Comienzos de marzo del 2020. El mundo ya padecía el COVID-19 y la OMS había declarado la pandemia a nivel mundial. El virus estaba a punto de desembarcar en Argentina. Dentro de muy poco tiempo como en una de esas películas apocalípticas íbamos a vivir encerrados sin chances de que nuestros hijos vayan a la escuela o pisen una plaza. A todo esto, el barbijo y el lavado de manos varias veces al día que se convertiría en parte de nuestra vida cotidiana.
Con todo esto a punto de suceder, Nicolás Luna y Natalia Schmidt se miraron en su pequeño departamento de Villa Ballester. Él le cebó a ella uno de esos mates de la tarde que acompañaban con bizcochos. La chica sorbió, hizo el ruido característico hasta el final del mate. La pareja se miró a los ojos y a coro dijeron o pensaron: “Es ahora, lo tenemos que hacer este fin de semana”. Mientras tanto, la hija de la pareja de 3 años jugaba con unos cubos en el suelo sobre una alfombra.
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En ese año de pandemia, Nicolás y Natalia ya llevaban unos 10 años juntos. Solían pasar los fines de semana de viaje. Conocieron la mayoría de los pueblos bonaerenses cercanos a Buenos Aires. “Siempre digo, que los sábados en vez de ir a un boliche, nosotros salíamos de viaje”, resalta Luna en diálogo con Infobae.
Con un viejo coche y a veces con esfuerzo para comprar la nafta, la pareja en uno de esos viajes quedó enamorada de una de las localidades. “Castilla nos pareció nuestro lugar en el mundo –cuentan a dúo Nicolás y Natalia-. Había mucha paz en este pueblo. Un silencio que nos cautivó”.
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Fueron varios fines de semana seguidos hasta que encontraron un lote en el límite del pueblo y lo compraron en cuotas en pesos. “Era una finca que había estado abandonada durante 35 años”, recuerda Nicolás.
Ahí arranca el sueño que iban a cumplir empujados por la pandemia de coronavirus en marzo del 2020.
Adaptarse a Castilla
Ya tenía el campo, su futuro lugar en el mundo. “Viajábamos todas las semanas para limpiar los matorrales abandonados. Dejábamos el auto en el centro y nos poníamos bolsas en los pies para caminar por el barro. Los vecinos me decían el loco del hacha, porque la usaba para sacar todos los yuyos y las ramas caídas”.
Esa primera etapa, dormían en una capilla abandonada que estaba dentro del lote. No tenían ni luz, ni agua potable. Apenas, un baño que de a poco recuperaron. En el templo ya no quedaba ninguna señal o imagen religiosa. “Apenas un cartel que decía ´Jesús te salvará´”. Los habitantes de Castilla pasaban por la calle de tierra y veían las dos sombras que se movían al ritmo de la vela. “Algunos se asustaban, pero enseguida se acordaban de la pareja de porteños que se querían venir a vivir a la localidad”, se sonríe Luna cuando lo recuerda.
Así arrancó el sueño de construir su refugio en ese pueblo de 600 habitantes que primero los vieron como extraños y enseguida los adoptaron. “Vieron que éramos laburantes y enseguida nos aceptaron”. El sueño que empezaron a construir es la de tener un emprendimiento turístico. Primero un camping, luego cabañas y un restaurante en la capilla abandonada.
Rumbo a Castilla
El fin de semana antes de que el gobierno decrete la cuarentena, Nicolás y Natalia cargaron un par de valijas, sentaron a su hija en el asiento para bebés y recorrieron los 178 kilómetros hasta su nueva vida.
Mientras viajaban miraban por la ventanilla la llanura pampeana y quizás imaginaban mucho de lo que se les venía encima. ¿Podremos cambiar de vida tan fácilmente? ¿Nos alcanzará la plata? ¿Será feliz nuestra hija?
Llegaron al campo y esa noche durmieron en la capilla como todos los fines de semana que pasaban en el pueblo. Esta vez no había retorno el domingo, ni departamento en Villa Ballester, ni un trabajo que los esperara en la Ciudad. Habían hecho ese cambio que tantas veces habían soñado cuando recorrían los pueblos.
Llegó la cuarentena y arrancaron los problemas en la nueva vida para Nicolás y Natalia. Sólo tenían presupuesto para vivir dos meses. Cada noche la pareja se acostaba y pensaba en alternativas para sobrevivir a la nueva vida.
Una tarde vieron a su hija que se sentaba en un tronco al costado de la capilla. Peinada con dos trenzas, la nena miraba el atardecer en silencio. Hipnotizada por ese plato naranja que se escondía tras una arboleda lejana. “Entendimos todo. Le vimos la cara extasiada frente a ese espectáculo de la naturaleza. Y dijimos no hay nada que nos pueda sacar de este lugar. La vamos a pelear”.
Natalia, que había renunciado a un colegio en Ballester, se puso a dar clases de inglés. Nicolás que era electricista empezó a tener los primeros trabajos entre los vecinos de Castilla. Eso no fue todo, con mucho tiempo libre, Luna se puso a idear un leñero para las casas de pueblo. Lo fabricó con hierros que encontró dentro de la capilla y empezó a venderlos por Mercado Libre. “Tuve mucho éxito con eso – recuerda Luna-. Los llevaba hasta Areco a menos de 30 kilómetros para que lo distribuyan”.
Con el fin de la pandemia, se puso en marcha el emprendimiento turístico de Nicolás y Natalia. “La Capilla” ya tiene espacio para carpas, estacionamiento de autos y hasta los chicos cocinan a pedido de los visitantes. La pareja junto a la nena y un segunda hija que viene en camino se mudaron a un viejo gallinero que empezaron a restaurar. “Es una vieja edificación de ladrillos gruesos y techo de chapa. Tenemos el baño a 20 metros y la cocina integrada. Igual nosotros somos felices”, resalta Luna.
En “La Capilla” aceptan unas 40 personas por fin de semana. “La idea es que todos puedan disfrutar sin estar apiñados”, explica Nicolás. La pareja ya empezó a construir las cabañas y en el futuro hasta planean su propia casa en una punta del predio. “En un lugar detrás de pequeño bosque para no molestar a los visitantes y, además, tener una linda vista de los atardeceres”, cuenta Luna.
El vuelco en la vida de la pareja fue total. Pasaron de ese departamento en Ballester a una vida de campo puro. Los chicos tienen algunas vacas y ganzos que deambulan por su campo. “Éramos cero bichos en Buenos Aires. Y acá de golpe cambiamos. Igual si veo una araña de más de 3 centímetros no te voy a mentir: nos asustamos”, cuentan a dúo Nicolás y Natalia, mientras se ríen al recordar alguna noche que tuvieron que matar uno de esos insectos con la ojota.
El cambio incluyó acomodarse a una de las costumbres de la llanura pampeana. Nicolás comparte con su vecino unas 10 vacas. Cada año matan a una y se reparten la carne entre los dos. “Ya me tocó tres veces hacerlo desde que llegué a Castilla. Al principio me daba mucho miedo. Y los gauchos de acá lo toman como algo normal. ¿Por qué no lo vas a hacer? La necesitamos para comer”.
Así, le tocó dar el mazazo sobre la cabeza del animal y todo el proceso hasta obtener la carne que se reparte. “La frizamos y nos dura casi un año”, explica Luna. Nicolás y Natalia llevan 3 años de esta nueva vida. Tienen Internet, pero non TV, y su hija se cría libre entre árboles y atardeceres que hacen que el cielo explote de naranja. En los pocos viajes que hacen a Chivilcoy para alguna compra, la nena se sorprende al ver “tantos autos juntos”. Al rato ya pide volver al silencio de Castilla porque otra vez está por caer la tarde y la espera su tronco para sentarse a observar como se va el sol. Tan simple y hermoso como eso.
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