La idea era asesinar a Perón. Y la decisión era de la Armada. En 1953, el año en el que el país se asomaba alegremente a la violencia y a la tragedia, había habido dos planes para matar al Presidente que no quedaron documentados, no pasaron de ser versiones, pero que fueron narrados por algunos de sus protagonistas, varios de ellos, con los años, figuras de la política nacional, funcionarios de las distintas dictaduras militares o militares convertidos en dictadores.
El primero de los planes para matar a Perón contaba con la voluntad de un piloto de los aviones caza británicos Gloster Meteor, que formaban parte de la flota de la Fuerza Aérea. El piloto entrevistó al entonces capitán de fragata Francisco Manrique, a quien le confió su decisión de derribar el avión presidencial cuando viajara el presidente. Pero Perón ya había dejado de volar en él. En uno de sus vuelos rutinarios, una mala maniobra de una de las aeronaves de escolta casi embiste al avión de Perón en pleno vuelo a Córdoba. Perón, que tampoco era tonto, dejó de usar las rutas aéreas: para sus viajes largos, empezó a recurrir al tren.
El segundo de los planes también involucraba a la Fuerza Aérea. Así lo cuenta en su “La Revolución del 55″ Isidoro Ruiz Moreno: “Sabedores que el Presidente visitaría la VII Brigada Aérea de Morón, un puñado de oficiales impulsados por la impotencia que se vivía para cambiar de otro modo la situación política, se complotó para detenerlo y fusilarlo. ‘Pero no concurrió’, me decía el teniente Guillermo Palacio al concluir de referirme el incidente”.
Hubo un tercer complot que sonó más delirante todavía. Un industrial antiperonista, exiliado en Montevideo, había comprado un avión caza bombardero muy veloz con el que el capitán Vicente Baroja, de la aviación naval, estaba dispuesto a ametrallar el balcón de la Casa Rosada, o el escenario que fuese en cualquier acto partidario, para terminar con la vida de Perón.
En julio de ese año, los planes militares se habían ajustado a un objetivo más modesto: derrocar al Presidente. Los llevaba adelante la Armada, de fuerte tradición antiperonista.
El 11 de julio de 1953, Perón iba a celebrar el día de la Independencia en el crucero “9 de Julio”, buque insignia de la Armada. Parte de la Flota de Mar ancló en el Río de la Plata y en el puerto de Buenos Aires. Para ese día estaba previsto un almuerzo de camaradería que Perón iba a presidir junto a sus ministros, a los presidentes de las dos cámaras del Congreso y al jefe de la Policía Federal. De camaradería, nada. El plan de los complotados consistía en que, durante el agasajo en la cámara de oficiales del “9 de Julio”, se clausuraran las puertas herméticas, mientras el buque soltaba amarras y zarpaba río adentro. El país quedaba así descabezado, con sus principales figuras secuestradas, apresadas en un buque anclado en las marrones y modestas aguas del Río de la Plata. ¿Había que matar entonces al Presidente? Algunos de los conspiradores sugirieron que sí. ¿Y si el pueblo peronista se alzaba contra los golpistas? La ciudad iba a ser sobrevolada por aviones de la Fuerza Aérea que, era de suponer, iban a cumplir un fin disuasorio. ¿Y después del golpe? Después, ya se vería.
Aquel 1953 era un año agitado para el país, para el peronismo y para los peronistas. El gobierno tambaleaba al ritmo, cuándo no, de la economía y de la inflación. El año anterior, Perón había pegado un manotazo a las cajas de jubilaciones para equilibrar el déficit; había cierto resquemor, una especie de inicio de conflicto con la Iglesia Católica, que se agigantaría con los meses por venir; todavía resonaban, ni sordos ni apagados, los ecos de un intento de golpe militar contra Perón que en septiembre de 1951, siempre los idus de septiembre, había encabezado el general Benjamín Menéndez, una “chirinada” la calificó Perón para reducir así a Menéndez al papel del sicario que asesinó a Juan Moreira.
En el Ejército también descalificaban al general golpista, autor, decían, de una “menendeada”; sus cabecillas, con Menéndez a la cabeza, y algunos jóvenes oficiales pagaban con la cárcel su intentona. Entre los jóvenes militares presos estaba el teniente de caballería Alejandro Lanusse quien, veinte años después y como presidente de facto, el último de la dictadura conocida como “Revolución Argentina”, y con el antiguo complotado Manrique como uno de sus ministros, iba a desafiar a Perón a regresar a la Argentina, de alguna manera iba a habilitar su retorno al país después de casi dieciocho años de exilio y quien, en mayo de 1973, colocaría la banda presidencial y entregaría el bastón de mando a Héctor J. Cámpora, el presidente peronista elegido en marzo de 1973 después de casi una década sin elecciones y con el peronismo siempre proscripto.
Casi nadie vio aquel intento golpista como lo que fue: un ensayo del ensayo general del sangriento golpe de septiembre 1955, que terminó con Perón en el exilio. Eva Perón, ya enferma, sí había leído bien el intento de Menéndez. En su vibrante discurso del 17 de octubre, un mes después de la rebelión, había amenazado con el apocalipsis: “Y yo le pido a Dios que no les permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón porque ¡ay de ese día! Ese día yo, mi general, yo saldré con las mujeres del pueblo, y yo saldré con los descamisados de la patria, muerta o viva, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”. Sin embargo, al año siguiente, con Perón flamante presidente reelecto, la muerte de Eva, el 26 de julio, fue un duro golpe ya no sólo para el gobierno, sino para el peronismo que la veneraba.
En abril de ese traumático 1953, y cuando ya la Armada complotaba contra Perón, el escándalo desatado por las acusaciones de corrupción contra Juan Duarte, hermano de la ex primera dama, también habían desbaratado al gobierno. Ni siquiera el suicidio de Duarte, aunque subsiste la sospecha de su asesinato, había logrado para aplacar las quejas de la oposición por corrupción en la administración pública, quejas a la que sumaban la de la incerteza económica, la persecución política, el encarcelamiento y la tortura en manos de la Sección Especial de la Policía Federal de figuras opositoras, o de jóvenes estudiantes universitarios.
La sociedad de entonces vivía en plena grieta; ni sabía que existía tal cosa, ni la llamaba así, pero eso era. Y alcanzaba también a las Fuerzas Armadas: los altos oficiales del Ejército o bien adherían al gobierno, o se oponían en cauteloso silencio, mientras que los oficiales más jóvenes ya no ocultaban su antiperonismo: serían los coroneles y generales de los tumultuosos años 60 y 70. La Armada, en cambio, era un bloque antiperonista en el que las simpatías por el gobierno, también secretas y mudas, tenían cobijo sólo en el cuerpo de suboficiales.
El 15 de abril, seis días después de la muerte de Duarte, y mientras los complotados marinos se planteaban la mejor forma de asesinar a Perón, el Presidente habló en Plaza de Mayo ante una multitud. En el momento en que la voz inconfundible de Perón hablaba sobre el costo de vida, el agio y la especulación y cuando decía: “Bastaría un rápido análisis…” se escuchó una enorme explosión. Perón recogió enseguida el guante. “Compañeros, estos, los mismos que hacen circular los rumores todos los días, parece que hoy se han sentido más rumorosos, queriéndonos colocar una bomba…”. Y entonces estalló otra más poderosa que la primera y una humareda negra emergió de las bocas del subterráneo que daban a la Plaza y a la avenida Hipólito Yrigoyen. Fue un desastre. Murieron seis personas, noventa y tres quedaron heridas, entre ellas, diecinueve mutilados.
En 2003, Antonio Cafiero, que murió en 2014 y fue una de las figuras clave del peronismo, reveló en un artículo publicado por La Nación que él había sido testigo de aquel día trágico y que los terroristas también habían colocado bombas en la azotea del Banco de la Nación, “con la intención de que la mampostería se desplomara sobre la multitud apiñada en sus cercanías. Afortunadamente, estas bombas no estallaron. De lo contrario, el número de víctimas hubiera sido infernal”. La multitud le pidió al presidente “¡Leña, leña…!”. Y Perón lanzó una frase desdichada: “¡Eso de la leña que me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?!”.
Cafiero haría en La Nación su interpretación de aquel discurso de Perón, violento, improvisado y arriesgado: “Sin embargo, Perón atemperó inmediatamente su discurso: ‘Aunque parezca ingenuo que yo haga el último llamado a los opositores para que se pongan a trabajar en favor de la República, -dijo- a pesar de las bombas, a pesar de los rumores, les vamos a perdonar todas las hechas (…) A estos bandidos los vamos a vencer produciendo. Por eso hoy, como siempre, la consigna de los trabajadores ha de ser producir, producir, producir. (…) Les agradezco esta maravillosa concentración y les ruego que se retiren tranquilos”.
Pero ya era tarde, o inútil. O inútil y tarde. Esa misma noche ardieron en Buenos Aires la sede del Jockey Club, en la calle Florida y en lo que es hoy la Galería Jardín, junto a sus numerosas obras de arte; fueron incendiadas la sede de la UCR de la calle Tucumán, la del Partido Demócrata en la calle Rodríguez Peña y la del Partido Socialista, la vieja Casa del Pueblo de la Avenida Rivadavia 2150, donde funcionaba la imprenta que editaba el periódico La Vanguardia y la Biblioteca Obrera Juan B. Justo con su rica biblioteca de ciento cincuenta mil ejemplares, convertidos todos en cenizas.
Los principales responsables del ataque terrorista, identificados por el origen de los explosivos que habían utilizado en la fabricación de las bombas, eran dirigentes de la oposición, entre ellos Arturo Mathov, que sería diputado radical en los años 60, Roque Carranza, ministro de Defensa de Raúl Alfonsín en los años 80 y Carlos Alberto González Dogliotti, ambos señalados como autores materiales del atentado. Todos fueron torturados al igual que muchos de sus cómplices, entre ellos, Marcelo y Emilio Álzaga, Francisco y Félix Elizalde, Alberto Lanusse y Adolfo Holmberg
Aquel escenario volátil, lejos de desalentar las conspiraciones contra el gobierno, les dio nuevos bríos. Tres meses después del atentado en la Plaza de Mayo, la Armada estaba dispuesta a secuestrar a Perón, derrocarlo y, si era necesario, y casi con seguridad lo sería, eliminarlo.
Había entonces dos planes en marcha. Uno se proponía bombardear la Plaza de Mayo: había nacido a inicios de 1953 y guarda estremecedora coincidencia con el intento de asesinar a Perón dos años después, en junio de 1955, cuando la Plaza desbordada de gente fue bombardeada por aviones de la Armada, murieron más de trescientas personas, en el ya ensayo genera del golpe que derrocaría al gobierno en septiembre. El segundo plan elaborado por los conjurados planeaba que los aviones rebeldes sobrevolaran la Casa de Gobierno durante una sesión de gabinete, para intimar así la rendición del Presidente y de su gobierno en un plazo perentorio para evitar cualquier tipo de reacción. Si se negaban, la sede del poder sería bombardeada.
A esas dos ideas no era ajeno el capitán de fragata Jorge Alfredo Bassi, de la aviación naval. En los primeros meses del año se había embarcado para su viaje rutinario de instrucción y llevaba, como material de lectura, el Boletín del Centro Naval, que reproducía un testimonio sobre el ataque japonés a Pearl Harbor, del 7 de diciembre de 1941, que precipitó a Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial, escrito por el capitán de navío Mitsuo Fuchida, de la Armada Imperial Japonesa. En su libro “La Revolución del 55″, Ruiz Moreno cita el planteo de Bassi a sus camaradas marinos: “¡Qué lindo imaginar la Casa Rosada como Pearl Harbor!”.
Los complotados eligieron entonces al general Eduardo Lonardi, que había participado de la intentona del general Menéndez, había ido preso y había sido liberado y pasado a retiro pocos meses antes. Los conspiradores lo buscaban para que se encargara de tres cosas: encabezar el golpe, comprometer al Ejército y ocupar la presidencia de facto. Tres capitanes de fragata fueron a entrevistarlo en su casa de la calle Juncal: Manrique, Antonio Rivolta y Néstor Noriega, este último aviador naval. Pero Lonardi se negó. Noriega insistió: “Vea, yo le doy la ‘hora cero’ bombardeando la Casa Rosada”. “No, capitán –contestó Lonardi- perdóneme, pero no me agrada eso…” Los marinos no lograron convencerlo para que asumiera la dirección del golpe: la haría, pero tres años más tarde, en septiembre de 1955. Ahora, en cambio, había despedido a sus interlocutores con un vago: “Veremos cómo evoluciona la cosa…”
Fue entonces cuando cobró cuerpo el segundo complot. Era tan dramático como el primero, tenía una cuota de disparate que lo convertía casi en sainete y dejaba toda la operación en manos de la Armada. Era el que proponía el secuestro de Perón y de todo su gobierno, durante una falsa celebración del aniversario de la independencia en el buque insignia de la Flota de Mar, el “9 de julio”, anclado en Buenos Aires. La nave zarparía luego, con topos sus secuestrados, aguas adentro. Al frente de la operación estaba el segundo jefe del “9 de Julio”, capitán de fragata Carlos Bruzzone.
Los detalles, ajustados por el capitán de Navío Adolfo Estévez, incluían, cita Ruiz Moreno: “La cooperación de una escuadrilla de cazas con base en Morón, cuyos aparatos sobrevolarían a la Capital como elemento disuasorio para cualquier intento de represión por parte del Ejército leal, o evitar manifestaciones populares”. Algunos oficiales navales, “extremando las medidas, abogaban lisa y llanamente por arrojar a Perón al agua una vez que el crucero estuviese en medio del Río de la Plata”.
Había surgido un inconveniente que puso en peligro el éxito del plan: Perón abordaría el “9 de Julio” custodiado por sus hombres de la Policía Federal. Una comisión de oficiales navales entrevistó al jefe de la Armada, almirante Aníbal Olivieri para convencerlo de que la presencia de la Policía Federal en el buque insignia, equivalía a una ofensa a la Armada. La custodia policial que debía acompañar a Perón fue suprimida.
Los complotados buscaron de nuevo a Lonardi para que se pusiera a la cabeza de la intentona, comprometiera al Ejército y se convirtiera en presidente. Bruzzone le encomendó la tarea al capitán Recaredo Vázquez. Pero Lonardi ofreció argumentos más sólidos para su reticencia. Primero, vio como una gran desventaja dar un golpe militar contra Perón con pocos elementos porque, entre otras cosas, los rebeldes deberían enfrentar luego al resto de las Fuerzas Armadas. Y eso le pareció una enorme imprudencia. Vázquez contraatacó: la conspiración, le dijo, contaba con el apoyo de toda la Armada, incluso el jefe de artillería del “9 de Julio”, capitán de fragata José Martínez, que era peronista, no había denunciado la conspiración; además, reveló Vázquez a Lonardi, existía un fuerte apoyo de la Fuerza Aérea y de núcleos civiles a los que dirigía el capitán retirado Walter Viader. Pero Lonardi se mantuvo firme: era prematuro largarse a una operación semejante sin el apoyo de unidades del Ejército.
Por fin, el 10 de julio, el día previo al “Día D”, todo quedó en nada. Perón, tal vez avisado por su servicio secreto, o por filtraciones en el plan de los conspiradores, por intuición, por desconfianza o por lo que fuere, decidió no visitar a la Flota de Mar anclada en el puerto, ni almorzar con los oficiales del buque insignia.
Antes o después de la decisión de Perón, los complotados desistieron del golpe. Si fue después, los frenó la decisión de Perón de pegar el gran faltazo. Si fue antes, juzgaron que el plan, si tenía éxito, arrojaría consecuencias imprevisibles. Lo cierto es que ese mismo viernes 10, la Base Aérea de Morón recibió un aviso que detuvo todos los preparativos para que sus aviones sobrevolaran la ciudad al día siguiente.
El mensaje llegó en clave culinaria. Decía: “Se suspendió el asado de mañana”.
Seguir leyendo: