En la esquina porteña de Libertad y Córdoba se levanta pomposo el Teatro Nacional Cervantes, el único teatro nacional de la Argentina. Premiado, festejado, galardonado más de una vez por su “invaluable aporte a la cultura” y “su vinculación con España”. De estilo barroco, la leyenda cuenta las muchas ciudades españolas que trabajaron en su construcción: de Valencia se trajeron los azulejos; de Tarragona, el piso rojo; de Ronda, las puertas de los palcos; de Sevilla, las butacas del patio, las rejas, los bargueños, los espejos, los bancos y herrajes; de Lucena, lámparas y faroles; de Barcelona, la pintura al fresco del techo; de Madrid, cortinados, tapices, el telón de boca; y así… todo es fastuoso en el Cervantes. Y muy europeo.
En una de las salas caben 67 personas sentadas, custodiadas por cuatro columnas inmensas y brillantes que parecen sostener la estructura del edificio. Lo llaman el Salón Dorado.
“Cambiamos el sueño dorado de conocer el salón por actuar en el Salón Dorado del Cervantes. Eso es muy importante para mí como actriz, pero a la vez para muchas hermanas que sueñan y tienen deseos y ganas de pensarse como actrices, como trabajadoras obreras de la actuación. Porque las travas marronas soñamos y creemos en los sueños”, dice Daniela Ruiz, protagonista de “Divina”, el unipersonal que dio inicio al ciclo “El hotel es un cuerpo. Tres historias travestis/trans”, en cartel de jueves a domingo hasta el 27 de agosto en el Teatro Nacional Cervantes.
Daniela Ruiz se presenta como docente de teatro, artista, secretaria general de la asociación civil 7 colores diversidad, defensora de derechos humanos, integrante del colectivo Identidad Marrón, antirracista, transfeminista, de ascendencia indígena y salteña. Desde el 15 de junio es además un nuevo capítulo en la biografía del Cervantes, ese emblema de la cultura española en Buenos Aires.
“Jamás pensé que iba a contar mi vida en el Salón Dorado del Cervantes cuando estaba presa en un calabozo, cuando vendía flores en la calle, o cuando tenía cuatro años y ya me sentía Daniela mientras los demás creían que algo estaba mal en mí. Es también un regocijo para mi mamá y para mi abuela, que nunca imaginaron que una de nosotras podía estar en el camerino de un teatro. Quizás limpiando sí, pero no como actriz. Supone por otro lado poder reconocerme como sujeta de derechos, de todos los derechos que dice la Constitución siendo, como soy, una persona racializada, una travesti. Y construyo desde ese lugar para que otras tengan sueños y los cumplan. Yo mañana no voy a estar, pero ya hubo una trava en el Cervantes y eso marca algo. Las próximas travas saben que no tienen que pedir permiso”.
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Daniela nació en Salta. Su mamá trabajaba limpiando la casona de una familia aristocrática. Para que no queden dudas repite que ninguno de los suyos “bajó de los barcos”.
“Hay racismo, es estructural y a las personas racializadas nos marca qué lugar tenemos que ocupar. Yo sé cuando me miran mal, sé cuando me tratan como si fuera empleada doméstica, sé cuando toman en cuenta la palabra de otra persona y no la mía. Está en mis rasgos, en mi color, en mi forma. Y lo sé porque lo vivo cotidianamente. Hasta el señor de seguridad del Cervantes me preguntó a dónde iba la primera vez que entré. Pero ya tengo mucho camino recorrido y pude contestar fuerte y claro ‘Soy la actriz de este teatro’. Actuar en el Cervantes es disruptivo. Estoy rompiendo algo del mandato cotidiano en este teatro eurocéntrico. Porque yo no vengo de los barcos, vengo de acá y esto es mío también. Por eso vivir esta obra es un acto político”.
A las seis en punto comienza la función. La puesta es muy sencilla: una puerta y dos paredes azules. La sala está llena, 67 butacas ocupadas. Daniela aparece en escena vestida de blanco, con una peluca oscura y comienza a recordar su infancia en Salta. Las imitaciones a Lucía Galán del dúo Pimpinela y las horas haciendo cantar al muñeco He-Man como Raffaella Carrà.
Las risotadas del público se convierten en silencio denso, espeso, a medida que el relato avanza en el tiempo. El ingreso obligado a Gendarmería “para convertirse en hombre”, la huida a Buenos Aires, las noches durmiendo en la calle, las cenas de la basura de un local de comida rápida, las estadías eternas en las comisarías 23 y 25, la prostitución, el cuerpo travesti como campo de batalla, y el Hotel Gondolín ─el “Gondo”─ como espacio de sanación, de cobijo para las feminidades travestis trans.
“La primera vez que me junté con la directora Ana María Bovo en un café le dije que quería contar mi historia. Podría haber armado un personaje y que todo sea lejano a mí, pero yo no sé si mañana voy a estar otra vez en este lugar y quiero que la gente conozca aunque sea en una hora un poquito de lo que hemos vivido. Porque lo que me pasó le pasa o le puede pasar a cualquier compañera, porque mi historia y nuestras historias están entrelazadas con la pobreza, con la clase, la migración, el encarcelamiento, la prostitución, con las violencias. Y creo que es cuestión de entender para generar un cambio. Que sea incómodo para los demás es activismo que propone un cambio cultural”.
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Después de “Divina”, le seguirán durante el mes de julio “Lorena”, escrita por Felicitas Kamien y Federico Liss, dirigida por Kamien, con actuación de Payuca; y en agosto “Reina”, con textos y dirección de Natalia Villamil y la actuación de Maiamar Abrodos. Las tres obras que conforman el ciclo se inspiran en el libro “Reunión: Cuatro Legendarias en el Hotel Gondolín” de Dani Zelko, Marlene Wayar, Marisa Acevedo, Zoe López y Viviana Borges.
“Tengo 47 años, soy una sobreviviente y esta es la vida de una trava. Venimos de un naufragio, de un incendio, de un terremoto”.
Cuando Daniela Ruiz termina la última línea del guión el Salón Dorado del Teatro Nacional Cervantes estalla en aplausos. Entonces, Daniela llora. Las manos le tiemblan y se tapa la cara. Pero el quiebre dura solo un ratito. Enseguida se recompone, sonríe grande, levanta el puño y saluda.
“Con los aplausos se me pasa la vida en imágenes. Veo a mis amigas, mi gente, a las que ya no están, mi marido… toda la lucha pasa en ese instante en que aplauden. Pero no lo siento como algo mío. Lo siento como el abrazo que nos damos las hermanas travas en las marchas. Es un tipo de abrazo genuino, igual que los aplausos del público. El teatro me ayudó a sanar; poder trabajar mi cuerpo, poder personificar cosas. Y la risa también nos salva. Cuando ustedes estaban en democracia y a nosotras todavía nos llevaban presas por los edictos policiales, terminábamos 20 travas apretadas en un calabozo chiquito armando tremendas fiestas. Era pura risa en el dolor porque sabíamos que al otro día podíamos estar muertas. Es más, casi todas las que compartieron calabozo conmigo en esas épocas están muertas. En el universo travesti trans la risa es una curita para que el dolor no sea tan fuerte”.
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