A las 7:30 de la mañana del domingo 4 de julio de 1976 ya había no pocos vecinos del barrio porteño de Belgrano reunidos frente a las puertas de la Iglesia de San Patricio. Entre los murmullos de las conversaciones se podía distinguir un comentario reiterado: qué raro que los curas tuvieran todavía el templo cerrado, tan puntuales que eran, sobre todo los domingos, cuando tantos feligreses se daban cita para escuchar la misa.
Entre la gente reunida frente a la parroquia se encontraba un pibe joven. Rolando Savino tenía 16 años y de alguna manera se sentía responsable de la tardanza de los curas, porque era el organista de la iglesia. No pensó en nada raro, simplemente supuso que los sacerdotes se habían quedado dormidos, y con audacia adolescente trepó hasta alcanzar una banderola y se metió en el salón que estaba detrás de la casa parroquial.
No encontró a nadie allí y entonces tomó un manojo de llaves -donde había un juego de la casa donde dormían los curas- y fue a despertarlos. Cuando abrió la puerta, se le escapó un grito de espanto.
“Entré por una ventana lateral porque nadie respondía el timbre y los llamados, pese a que se veían luces prendidas desde afuera. Al subir por la escalera, vi que había una estufa encendida en el pasillo. Los llamé por sus nombres, golpeé con las palmas y, desde el descanso de la escalera pude ver un desorden descomunal y pintadas en las paredes… estaba aturdido. Vi los cuerpos sin vida, una imagen de terror… Volví a la calle y solo pude decir que me parecía que los habían asaltado”, contó muchos años después, cuando declaró en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos por los grupos de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Cuando regresó a la calle le pidió a una vecina que lo acompañara a la comisaría más cercana, la 37, sobre la calle Mendoza, para que viniera la policía. Temblaba.
En la sede policial, tanto Savino como la señora notaron algo raro: el agente que los atendió, a pesar de la escena terrorífica que describía el pibe, se tomó su tiempo para tomar la denuncia y enviar un patrullero.
El periodista y abogado de Derechos Humanos Pablo Llonto reconstruyó así los hechos de esa mañana: “En la 37, sobre la calle Mendoza, notaron las primeras señales de la inevitable complicidad. Un agente policial se hizo el tonto cuando le pidieron que se dirigiera urgente a la parroquia de San Patricio. Al rato algunos patrulleros rodearon el lugar. Simulaban estar impactados por la escena. Después desplegaron la rutinaria y falsa tarea de examinar el lugar mientras le decían al muchacho ‘nos tenés que decir los nombres de los cinco’”.
Cinco víctimas y dos pintadas
Los cinco muertos eran los sacerdotes palotinos Pedro Dufau, de 76 años; Alfredo “Alfie” Kelly, de 43, y Alfredo Leaden, de 57, y los seminaristas Salvador Barbeito, de 25 y Emilio Barletti, de 24.
Todos yacían alineados bocabajo sobre la alfombra roja del living, donde también se encontraron 35 vainas servidas y 15 proyectiles calibre 9 milímetros.
Sobre el cuerpo de Salvador Barbeito los asesinos pusieron un dibujo de Quino, tomado de una de las habitaciones, en el que Mafalda aparece señalando el bastón de un policía y dice: “Este es el palito de abollar ideologías”.
En las paredes se podían leer dos pintadas: “Por los camaradas dinamitados en Seguridad Federal. Venceremos. Viva la Patria”, decía una de ellas. “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son M.S.T.M (sigla del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo)”, decía la otra.
El mensaje estaba claro. El asesinato de los cinco religiosos era una venganza de los grupos de tareas de la dictadura por el atentado con un explosivo cometido dos días antes por Montoneros en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, donde murieron 24 personas.
Zona liberada
Los primeros policías en llegar a la parroquia se mostraron horrorizados por la escena de la casa parroquial. Pero ese horror era, en realidad, una simulación: sabían muy bien lo que iban a encontrar. A partir de varios testimonios, se pudo establecer después que la zona había sido liberada por los propios policías de la 37 para que el grupo de tareas pudieran actuar con total tranquilidad.
La madrugada anterior, a eso de la una, los jóvenes Julio Pinasco, Guillermo Silva y Julio Víctor Martínez vieron dos autos Peugeot estacionados frente a la iglesia, con cuatro o cinco hombres dentro cada uno.
Martínez vivía enfrente y era hijo de un oficial del Ejército, el general José Andrés Martínez Waldner, interventor de la provincia de Neuquén. Al ver esos autos sospechosos, temió que se tratara de un comando guerrillero que podía intentar contra su padre y llamó por teléfono a la Comisaría 37.
Al rato llegó un patrullero de la Federal y el oficial Miguel Ángel Romano interpeló a los ocupantes de los autos. Los jóvenes lo vieron hablar con uno de los hombres del Peugeot que estaba estacionado adelante y retirarse con total tranquilidad.
Antes de irse, el oficial de la Federal le dio un mensaje de los ocupantes de los autos al hijo del general: “Si escuchás unos cuetazos no salgás, porque vamos a reventar la casa de unos zurdos”, le mandaron a decir.
Los autos no se movieron del lugar y, aproximadamente una hora después, Silva y Pinasco vieron desde una ventana como varias personas con armas largas se bajaban de los vehículos y entraban a la iglesia.
No escucharon ningún disparo porque -como pudo establecerse después- usaron silenciadores en las pistolas con que ejecutaron a los cinco religiosos.
Se trataba, sin lugar a duda, de una operación militar encubierta perpetrada en una zona liberada por la policía.
La reacción de la Iglesia
La dictadura llevaba poco más de tres meses y acababa de cometer el que pasaría a la historia como el mayor atentado contra la Iglesia en sus más de siete años en el poder.
Sin embargo, los diarios del día siguiente dieron una versión diametralmente opuesta de lo ocurrido. “Elementos subversivos asesinaron cobardemente a los sacerdotes y seminaristas. El vandálico hecho fue cometido en dependencias de la iglesia San Patricio, lo cual demuestra que sus autores, además de no tener Patria, tampoco tienen Dios”, se podía leer en uno de los de mayor circulación.
La jerarquía de la Iglesia no se engañó. Sabía que los padres palotinos estaban siendo amenazados por la dictadura y que la masacre era obra de un grupo paramilitar.
El lunes 5 se realizó una misa en San Patricio por los religiosos asesinados, con presencia de autoridades militares y más de tres mil fieles. En la ceremonia, el padre Roberto Favre -con autorización de sus superiores- señaló elípticamente a los culpables. “No puede haber voces discordantes en la reprobación de estos hechos. Tenemos necesidad de buscar más que nunca la justicia, la verdad y el amor para ponerlas al servicio de la paz. Hay que rogar a Dios no sólo por los muertos, sino también por las innumerables desapariciones que se conocen día a día... En este momento debemos reclamar a todos aquellos que tienen alguna responsabilidad, que realicen todos los esfuerzos posibles para que se retorne al Estado de Derecho que requiere todo pueblo civilizado”, dijo desde el púlpito.
Desde el Vaticano, el papa Paulo VI condenó sin eufemismos el atentado, mientras que su representante en la Argentina, el nuncio apostólico Pío Laghi, concelebraba la misa de San Patricio pero no decía una palabra.
“Yo tuve que darle la hostia al general Suárez Mason. Puede imaginar lo que siento como cura... Sentí ganas de pegarle con el puño en la cara”, le confesó después Robert Cox, director de The Buenos Aires Herald, casi el único diario que por entonces se atrevía a denunciar los crímenes de la dictadura.
Tres días después de los asesinatos, el cardenal Juan Carlos Aramburu y el nuncio apostólico Pío Laghi se reunieron con la Junta Militar para pedir explicaciones. Los jefes militares les dijeron que podrían haber sido “grupos de tareas fuera de control”.
Un juez y un periodista
La investigación judicial quedó a cargo del juez Guillermo Rivarola y de su secretario gustavo Guerrico, que casi no tomaron medidas procesales. Por los testimonios de los tres jóvenes que habían visto a los policías del patrullero dialogando con los asesinos, debieron por lo menos investigar el encubrimiento de la Comisaría 37.
En su libro La Masacre de San Patricio, publicado en los primeros años de la democracia recuperada, el periodista Eduardo Kimel, señaló las irregularidades del procedimiento judicial.
“El juez Rivarola cumplió con la mayoría de los requisitos formales de la investigación, aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia de que la orden del crimen había partido de la entraña del poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto muerto”, escribió.
Esa denuncia le valió a Kimel la condena de un año de prisión en suspenso por el delito de calumnias.
Recién en 2008 la Corte Interamericana de Derechos Humanos le exigió al Estado argentino que dejara sin efecto la condena contra el periodista, lo indemnizara y modificara el Código Penal.
A raíz de eso, en octubre de 2009 el Congreso sancionó una ley que despenalizaba los delitos de calumnias e injurias cuando se trata de casos de interés público, conocida como “Ley Kimel”. El periodista no llegó a saberlo, había muerto un año antes.
El diario del padre Kelly
La investigación deliberadamente fallida del juez Rivarola tampoco tuvo en cuenta que los curas palotinos, y en especial el padre Alfredo Kelly, venían siendo sistemáticamente amenazados debido a sus claras posiciones en defensa de los derechos humanos que, además, daban a conocer en un barrio donde vivían altos jefes militares y jueces funcionales a la dictadura.
Tres días antes de la masacre donde le arrancaron la vida, el padre Kelly escribió en su diario personal una nota inequívoca: “He tenido una de las más profundas experiencias en la oración. Durante la mañana me di cuenta de la gravedad de la calumnia que está circulando acerca de mí. A lo largo del día he estado percibiendo el peligro en que está mi vida. Por la noche he orado intensamente, al finalizar no he sabido mucho más. Creo sí que he estado más calmo y tranquilo frente a la posibilidad de la muerte… Nunca he dudado que fue Él quien me concedió la gracia y tampoco que no soy indispensable, aunque tengo mucho que decirles aún, sé que el Espíritu Santo se los dirá... Y mi muerte física será como la de Cristo un instrumento misterioso, el mismo Espíritu irá a algunos de sus hijos, pedí para que fuese a Jorge y a Emilio, para los que me odian, para los que recibieron a través de mí, para el florecimiento de las vocaciones, para crear hombres dentro de la sociedad que sean necesarios, los que Él desea… En resumen: que entrego mi vida, vivo o muerto al Señor, pero que en cuanto pueda tengo que luchar por conservarla. Que seré llamado por el Padre en la hora y modo que Él quiera y no cuando yo u otros lo quieran”.
Se la arrebataron otros, que 47 años después de su muerte y las de sus compañeros de infortunio, todavía no han podido ser identificados.
La Masacre de los Palotinos fue el atentado más sangriento de la dictadura contra miembros de la Iglesia, pero no sería el último.
En los siguientes treinta días, en Chamical, La Rioja, serían asesinados el obispo Enrique Angelelli y dos de los curas que lo ayudaban en su prédica de defensa de los derechos humanos, los padres Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville.
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