“Cincuenta años de prisión”, leyó con voz firme la jueza María del Carmen Roqueta, y el rostro de Jorge Rafael Videla se deformó con un rictus involuntario mientras mantenía los fijos en el techo de la sala donde se dictaba la sentencia.
La noticia de esa mañana – tapa en todos los diarios del jueves 5 de julio de 2021 – era la derrota por 2 a 0 de Boca Juniors frente al Corinthians de Brasil en la final de la Copa Libertadores, con un ingrediente explosivo: el anuncio de Juan Román Riquelme después del partido, asegurando que ya no vestiría la casaca del equipo auriazul. “Me siento vacío y no tengo más nada para darle al club”, citaban al 10 xeneize.
La otra noticia que los editores habían considerado relevante como para llevar a las portadas también era un anuncio: ese jueves, el Tribunal Oral Federal Nº 6 de la Capital Federal daría a conocer su fallo en la causa conocida como “Plan Sistemático”, donde se investigaron más de 30 hechos de apropiación de menores durante la última dictadura.
Se trataba de una causa que iba a hacer historia. Hasta ese momento se habían condenado en diferentes juicios a unas 25 personas por apropiación de bebés y niños. Pero se trataba de casos concretos en los que el acusado respondía por su propio delito.
Lo que como querellantes en este proceso las Abuelas de Plaza de Mayo habían intentado probar era que los 500 robos de niños que ellas estimaban que se perpetraron en la dictadura militar obedecieron a un plan sistemático diseñado desde la cúpula del Estado.
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Testimonios y pruebas
En las audiencias, los testimonios de sobrevivientes de los campos clandestinos de detención donde habían nacido muchos de esos niños y de los familiares de los bebés, a los que se les había robado la identidad para poder apropiárselos, probaron de manera contundente la sistematicidad del delito más aberrante planificado y perpetrado por la dictadura.
Entre las pruebas, también resultó clave un documento recientemente desclasificado en los Estados Unidos en 2002, tras 20 años de ser mantenido como “secreto”. Se trataba de un informe redactado por el subsecretario de Estado para Derechos Humanos y Asuntos Humanitarios de Ronald Reagan, Elliot Abrams, luego de mantener una reunión con el embajador de la dictadura argentina en Washington, Lucio García del Solar.
“Toqué con el embajador el tema de los niños, como los chicos nacidos en prisión o los chicos sacados a sus familias durante la guerra sucia. Mientras los desaparecidos estaban muertos, estos niños estaban vivos”, decía Abrams en el informe.
En los asientos de los acusados, junto a Videla, se podía ver también al dictador Reynaldo Bignone, los represores Jorge “el Tigre” Acosta, Santiago Omar Riveros, Rubén Oscar Franco, Antonio Vañek, Jorge Magnacco, Juan Azic, y los apropiadores Víctor Gallo, Susana Inés Colombo y Eduardo Ruffo.
Todos fueron condenados esa mañana, con penas que iban de los cinco a los 40 años de cárcel.
Enfundado en un traje azul y camisa blanca con corbata gris oscuro, desde la primera fila de asientos, el dictador condenado escuchó a la jueza decir que la pena que le acaba de imponer se debía a que lo había encontrado culpable de “delitos de lesa humanidad, implementados mediante una práctica sistemática y generalizada de sustracción, retención y ocultamiento de menores de edad, haciendo incierta, alterando o suprimiendo su identidad, en ocasión del secuestro, cautiverio, desaparición o muerte de sus madres en el marco de un plan general de aniquilación que se desplegó sobre parte de la población civil con el argumento de combatir la subversión, implementando métodos de terrorismo de estado durante los años 1976 a 1983 de la última dictadura militar”.
La sentencia les daba la razón a la Abuelas de Plaza de Mayo, al considerar que se ejerció el “terrorismo de Estado” mediante “la práctica sistemática y generalizada de sustracción, retención y ocultamiento de niños menores de 10 años”, bajo un “plan general de aniquilación”.
“Hijos de subversivos”
Detrás de ese fallo histórico quedaban las historias personales, las de las niñas y niñas apropiados, a los que se ese plan sistemático de la dictadura no sólo les había robado a sus padres sino también la identidad, para tratar de convertirlos en otros.
Una intención confesada con desparpajo por uno de los artífices del plan, el general Ramón Camps, en una entrevista de 1983 con un periodista de la revista española Tiempo.
“Lo que hice fue entregar a algunos de ellos a organizaciones de beneficencia para que les encontraran nuevos padres. Los subversivos educan a sus hijos para la subversión. Eso hay que impedirlo”, había dicho.
En su confesión, el otrora “dueño de la vida y de la muerte” en la provincia de buenos Aires omitió decir también que muchos de los apropiadores de niños eran los mismos militares y paramilitares que habían asesinado a sus padres.
De todas las historias de los niños apropiados –muchos de los cuales siguen hoy sin conocer su verdadera identidad– hay una que al autor de esta nota lo toca de muy cerca: la de Leonardo Fossati Ortega, hijo nacido en cautiverio de Inés Ortega y de Rubén Leonardo Fossati, este último compañero de colegio del cronista.
La historia de Leonardo
Leonardo tiene hoy 46 años, pero pasó 28 años de su vida sin conocer su verdadera identidad, desde que llegó al mundo en la maternidad montada en la cocina del Centro Clandestino de Detención de la Comisaría Quinta de La Plata, en marzo de 1977, hasta que en 2005 recuperó su identidad gracias a las Abuelas de Plaza de Mayo.
Los testimonios de sobrevivientes del Centro Clandestino de Detención (CCD) permitieron establecer que por allí pasaron alrededor de diez mujeres embarazadas y que hubo dos nacimientos en la maternidad clandestina, el de Leonardo y el de Ana Libertad Baratti De La Cuadra, nieta recuperada en 2014. También allí estuvieron secuestrados tres niños: Mónica Santucho, María Eugenia Gatica Caracoche y José Sabino Abdala.
De las embarazadas, sólo una sobrevivió, Adriana Calvo de Laborde. Gracias a ella, Leonardo pudo saber dónde y cómo nació.
“Todo lo que sé de mi nacimiento es porque Adriana estaba en la misma celda que mi mamá y cuando la devolvieron ahí, conmigo, mi mamá le contó cómo fue el parto y cómo la habían atado y maltratado. Adriana también me contó que desde las celdas se escuchaba cómo la insultaban, los gritos de mi mamá y que pudo escuchar mi llanto cuando nací”, le contó a el cronista cuando recorrieron juntos ese centro clandestino de detención.
Más tarde, en un espacio pequeño y casi abandonado, dirá: “Acá, en esta cocina, mi mamá, Inés Beatriz Ortega, me tuvo a mí en una mesa, atada de pies y manos, rodeada de policías que la insultaban. Mi mamá tenía 16 años”.
El secuestro de Inés y Rubén
Rubén e Inés, los padres de Leonardo, vivían juntos en Quilmes. Ella estaba embarazada de 7 meses y militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES); Rubén, estudiante de Historia, en la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Fueron secuestrados el 21 de febrero de 1977 en la esquina de Islas Malvinas y Baranda, en esa ciudad.
“Mi papá esperaba a mi mamá en un bar, donde iban a encontrarse con la hermana gemela de mi mamá. Desde ahí vio cómo la secuestraban en la calle y salió. Se lo llevaron a él también”, contó Leonardo en ese recorrido con el cronista.
Hay testimonios que ubican a ambos en el CCD de Arana, en las afueras de La Plata, desde donde fueron trasladados a la Comisaría Quinta. Allí, en la cocina-maternidad clandestina, nació Leonardo el 12 de marzo de 1977. Los carceleros permitieron que Inés lo tuviera con ella, en su celda, durante cinco días, y luego se lo llevaron. Adriana Calvo de Laborde relató que le prometieron a Inés que se lo iban a entregar a sus familiares, pero ya habían decidido otro destino para él.
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En busca de la identidad robada
Leonardo no fue apropiado por una familia de militares sino criado por una familia a la que –como en muchos otros casos – la engañaron sobre el origen del niño.
“A mí me crio una familia de buena fe, a la que le mintieron sobre mi origen. Ellos me anotaron como hijo propio, creyendo una historia de abandono, de una estudiante que había venido a La Plata, había quedado embarazada y que no quería quedarse conmigo. Esa fue la historia que les contó una mujer, partera, que me entregó. Entonces me inscribieron como hijo propio, eligieron aceptarme de algún modo con esa historia”, relató.
Leonardo creció sin saber que su familia no era su familia de sangre, que había sido adoptado ilegalmente. Cuenta que recién cuando estaba en el colegio secundario empezó a tener dudas: no se parecía en nada a sus padres de crianza.
“Tampoco tenía ni una sola foto de ninguno de los dos embarazos, ni de mi hermana de crianza, que tampoco es hija biológica de ellos, ni mía, pero sí teníamos infinidad de fotos de bebé, desde el primer día que llegamos hasta toda nuestra infancia y adolescencia. Mi familia de crianza era un matrimonio mayor, que en líneas generales tenía la edad de los abuelos de mis amigos. Entonces todas esas dudas se iban sumando y fueron generando en mí una idea de que yo podía ser adoptado”, relató en esa charla con el cronista.
Al mismo tiempo, otra idea se iba formando en su mente. Sin conocer lo que les había dicho la partera a sus padres, imaginó una historia parecida. Por entonces no se le ocurría que podía ser un hijo de desaparecidos. Eso postergó durante años la búsqueda de su identidad.
“Me fui haciendo a la idea de que podía ser adoptado, pero también, en mi imaginación, me fui formando una idea de que había sido abandonado. Esas eran las historias de adopciones que yo conocía hasta ese momento. Entonces me decía: ‘Bueno, tal vez no sea hijo biológico es esta familia, pero si no lo soy es porque me abandonaron, entonces prefiero quedarme con ellos, que me eligieron’. Y así mi cabeza acomodó en un cajón mental esta historia durante años”, recordó.
Ser padre para ser hijo
Fue su propia paternidad lo que hizo que se decidiera a buscar sus orígenes, siempre sin pensar que podía ser hijo de desaparecidos.
“Fui padre muy joven, a los veinte años. Transitar la paternidad me hizo pensar en qué terrible debe ser abandonar un hijo, las cosas que deben pasar por la cabeza de la persona que lo hace. Además, ya no era mi historia, era también la historia de mi hijo también. Eso me hizo preguntarles a mis padres de crianza y, bueno, ellos me contaron que durante años hicieron trámites para adoptar un hijo, pero que no lo conseguían, y que entonces apareció la partera… Bueno, esa historia”, reflexionó esa vez en la ex Comisaría Quinta.
Decidido a rastrear su verdadera identidad, Leonardo intentó contactar a la partera, que había vivido en el mismo barrio. Cuando fue a la casa donde había tenido su consultorio supo que había muerto hacía unos años y que la familia que vivía allí no tenía ningún parentesco con ella. Sintió que se le cerraban todas las puertas.
Una improvisación decisiva
Por entonces, Leonardo trabajaba en una empresa mayorista de turismo y estudiaba teatro. Ya tenía 27 años y seguía sin pensar que podía ser hijo de desaparecidos. También se había convencido de que sería imposible saber quiénes eran sus verdaderos padres y, quizás, encontrar a alguno de ellos. Fue un ejercicio de improvisación teatral lo que lo hizo retomar la búsqueda.
“Nos propusieron, con una amiga que estudiaba conmigo, que hiciéramos un ejercicio de improvisación. Yo elegí improvisar los últimos cinco minutos de mi vida. Ahí improvisé, entre otras cosas, que me arrepentía de no haber podido saber realmente quién era. Después, mi amiga me preguntó si era verdad lo que había dicho y le dije que sí. Ella me dijo que por qué no iba a Abuelas”, recordó
Le costó hacerse a la idea. Las historias que conocía de hijos apropiados eran casos emblemáticos, donde la familia de crianza era responsable o cómplice de los apropiadores. No cerraba con la historia de la partera que le habían contado sus padres adoptivos. Además, no daban el perfil: era una familia poco politizada pero con simpatías radicales, que había celebrado la recuperación de la democracia y que consideraba a la última dictadura como una etapa negra de la historia argentina.
Demoró más de un año en decidirse, hasta que finalmente se acercó a la filial de Abuelas de Plaza de Mayo en La Plata. Corría 2004.
Un año después supo la verdad y recuperó la identidad que le habían robado cuando lo sacaron de la Comisaría Quinta. Es allí mismo, en ese lugar que hoy es Espacio de la Memoria, donde le dijo al cronista:
“Acá, en este lugar, mi historia personal se integra con la historia colectiva”.
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