Lo dijo al pasar, pero en su compañero de pabellón esa frase resonó durante años:
—Yo no me fugué. Me dejaron fugar.
Eso dijo Carlos Eduardo Robledo Puch hace diez años, en referencia al 8 de julio de 1973, cuando escapó de la cárcel de La Plata. Se cumplen 50 años de su última aventura.
Aquella frase la pronunció en la pequeña celda que ocupaba en el pabellón 10 de Sierra Chica, en la jerga carcelaria llamado “pabellón rosa” o de homosexuales, donde las paredes (pintadas de celeste, azul, rosa y amarillo) son de granito.
Medía tres metros y medio de alto, otro tanto de largo y un ancho de casi dos metros. El piano alemán Kallberger que tocaba en su infancia ocuparía una cuarta parte de la superficie.
Si su gata Kuki (terminó por regalársela a un compañero cuando lo trasladaron hace cuatro años a la Unidad Penal de Olmos) hubiese querido escapar no habría podido: el único ventiluz que hay está cerrado.
La puerta cerrada con candado tenía un pasaplato; a veces los presos sacaban por ese agujero un espejito para mirar los pasillos o verse las caras mientras conversaban.
Sobre un pequeño estante tenía un televisor blanco y negro de 14 pulgadas que le ofrecía a su dueño la única versión actualizada que del mundo exterior. Robledo miraba noticieros, películas de acción y programas de política.
El presidio de Sierra Chica era un lugar indómito y maldito con forma de cono y dividido en círculos atroces y ruinosos como el averno que describe Dante en la Divina Comedia. Una especie de fuerte con laberintos fétidos sin guías como el poeta Virgilio. La existencia de un lugar así demuestra que el hombre puede acostumbrarse a vivir peor que una rata rabiosa.
Ahora Robledo lleva 51 años en una pequeña celda parecida a la jaula con la que se encierra a un oso viejo. Esos pasadizos oscuros y húmedos, que contienen almas en pena, miradas de abismo y quejidos silenciosos envueltos en aromas nauseabundos, llevan a sacar una conclusión: las cárceles fueron construidas para representar infiernos reales.
Robledo se acostumbró a vivir en su propio infierno. Por las noches, grababa discursos o mensajes en un grabador. A veces tosía e impostaba la voz para imitar al General Perón. Solía arrancar los mensajes con esta frase: “Compañeros, se vienen momentos difíciles”. Además proponía hacer un llamamiento a los jóvenes peronistas. No hace mucho, dijo:
–Ya no pienso en fugarme de la cárcel, pero si llego a salir en libertad, sé lo primero que voy a hacer.
–¿Qué? –quiso saber el psiquiatra.
–Laburar de sereno o cuidando campos.
La mayoría de los guardias lo trata amistosamente. Le dicen Carlitos. Todos saben que es ciclotímico. Cuando se levanta con ganas de hablar, llama a un guardia, le ceba mate amargo y le expone un monólogo cuyo temario puede ir de las virtudes de la agricultura japonesa a las sangrientas batallas de la Primera Guerra Mundial o a la fabricación de fusiles en Israel y al cultivo de tulipanes en Holanda. A veces se va al otro extremo y pasa todo el día en silencio. Sólo una vez perdió los estribos: en 2001, prendió fuego a parte del taller de carpintería, se puso antiparras, una frazada de capa y se creyó un superhéroe.
–¡Abran paso: soy Batman y voy a escapar volando! –gritó.
Fue lo último que dijo antes de que los guardias lo desmayaran a trompadas y lo trasladaran al instituto psiquiátrico de Melchor Romero, en La Plata. Allí se vio por última vez con su padre Víctor, un gris inspector de concesionarias de la General Motors. Una psiquiatra organizó el reencuentro porque estaban distanciados. Robledo decía que su padre nunca le demostró afecto. Su padre fue más lejos en la hipérbole: “Mi hijo mató a mucho más que once personas. Mató a las familias de esas víctimas, mató a sus padres, mató a sus antepasados. Mató a toda la humanidad”.
Creerse un superhéroe no fue su único delirio: una vez me dijo que quería ganar un millón de dólares y compartir una parte de su fortuna conmigo. Su plan era seducir a Francis Ford Coppola, Quentin Tarantino o a Martín Scorsese para que filmara su historia. Robledo quería ser interpretado por Leonardo Di Caprio y se postulaba como doble de riesgo y guionista.
Otro día dijo que le gustaría cuidar campos bonaerenses con una jauría de feroces rottweilers y alistarse en el Ejército en caso de guerra. Lo intentó en 1982 durante la Guerra de Malvinas: le mandó una carta a Leopoldo Fortunato Galtieri; quería matar por la patria. Nunca tuvo una respuesta. Se conformó con donar su ropa.
El ángel exterminador
Entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972, cuando tenía 19 años, mató a 11 personas (nueve serenos y dos mujeres) por la espalda o mientras dormían. Sus crímenes ocurrieron en la zona norte del conurbano bonaerense. Mataba a todo aquel que se le cruzaba por delante. No dejaba testigos de los robos que cometía con dos cómplices.
La prensa lo llamó “el chacal” o el monstruo con cara aniñada. Por entonces, tenía cara angelical, rulos colorados y una extraña belleza: un detective dijo que era la versión masculina de Marilyn Monroe. Ahora, Robledo tiene 60 años: es calvo, sus orejas son grandes, su mirada es penetrante y camina encorvado, con los brazos pegados al cuerpo y el cuello hundido. Suele mirar con el ceño fruncido: la ceja derecha se le arquea más que la izquierda.
Te puede interesar: Robledo Puch seguirá preso: los 11 crímenes que cometió y el examen psicológico que impide su libertad
Su último acto criminal ocurrió el 3 de febrero de 1972, hace ya 51 años. Esa noche, con su amigo y cómplice Héctor Somoza entraron a robar en la ferretería industrial Masseiro Hermanos, en Almirante Brown 699, en Carupá. Escalaron como dos gatos la pared del comercio. Pasaron por una reja en forma de ventana y subieron hasta el techo de chapas viejas y oxidadas de cinc. Se dejaron caer por una claraboya de un metro cuadrado hasta un entrepiso. Armados y con linternas, bajaron por una escalera de hierro. No estaban solos. Escuchaban los pasos lentos de alguien, el crujido de los zapatos sobre el piso de madera. Estaban inmóviles y en silencio.
Se quedaron así durante 15 minutos hasta que apareció el sereno, Manuel Acevedo, de 58 años. Soñaba con juntar unos pesos (por eso trabajaba francos y feriados) para vivir de rentas y jubilarse.
Pero nunca pudo hacerlo por culpa de los dos balazos de Robledo que le reventaron la cabeza.
Lo que siguió después tuvo el vértigo de una madrugada desaforadamente siniestra. Robledo abrió la caja fuerte con un soplete y los amigos se abrazaron por el pequeño tesoro hallado: un millón cuatrocientos mil pesos. A Robledo sólo le quedaba hacer palanca para terminar de abrirla caja, hasta que ocurrió lo imprevisto. Somoza lo agarró por la espalda. Nunca se sabrá si ese movimiento repentino fue una broma a destiempo o una traición inconclusa.
Robledo le dio un codazo a su amigo, que ya dejaba de serlo a medida que se acercaba su final, desenfundó y lo mató de dos balazos. Antes de fugar, le desfiguró la cara con el soplete. Olvidó sacarle la cédula de identidad. A las pocas horas, su amigo sería conejillo de Indias en una sala de autopsia y luego enterrado cinco metros bajo tierra y luego pasaría al olvido.
A Robledo, que tenía 20 años, le quedaba otro tipo de muerte: la detención con torturas, el juicio y la cárcel de por vida. Antes que a Somoza y Acevedo, había matado a Pedro Mastronardi, Manuel Godoy, Juan Scattone, Higinia Rodríguez, Ana María Dinardo, Juan Carlos Rosas, Raúl Delbene, Carlos Bianchi y Bienvenido Serapio Ferrini. También se sospecha que mató a Jorge Ibáñez, su primer compinche y gran amigo, muerto en un extraño accidente en un auto que era conducido por Robledo.
Te puede interesar: Robledo Puch íntimo: el amor enfermizo por su amigo cómplice y el día que amenazó de muerte a su padre
No es una regla escrita del crimen, pero los asesinos y los asesinados comparten algo irrompible que los une para siempre: la muerte —para los que la provocan y para los que sufren— parecía anunciarse. Esas señales eran claras. El asesino Gary Gilmore, protagonista de “La Canción del Verdugo”, el libro de Norman Mailer, dice que sus víctimas “en ningún momento sospecharon que fueran a morir”. Y que estaban destinadas a morir de forma violenta. Muchas víctimas de Robledo estaban en ese lugar por casualidad. Algo los llevó a encontrarse en el mismo sitio y a la misma hora que el matador. Como si para Robledo, el acto matar fuera más una expiación que una obra perversa. El instante en que el asesino y la víctima se miran y pactan un secreto que sabrán sólo ellos.
En Robledo todo parece una compulsión: robar, chocar y matar por que sí, como piezas que caen al azar desde un precipicio y al caer se terminan ordenando como un plan oculto que se fue tejiendo a espaldas de todos
Al matar a once personas, Robledo no sólo se mató a sí mismo: mató a los familiares de las víctimas, mató a los que dejó vivos. “Mató a toda la humanidad”, llegó a decir su padre Víctor. La tragedia se cerró a la perfección.
Robledo Puch llegó al mundo por un milagro. Eso pensaba su madre Aída, que no podía quedar embarazada. Hizo un tratamiento, recurrió a remedios caseros y rezó. La sangre que derramó su hijo terminó por ahogarlos a ellos también. Hay dos pequeñas historias que lo prueban:
Cuando su hijo fue detenido, Aída intentó matarse de un disparo. La bala le rozó los lentes y desvío su trayectoria. En esa casa siempre habitó la muerte. Tiempo antes, su madre —la abuela de Robledo— se desplomó de un infarto sobre una torta que estaba preparando.
“Sus abuelos alemanes llegaron después de escapar de la guerra. Nació en una familia perfecta para hacer todo lo que hizo. En la casa había fotos hasta de su abuela con armas. Estaba rodeado”, recuerda una de las vecinas del matrimonio Puch. Ellos se quedaron con el piano, un tocadiscos, discos de música clásica alemana y una caja con fotos de Robledo Puch. “El padre tiró a la basura muchas cosas de su hijo, pudimos rescatar algunas cosas que nos regalaron”, dice la mujer y luego muestra una foto de Robledo de niño. “Parece un angelito”, señala.
La caída de su hijo también devastó a Víctor Robledo Puch. Se separó de Aída, lo echaron del trabajo y terminó viviendo en una pensión. Una vez le confesó a una vecina que su hijo le había escrito.
—¿Te escribió Carlitos? Qué buena noticia —le dijo la mujer.
—Leela, no es ninguna buena noticia —le respondió Víctor.
La carta decía:
“Lo primero que voy a hacer cuando salga de acá es matarte a vos. Andá pensando cómo vas a hacer para mantenerme”. Desde ese día, lo que más quiso en la vida es que su hijo no saliera nunca más de la cárcel.
Conejillo de Indias
En 1980, los investigadores quisieron someter a Robledo Puch a un experimento de dudosa efectividad. El neurocirujano Raúl Matera —amigo y colaborador de Juan Domingo Perón— quería hacerle una lobotomía frontal, una polémica y revolucionaria operación de cerebro realizada por primera vez en 1935 por el Premio Nobel portugués António Egas Moniz. El primer paciente que pasó por esa intervención fue un chimpancés, que murió después de la operación. Con esa técnica, que ya no se aplica porque resultó un fracaso (los operados quedaban zombis o más violentos que antes), los científicos pretendían neutralizar las conductas violentas de psicópatas, criminales, depresivos y dementes.
–A Robledo nadie le toca el cerebro —le contestó Robledo Puch a Matera. Por entonces hablaba de sí mismo en tercera persona.
Cada gesto, silencio o movimiento del Ángel Negro era usado por los periodistas para llenar páginas sobre suposiciones o comentarios que no tenían nada que ver con los hechos. “La cínica bestezuela humana ‘fotografiaba’ a los funcionarios con la mirada cuando ellos estaban de espaldas o de perfil. Nunca de frente. Típico de los traidores y cobardes. Un comerciante que vio la escena dijo que el truhán tenía cara de muñeco. Tenía razón el muchacho: Puch parecía un monstruo maldito, como un títere movido por los brazos de la justicia”, publicó Crónica, que llamó a Robledo cara de niño, asesino unisex, hiena asesina y chacal.
El caso generó todo tipo de interpretaciones y comentarios. Los criminólogos debatieron sobre si el chico nació o lo hicieron asesino. El forense Vicente Cabello pidió que la vida de “este antropoide y abominable delincuente sea vigilada hasta su muerte, momento en que su cerebro debería ser extraído como una valiosa pieza de anatomía patológica”. El médico proponía cortar el cerebro en partes para analizar si Robledo tenía lesiones neurológicas. Ese estudio se basaba en las metodologías del médico francés Jean Martin Charcot, célebre por sus sesiones de hipnosis y por sus estudios sobre la histeria masculina, que tuvo entre sus discípulos a Sigmund Freud.
No sólo eran consultados detectives, criminalistas y médicos. La revista Así dedicó más de media página a la opinión de un astrólogo que se hacía llamar “Cariño”. Este hombre calvo y de lentes, que aparecía en una foto viendo una imagen de Robledo con una lupa del estilo Sherlock Holmes, se basó en la fecha de nacimiento del “pequeño mozalbete” (como lo llamó en la entrevista) para concluir que los nacidos el 19 de enero de 1952 tuvieron vidas adversas por la infausta oposición de los planetas Saturno y Urano.
Caída, confesión y fugaz libertad
El 4 de febrero de 1972, Robledo cayó sin oponer resistencia. El subcomisario Alfano y sus colaboradores creían que el caso estaba cerrado, aunque antes debían definir si Robledo tuvo más cómplices. El padre y el hermano de Jorge Ibáñez –presuntos instigadores— fueron liberados por falta de pruebas. La Policía también investigó a un joven checoslovaco que hacía fiestas con Robledo e Ibáñez. “Un sujeto de conductas sospechosa, apodado ‘Federica’, habría alojado a Robledo e Ibáñez en su casa. Además les prestaba su auto y ellos alardeaban de sus fechorías. Este extraño ser estaba al tanto del dinero obtenido por sus protegidos en el campo de la dolce vita”, reveló Crónica.
“Federica” era Federico Klemm, el extravagante artista plástico que se definía como “el Andy Warhol argentino”. En su declaración, que figura en el expediente, negó conocer a Robledo. Sólo reconoció que se vio dos veces con Ibáñez. “Nos encontramos en el café La Biela, en Recoleta. Hablamos de los problemas del país y de su vocación, porque él quería ser artista de teatro y modelo. Era musculoso y vestía buenas ropas. Pero no sé nada de él. Nunca lo vi armado ni tengo nada que ver con lo que hizo”.
Hasta el momento, los detectives tenían pruebas (la más importante, la confesión del acusado) para sostener que Robledo Puch había matado a once personas. Sospechaban que la muerte de Ibáñez no había sido un accidente pero reconocían que les faltaban indicios. Además investigaban los crímenes de los serenos Jacinto Novare y Gregorio García, que fueron asesinados en Constitución y en Florida, partido de Vicente López. En Olivos hubo otros dos asesinatos: balearon a una mujer y un luchador de catch de la compañía de Martín Karadagián, que en cada lucha interpretaba a un personaje llamado El hippie, fue fusilado en su auto. Todos esos casos fueron adjudicados a Robledo, pero por falta de pruebas quedaron impunes.
Desde la caída del asesino, cada crimen que ocurría en la zona norte de Buenos Aires era atribuido a Robledo.
Incluso la Policía recibió llamadas anónimas que lo acusaban de robos y homicidios no esclarecidos. “Creo que muchos delincuentes quieren aprovechar todo esto para salvar sus culpas. Quieren ponerle una mancha más al tigre. Robledo ya tiene suficiente con los crímenes que le probamos”, dijo el subcomisario Alfano.
¿Al asesino podía caberle la pena de muerte? Durante la dictadura de Juan Carlos Onganía se implantó la ley 18701, que la instauraba. Tiempo después, el presidente de facto Roberto Levingston promulgó otra ley que incorporaba la pena capital en el Código Penal. Se debía aplicar “si con motivo u ocasión del secuestro se causara la muerte o lesiones gravísimas a la víctima”.
“La sociedad, o parte de ella, está volcando histérica todos sus males. Los personifica en Robledo Puch”, se quejó Rodolfo Gutiérrez, abogado del acusado. La interpretación de la ley salvó del fusilamiento a Robledo: en ninguno de sus crímenes había secuestrado a sus víctimas (ni siquiera en las muertes de las mujeres Dinardo y Rodríguez). Y el Código era claro: hablaba de “secuestro”, no de rapto.
“No quiero ir a la cárcel porque me van a violar”, le dijo Robledo Puch a sus padres. Pero no pudo evitar que lo trasladaran a la cárcel de Villa Devoto. Desde que llegó a esa prisión, sólo pensó en recuperar la libertad como fuese.
Ese sentimiento lo acompañó a la Unidad Penal Número 9 de La Plata. Ahí pudo concretar su deseo de escapar.
Eran tiempos de democracia. El 11 de marzo de 1973, Héctor Cámpora se impuso en las elecciones a presidente con el eslogan “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Después de dieciocho años de exilio, Juan Domingo Perón volvió al país el 20 de junio. Ese día hubo en el aeropuerto de Ezeiza un violento enfrentamiento entre militantes de derecha y de izquierda. En ese hecho, que quedó en la historia como La Masacre de Ezeiza, murieron trece personas. Cuatro meses después, Perón asumió la presidencia de la Nación por tercera vez. Durante ese período, los presos organizaron motines y revueltas para denunciar que durante la dictadura de Lanusse habían estado detenidos en condiciones inhumanas.
La primera vez que quiso huir no tenía un plan. Sólo una obsesión: escapar. La oscuridad y su asfixiante celda, la 543, lo atormentaban. Cuando Robledo Puch intentó escaparse, o pensó en escaparse, un guardia atento lo descubrió: en ese momento, el asesino recibía a través de las rejas del pabellón 12 una caja con sierras afiladas de quince centímetros que un compañero le entregó para cortar los barrotes. Lo castigaron con un mes de aislamiento y durante tres meses le prohibieron todos los beneficios: visitas, llamadas telefónicas, salidas al patio y actividades deportivas. Le agravaron el castigo porque antes del intento de fuga se había tragado una cuchara y había amenazado a un guardia: “Algún día me voy a cobrar por todo lo que me están haciendo”.
Robledo Puch tendría una nueva oportunidad. Mientras jugaba al ajedrez con su compañero de pabellón Rodolfo Sica, condenado por un homicidio en ocasión de robo, le propuso fugarse. La idea era simple. El sábado 7 de julio de 1973, las autoridades penitenciarias iban a hacer un festejo con todos los presos para celebrar la aplicación de la ley de excarcelación y amnistía, que permitía la liberación de los detenidos mal juzgados o que estaban por cumplir la condena. Al agasajo iba a asistir la prensa.
El ardid de Robledo consistió en simular un ataque de asma. Su amigo fingió una descompostura. Por eso los llevaron a la enfermería para medicarlos. Los guardias cometieron el error de dejarlos solos. Ellos se escondieron en un armario donde el día anterior habían guardado dos garfios y unas sábanas anudadas. Por la noche, Robledo y su amigo salieron decididos de la enfermería. Cruzaron los pasillos con las sábanas y los garfios adentro de una bolsa. Insólitamente, no se cruzaron con ningún guardia.
En el patio, sacaron las sábanas y las engancharon con un palo y dos garfios en un cerco con alambres de púa. La chicharra que debía activarse al mínimo contacto, nunca sonó. El dúo contó con una ayuda impensada: la neblina. Pero le quedaba otro obstáculo: un muro de seis metros de alto, al lado de una canchita de básquetbol y de una garita donde al momento de la fuga un guardia dormía plácidamente. Robledo y Sica repitieron el método: lanzaron el garfio hacia un farol que estaba apagado y escalaron hacia lo más alto. Cuando estaban por llegar al otro lado (ese otro lado era la libertad), Sica se resbaló. Un guardia que estaba a unos cincuenta metros vio a los detenidos. Sica cayó y fue atrapado. Robledo se dejó caer hacia afuera, la campera le quedó enganchada en un alambre.
Una zanja amortiguó su caída. Un guardia dio la voz de alto y le disparó una ráfaga de ametralladora, pero los disparos no acertaron. En ese instante, un hombre se perdía en la niebla. El guardia no sabía que ese hombre, que acababa de escapar, era Robledo Puch.
Una versión no oficial, nunca comprobada, refiere que a Robledo lo dejaron escapar.
La noticia de su increíble fuga causó conmoción. “Se escapó el niño asesino: Cara de Ángel Puch inasible: vuelve a emboscarse en las sombras de la ciudad”, tituló el diario Clarín. Desde que se conoció la fuga, la Policía recibió llamadas insólitas de la gente. Decían que el asesino había viajado a Uruguay, que estaba refugiado en una villa de Monte Chingolo, que se escondía en el placard de su madre, que deambulaba por las noches, sediento como un zombi, en busca de más víctimas, que estaba disfrazado de mujer, que había asaltado una mueblería y se había fugado en un Torino negro, que se había tiroteado con el dueño de un kiosco.
Todos creían ver a Robledo Puch. Muchos serenos no fueron a sus trabajos por temor a morir en manos del temible delincuente. Algunas concesionarias reforzaron la seguridad o directamente no abrieron. Las mujeres no salían solas. Esas noches, en la Panamericana, en Pilar, ninguna mujer ejerció la prostitución.
“El prófugo mide 1,72 metros y pesa 60 kilos, tiene frente ancha, cejas arqueadas, párpados abiertos, mentón vertical, nariz recta, boca chica, piel blanca, cabello enrulado pelirrojo”, anunció un parte oficial. Pero todos ya conocían la cara de Robledo Puch. La habían visto hasta el hartazgo.
El director del Servicio Penitenciario, Roberto Pettinato, calificó al asesino como “un tipo calculador, con la mirada de vidrio, sin transparencia ni franqueza. Es un Petiso Orejudo de estos tiempos, aunque Robledo es más frío”.
Pettinato, funcionario amigo de Perón, había hecho cambios históricos en el sistema penitenciario: en la década del 1950 ordenó que se dejaran de usar los uniformes a rayas de los presos, les permitió gozar del beneficio de las visitas íntimas o “higiénicas” con sus esposas y creó el régimen atenuado de detención.
Mientras escapaba sin mirar hacia atrás, Robledo corrió diez cuadras, hasta que se subió a un colectivo de la línea 518, que llevaba cuatro pasajeros. Agitado, le dijo al chofer:
—Señor, una patota con seis tipos me acaba de atacar. Me robaron todo y me tiraron en una zanja. Le pido por favor que me lleve porque no tengo ni una moneda.
El chofer le pidió que se tranquilizara y no le cobró.
Robledo, que le dio las gracias cinco veces, se bajó en la terminal de micros. Allí le pidió limosna a una anciana que no lo reconoció. Un detalle jugaba a su favor: tenía el pelo corto. La gente lo conocía con sus rulos desordenados. Una de las noches, durmió en el galpón donde guardaban los botes en el Club Náutico de San Fernando. Lo echó un sereno, mientras lo iluminaba con una linterna. Ese hombre nunca imaginó que acaba de despertar al asesino de los serenos.
Otro día durmió en la estación de tren de Victoria. Para Robledo, esa fuga fue su último acto de rebeldía.
Aún recuerda todos los detalles, incluso reveló una confesión. Una vez, estando detenido en Sierra Chica, su madre lo notó nervioso en una de sus visitas. “Hijo, estás raro. ¿No pensarás escaparte?”, le preguntó ella. Él respondió con rapidez: “¿Cómo sabés? Sí, pienso fugarme otra vez”. Pocos días antes, lo habían sancionado después de encontrarle en su celda una sábana anudada. Esa vez, su madre le pidió que no se escapara. Su hijo le prometió que nunca volvería a hacerlo.
En una de mis visitas a la cárcel, le había pedido que recordara su increíble huida, entre la niebla y los disparos de ametralladora. Él me dijo que me lo iba a contar por escrito. “Porque escribir es una forma de revivir los hechos”. Una tarde, envió una carta. Decía:
“Me evadí de la cárcel sin infligir daños físicos, ni materiales, a nadie, ni a nada. En La Plata la pasé mal. Bajo cualquier pretexto, volvían a llevarme al calabozo, sin comerla ni beberla, donde recibía terribles golpizas y duchas de agua fría y mis ataques de asma eran tremendos. El ensañamiento conmigo era de una crueldad inimaginable. Todo el país, no sólo las cárceles, fue un caos. El día de mi fuga, salté el muro. Estaba oscuro porque se habían quemado dos faroles. Tuve agilidad. Cuando salté y vi toda la calle para mí, se me abrieron los bronquios. El asma desapareció. Un preso recién liberado me reconoció frente a la Terminal de La Plata. Le confesé que me había fugado y que no sabía qué hacer. Ese muchacho, de mi edad, me pagó el boleto del micro, luego el colectivo desde Plaza Once y me llevó a su propia casa, donde le dijo a sus padres y a su hermanita de doce años quién era yo, y aún así, me dejaron ir a dormir y me despertaron el 9 de julio, al mediodía, para almorzar polenta con tuco, pan, vino y soda; aún lo recuerdo. Esa familia humilde me hizo sentir como en mi casa. A la tarde llegó la tía del muchacho, hermana de su madre, y me pidieron que me vaya porque ya no me podía quedar más. Me dieron unos pesos para el colectivo, que pasaba a una cuadra. Llegué hasta Liniers. Toda la Policía Bonaerense y la Federal me estaba buscando. ¿Y yo? ¿Qué hice? Me fui a ver el desfile del 9 de Julio a la Avenida del Libertador. ¿Todo esto parece alucinante, verdad? A la tarde, me fui hacia San Isidro, y caminé por las viejas vías del Ferrocarril Mitre.
“Vi un teléfono público y sentí el deseo de llamar a mi abuela para tranquilizarlas a ella y a mi mamá. Mientras pensaba en subirme a un tren de carga, rumbo a Salta, donde tengo familiares. Me atendió mi mamá llorando y preguntando ‘¿Carlos?’. Le dije que estaba bien y que no se preocupara. Me pidió que volviera porque no podía soportarlo. Al final me entregué en una estación de servicio de Olivos. Dos policías de civil me llamaron y como me alcanzaron decidí que no iba a correr. Se acercaron y me dijeron que no tuviera miedo, que eran policías y que solamente querían que les mostrara mis documentos. No exhibían armas, ni nada. Yo les dije: ‘No hace falta, yo soy Robledo Puch. No tiren’. Y les extendí las muñecas para que me esposaran. Uno le dijo al otro: ‘¿Viste que yo te decía que me parecía que era este?’. Así me tuvieron contra el cordón de la vereda, ya esposado, donde al rato apareció un Peugeot 404, verde aceituna, con policías adentro. Sentí mucho miedo, porque uno de los oficiales me preguntó: ‘¿Sabés a dónde vamos ahora, no?’. ‘No’, le respondí. ‘Ya lo vas a ver’, me dijo. Pensé para mis adentros que algo malo me iba a ocurrir, pero me equivoqué.
“Las sesenta y ocho horas que deambulé por las calles pasé hambre y sed. Recuerdo que un oficial escribiente me hizo comprar sándwiches de miga y una gaseosa que pagó de su bolsillo. Fue un gesto que jamás olvidaré. Cuando tuve que comparecer ante un juez por la fuga, en privado, en su oficina, tomó el expediente de mi causa y me mostró las fotos de los cadáveres de los homicidios. Algunas víctimas estaban entre charcos de sangre, como los que aparecían en la revista Así. Mientras me miraba, su señoría simulaba poner cara de terror. ‘¿Las habías visto?, ¿te las habían mostrado?’, me preguntó. Le dije la verdad: ‘No, nunca, es la primera vez que las veo’. Mi causa está afectada de oscuridad. No se conocen los verdaderos asesinos”.
La recaptura del asesino más famoso del país volvió a generar la atención del público. Se supo que una noche durmió en una obra en construcción, como si fuese un linyera. Los investigadores no respiraron aliviados hasta confirmar que durante el tiempo que estuvo prófugo Robledo no robó ni mató.
—Lo reconocí por la mirada. Su cuerpo estaba más deteriorado —afirmó el comisario Mario Ferreyra, de la Brigada de Martínez.
El portero de un edificio que fue testigo de la detención también se refirió a los ojos celestes de Robledo:
—Pasó por al lado mío y me miró de manera penetrante. No le hizo falta hablar. Era la mirada de alguien que pide ayuda. Después lo agarró la Policía.
Los padres de Robledo Puch le encomendaron al abogado Rodolfo Gutiérrez que le pidiera a la Justicia y a la Policía que brindara las garantías de seguridad necesarias.
Al salir de la Brigada de Martínez, Robledo vio que entre la gente que lo esperaba en la puerta (la mayoría para insultarlo) estaba su madre Aída. Se acercó, le sonrió, la abrazó y le dio un beso. Era el primer gesto sensible del criminal. Un periodista se abalanzó y le hizo algunas preguntas a la mujer:
—¿Por qué está acá, señora?
—Porque quería que Carlitos se entregara con todas las garantías. No quería que nadie lo matara o lastimara.
—¿Su hijo le comentó de sus crímenes?
—No. Nunca me dijo nada. No creo que sea culpable de todo lo que dicen. De algo sí, pero de todo no. Sólo quiero que le den una oportunidad para ser un hombre de bien. No puedo creer que haya matado. De chiquito no lastimaba ni a los animalitos.
—Señora, vamos a cuidar a su hijo. Es un muchacho enfermo. El doctor Raúl Matera ofreció hacerle un tratamiento. Era un peligro que estuviese en la calle —le dijo Pettinato.
—No es un peligro. Y no está enfermo —interrumpió la madre de Robledo.
El doctor Gutiérrez criticó a la prensa:
—Hoy he escuchado que Carlos fue llamado un subhumano. Creo que se fugó para demostrar que podía estar en la calle y no matar, no ser un asesino sanguinario, como dicen ustedes. En tres días, apenas comió dos panes.
Estaba casi desnutrido.
Luego, Robledo se subió a un móvil penitenciario con Pettinato. “Toda mi vida recordaré las palabras que me dijo ese hombre, mientras estuvimos demorados en una rotonda en la General Paz y el Puente Saavedra. Me dijo: ‘Pibe, quedate tranquilo que vos te vas a ir por la puerta grande’. No sé qué quiso decir”.
La fuga fue reconstruida con detalles. Robledo, que para esa ocasión vestía un traje gris oscuro, una chalina y una camisa, volvió a recorrer todos los lugares por los que pasó cuando estaba prófugo. A diferencia de las reconstrucciones de sus crímenes, lo acompañaban soldados del Ejército, con sus cascos y fusiles. La fuga lo había vuelto más peligroso.
En la prisión de La Plata, ciento treinta internos esperaban quedar libres con la nueva ley. Pero la fuga de Robledo generó malestar en sus compañeros: lo que menos necesitaban era que un interno se fugara porque eso podía frenar las liberaciones. Nadie debía hacerlo. Robledo había violado el pacto.
Al volver a la cárcel, fue golpeado y amenazado por los capos de los pabellones. No le perdonaron que se haya “cortado solo”, que haya vulnerado el acuerdo que había entre las autoridades y los detenidos: no era momento de fugas. En 1973 hubo motines y tomas en diez cárceles argentinas, pero la situación se había solucionado. Los presos reclamaban que se aplicara la ley de excarcelación.
Al volver al pabellón 12, Robledo tuvo un perfil más bajo. Durante los siguientes siete años vivió ensimismado, como ajeno al mundo. Inició un camino hacia el olvido, esa será su lucha. Buscó que nadie lo recuerde. Su foto dejó de aparecer en primera plana. De a poco, la amenaza que su nombre había generado en la sociedad se apagó.
Nunca más volvió a intentar escapar de una cárcel.
Seguir leyendo: