y el 6 de mayo por la noche salieron en micro hacia la ciudad de Buenos Aires.

Viajaron toda la noche. A las 7, vio que el micro que iba por la autopista Riccheri tomó la avenida General Paz. Le preguntó al chofer si lo podía dejar sobre Emilio Castro, que estaba a diez cuadras de su casa. Que no, que debía llevarlos al Edificio Libertad, pero le insistió tanto que una cuadra antes, resignado, le abrió la puerta. “¡Bajate!”.

El ataque al Crucero General
El ataque al Crucero General Belgrano y las 41 horas que estuvieron a la deriva son claves en la obra (Gustavo Gavotti)

Cuando comenzó a caminar por la calle paralela a la General Paz, escuchó el ruido del motor de un auto que le resultaba conocido. Era el Tanus de su tío Toto, que trabajaba en la municipalidad. Terrible sorpresa se llevó cuando Otero le golpeó la ventanilla, no podía creer lo que veía.

El barrio estaba preparado. Como creían que llegaría de noche, habían instalado luces en la calle. Colgaban de todos lados banderas y una sábana en la que habían escrito “Bienvenido Rubencito nuestro héroe del General Belgrano”.

La madre Ana María y los hermanos Miguel y Luis lo abrazaron, sin soltarlo. Su papá Norberto -más conocido como el Negro- enfermo en cama, no pudo salir. Cuando entró a la habitación, Rubén sintió que su mirada lo decía todo, y ese abrazo que se dieron dejó una marca para toda la vida.

Hasta la madrugada contó, una y otra vez lo que había pasado, a cada uno que se acercaba a saludarlo. El sintió que no había nada que festejar por sus compañeros que se habían ido con el buque.

Al otro día organizaron una reunión en el taller de los Hermanos Galleto. Entre todos habían juntado plata, que habían depositado en una lata. La pusieron en un sobre y se la regalaron. Se lo dio a su mamá.

Se presentó nuevamente para completar el servicio militar. Lo destinaron al Hospital Naval, donde hacía guardia vestido de marinero y con la gorra que llevaba el nombre del crucero. Cuando la gente le preguntaba el por qué la usaba, les explicaba que había sido un tripulante. Se sorprendían que, después de todo lo que había pasado, siguiera en servicio. El 31 de octubre de 1982 le dieron la baja.

Fanático del rock nacional, le pareció genial que en las radios pasasen solo temas en español, ya que estuvo prohibido emitir canciones en inglés.

En 1985 renunció a su trabajo en la fábrica y con unos pesos se compró una máquina de imprenta y se instaló arriba en la casa de sus padres.

En 1987 conoció a Rosana, cantante lírica. Luego de un noviazgo de cinco años se casaron en noviembre de 1992 y tuvieron dos hijos, Nicolás y Sofía. Ella es licenciada en Musicoterapia, atiende a niños, adolescentes y adultos con capacidades diferentes. Nicolás es músico y lo ayuda en la imprenta y Sofía, que se destacó en gimnasia artística, está a un paso de ser licenciada en Musicoterapia como la madre.

Desde muy chico, cuando llegaba de la escuela, Rubén se sentaba a tocar la batería, que era de su hermano Luis. Fue aprendiendo acompañando a canciones. En 1996 lo llamaron para probarlo en una banda de rock. No podía creer que lo que estaban armando era una banda tributo a Los Beatles, a la que llamaron Get Back. Era música inglesa, dudó. De todas formas hizo la prueba, había otros bateristas que habían convocado, seguramente no lo tomarían.

Pero días después el bajista lo llamó para decirle que tocaba muy bien. Que no tenía el estilo Beatle, pero que Oscar Linero, su profesor de batería, lo había recomendado como buena persona. Y lo eligieron para conformar una banda tributo del famoso grupo británico. como no tenía otra cosa, aceptó. Algunos veteranos lo entendieron y otros no.

Luego de varios años, la banda se transformó en trío y en 2004 ganaron un certamen donde fueron elegidos como la mejor banda tributo de América Latina. El premio era ir a la semana Beatle en Liverpool. Tenían la estadía paga, pero debían hacerse cargo de los pasajes y de las comidas. Y no tenían dinero.

Otero escribió una carta dirigida al presidente de la Nación. En el sobre puso la leyenda “urgente” y un viernes la dejó en Casa Rosada. El lunes siguiente lo llamaron, quisieron saber de qué se trataba, y Cancillería terminó haciéndose cargo de los pasajes.

El bajista Jorge Aguirre no pudo viajar. En su reemplazo fue su amigo Diego Alcántara y completó el grupo Sergio Fernández que en 1982 había compuesto “Qué raro todo está”, una canción dedicada a los soldados que peleaban en las islas. Otero recuerda con tristeza que en la Nochebuena del 2021, Fernández falleció.

En 2016 lo contactó Lola Arias, directora de teatro. Quería conocer su historia de veterano de guerra porque tenía en mente hacer una obra y una película. Cuando se enteró de que formaba una banda tributo a Los Beatles, les interesó y le propuso que formase parte de su proyecto.

La primera reacción de Otero fue negarse. Las giras que harían con la obra le impedirían estar con su familia, jugar al fútbol y desatender la imprenta. Lo terminaron convenciendo y así fue como pasó a ser parte del elenco de la película Teatro de Guerra y de la obra de teatro Campo Minado, protagonizados por seis veteranos, tres argentinos, dos británicos y un gurkha.

Cuando los presentaron, Otero fue con resquemores. Nunca había tenido contacto con veteranos británicos. En ese primer encuentro entendieron que ambas partes habían sufrido, habían perdido amigos y compartían padeceres típicos de la posguerra.

En la primera gira que hicieron por Gran Bretaña, Otero se dio el gusto. Junto a sus compañeros Marcelo Vallejo y Gabriel Sagastume cantaron la Marcha de Malvinas frente al Palacio de Buckingham y cuando anduvieron en bicicleta por el Puente de Londres.

Con la obra llevan recorridos una veintena de países.

El pasado 7 de julio estrenó “Seguir a flote”, en el Concejo Deliberante de San Isidro y ahora busca algún empresario y una sala que se interese por su obra en la que se mezcla la emoción, la reflexión y el dramatismo, y en la que exhibe la sábana con la que en 1982 fue recibido en el barrio.

En el final asegura que le pasaron muchas cosas, pero que siempre el optimismo, el humor, la fe y el amor fueron, son y serán los salvavidas para seguir a flote en su vida.

Una pieza de la historia
Una pieza de la historia de Otero: la sábana con la que lo recibieron en el barrio cuando regresó. Desde entonces la conserva (Gustavo Gavotti)

Vive en su barrio de toda la vida. Le sigue gustando jugar al fútbol, tocar la batería y hasta hizo el curso de timonel, a pesar de que en sus primeros viajes se mareó de lo lindo. Con sus amigos, salen a navegar por el Río de la Plata.

Por más esfuerzos que haga, no recuerda el nombre del compañero con el que se cruzó cuando iba a tomar la guardia. Sabe que no sobrevivió. Cuando Mario Vilánez, aquel cabo que clamaba ser rescatado de las aguas empetroladas cumplió 50 años, su esposa le preparó una fiesta, en el que la sorpresa fue el propio Otero. Ese abrazo que se dieron no es ni más ni menos lo que él exalta en su obra de teatro: la importancia de las cosas simples de la vida.

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