La salud del ex presidente Hipólito Yrigoyen se complicó notoriamente el 2 de julio. El encarcelamiento que había sufrido había sido cruel y los fríos de junio colaboraron en acelerar el desenlace. Era un hombre con serios problemas respiratorios y digestivos que el encierro en Martín García acentuó. Los que lo visitaron lo notaban irritable y contrariado por las acusaciones del gobierno que lo habían llevado a detenerlo. En enero de 1933 los médicos temieron que tuviera un cáncer laríngeo que, de no ser tratado, podría provocar un cierre de las vías respiratorias. Se le debía practicar una traqueotomía, en forma preventiva, aunque el doctor José Landa, uno de sus médicos, descartó esa posibilidad por su avanzada edad.
En los últimos tiempos los familiares habían llamado a un cura capuchino que golpeaba las partes del cuerpo enfermas con trozos de queso y también convocaron a un japonés que aspiraba el mal del enfermo con solo apoyar su cabeza en el pecho.
Cuando le permitieron regresar a su casa, ya estaba muy delgado. Recibía pocas visitas y pasaba el tiempo leyendo. Cuando se sintió más repuesto, lo llevaban en paseos en auto, acompañado por su hija Elena y el comisario Fernando Betancour, antiguo miembro de su custodia presidencial. Recorría plazas y paseos, pero no descendía del vehículo y respondía, parco, a través de la ventanilla, los saludos de la gente que lo reconocía.
En marzo se sintió mejor y le recomendaron otros aires para su recuperación. Pensaron en Brasil pero terminaron inclinándose por Uruguay, adonde viajó el 5 de abril. Se embarcó junto a Elena, su hija inseparable, la que había tenido a los 20 años con Antonia Pavón, y a la que nunca reconoció como a sus otros hijos, si bien siempre se ocupó de ella. También era de la partida la inseparable Isabel Menéndez, su secretaria, el doctor Landó y el ex comisario Betancour, que no era radical.
Visitó al presidente Gabriel Terra, quien en la segunda presidencia del radical, había sido embajador en Buenos Aires. También se encontró con Luis Alberto de Herrera, líder nacionalista. Estas reuniones sirvieron para levantarle el ánimo, pero nuevamente se derrumbó al enterarse de la muerte de su hermana Marcelina Yrigoyen de Rodríguez. Llegó justo para asistir a su sepelio.
En mayo retomó las actividades, recibiendo a militantes y dirigentes partidarios. Parecía haber mejorado hasta que volvieron los problemas respiratorios. Los médicos aconsejaron que viajase al Paraguay, un clima mejor que el de Buenos Aires, pero ya era tarde. Cuando se agravaron sus dolencias pulmonares, ya no pudo salir de su casa.
Vivía junto a su hija Elena en Sarmiento 944, casi esquina Carabelas, en una casa de altos que alquilaba, donde hoy se levanta un edificio. Los médicos le recomendaron hacer reposo por esa ronquera que no se le iba. Salvo por la compañía de su hija, su secretaria y un par de incondicionales, pocos se acercaban.
Se alegró cuando Marcelo T. de Alvear, luego de ser liberado, fue a verlo el 30 de junio. El se hacía negar porque todo lo fatigaba, pero cuando se enteró que era él, se levantó de la cama y se peinó.
Lo atendían los médicos Roque A. Izzo, Osvaldo Meabe, José Tobías, Angel H. Roffo, el radiólogo José Uslenghi y también se sumó al equipo J. A. Buasso, especialista en garganta.
El 2 de julio de 1933 se quedaron hasta la una de la mañana acompañándolo. Ese mismo día lo visitó su viejo amigo, el padre dominico fray Alvaro Alvarez y Sánchez y por la noche fueron Alvear y Honorio Pueyrredón.
El 3 el anciano líder estaba realmente grave. A las 9 de la mañana Alvarez y Sánchez le dio la extremaunción. El asentía con un leve movimiento de cabeza. Con voz apenas audible, en la confesión dijo que “no tenía males de qué arrepentirse”, pues lo alentaba la certeza de haber hecho todo el bien posible a la patria, a sus conciudadanos y a sus amigos. Se rezó una misa y monseñor D’Andrea le dio la bendición papal.
Estaba rodeado de sus hijos, Elena, Eduardo y Sara, estos dos últimos fruto de la unión con Dominga Campos, fallecida años atrás. Cuando al mediodía llegaron más allegados y conocidos, Yrigoyen estaba a solas con Eduardo, con quien había estado distanciado por veinte años. Pudieron hablar por unos pocos minutos.
Su temperatura era alta y su pulso débil. Entró en agonía. Ese día ya no reconocía a las personas que permanecían a su lado. En la casa había mucha gente pero era poca la autorizada a ingresar a la habitación.
Los médicos se propusieron reanimarlo. Le dieron suero por boca, acordaron inyectarle un enérgico reactivo y continuaron suministrándole oxígeno. Su corazón latía cada vez más débil.
A las 17 horas reaccionó y hasta se incorporó un poco en la cama. Le hicieron preguntas que respondió con leves movimientos de sus manos. Pero enseguida volvió a caer en un sopor y los médicos llamaron a los familiares a que permaneciesen en la habitación. Según el cronista del diario La Nación, Yrigoyen “presentaba la plácida expresión de un hombre que se extingue suavemente”.
Elpidio González, quien había sido ministro de Guerra y Jefe de Policía en el primer gobierno radical, le preguntó la hora a Alvear, que por momentos lloraba como un chico. También estaban Pueyrredón, hijos y amigos de la familia, todos rodeando el lecho donde Yrigoyen había dado el último suspiro. Era una modesta habitación, decorada únicamente por un cuadro de la virgen que colgaba arriba del respaldo de la cama.
- Son las 19 y 21 –respondió Alvear.
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen murió nueve días antes de cumplir los 81 años. Fue dos veces presidente, el primero en ser elegido por la ley Sáenz Peña y víctima del golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930.
A las 20 horas, el doctor Izzo firmó el certificado de defunción.
Primero fueron grupos aislados pero pronto fue una multitud la que se congregó ese día frente a su domicilio. La demolición de muchas casas entre Sarmiento y Diagonal Norte abrió un gran espacio que enseguida fue ocupado por la gente, a la que no le importó ni el frío ni la llovizna. Se habían enterado por las noticias que daban los diarios. La multitud hizo que el tráfico en la zona fuera imposible y los tranvías debieron cambiar sus recorridos.
Se enteraron del fallecimiento cuando se abrieron las puertas del balcón y vieron salir a Tamborini, que invitó a todos a descubrirse. No hubo más que decir. Algunos lloraban, otros se arrodillaron, muchos vivaron el apellido del ex presidente y todos cantaron el Himno.
En la puerta de la casa, agentes de infantería y de caballería trataban de mantener el orden.
A las ocho de la noche monseñor D’Andrea con el dirigente radical Walter Perkins fueron a la Casa Rosada a ver al ministro del Interior, Dr. Leopoldo Melo, un viejo correligionario que en 1924 había sido uno de los promotores de la Unión Cívica Radical antipersonalista, una vertiente radical duramente opositora a Yrigoyen.
Los dos emisarios le plantearon el deseo de la familia del difunto de que fuera velado en el pórtico de la Catedral metropolitana o bien en el convento de Santo Domingo. Melo les respondió que debía consultarlo con el presidente Agustín P. Justo, que ya se había retirado, y que lo haría al día siguiente a las diez y media de la mañana.
Sin embargo, a las nueve de la noche volvió Perkins, acompañado por el dirigente Albino Pugnalin. Le comentaron a Melo que con la familia coincidieron que el atrio de la Catedral era chico y que solicitaban permiso para hacer el velatorio en Plaza Once de Septiembre o en Plaza San Martín. El ministro del Interior les respondió que no habría inconveniente, pero que debía consultarlo al día siguiente con el primer mandatario.
La juventud radical insistía en que debía ser velado en la Plaza de Mayo.
Esa noche a las 22 el cuerpo fue embalsamado por el doctor Angel Roffo, quien contó con la ayuda de los otros médicos presentes, y el escultor Pedro Zonza Briano le confeccionó una mascarilla mortuoria. Vistieron el cadáver con el hábito de los dominicos. En su pecho colocaron una bandera argentina de guerra, con un crespón negro. Sus manos entrelazadas tenían un escapulario blanco con una pequeña cruz de plata. Su cabeza había sido acomodada levemente levantada.
El 4 de julio por la tarde el gobierno respondió que no autorizaría a usar un espacio público, y permitió que el féretro fuese exhibido unas cuatro o cinco horas antes en la plazoleta frente al Cementerio de la Recoleta, y que ahí podrían levantar una tribuna desde donde los oradores lo despedirían. Melo aclaró que no había ni “egoísmo ni mezquindad”.
El gobierno, si bien expresó que no se suspenderían los festejos previstos para el 9 de julio, decretó diez días de duelo, con bandera a media asta en los edificios públicos. Nuevamente Walter Perkins concurrió a la casa de gobierno para entregar una carta de Elena, la hija del muerto, en la que decía que como el gobierno se había rehusado a autorizar un lugar público para velar a su padre, la familia “no puede aceptar otros honores oficiales en su reemplazo”.
De todas formas, el poder ejecutivo dijo que los honores serían mantenidos.
El velorio se hizo en su casa y la capilla ardiente se levantó en una de las antesalas. En la entrada colocaron un libro donde la gente escribía sus condolencias. El cuerpo estaba en un ataúd de ébano platinado, con manijas de plata.
Recién a las dos de la madrugada del 3 habilitaron la entrada a la gente, que a esa altura se calculó en cientos de miles.
El velatorio duró dos días y medio. Leopoldo Melo se acercó a la casa, pero no lo dejaron pasar y se retiró entre insultos y abucheos.
A las 10 de la mañana del 6, se cerró la puerta de la casa. Al mediodía partió el cortejo a la Recoleta. Salió de Sarmiento 944 hacia Suipacha hasta Avenida de Mayo, tomó por Sáenz Peña, se bordeó la plaza y enfilaron por Victoria (actual Hipólito Yrigoyen) hasta Entre Ríos y de ahí por Callao hasta Quintana.
La voluntad de Yrigoyen fue la de ser sepultado en el Panteón de los caídos en la Revolución del Parque. Debieron descartar la carroza fúnebre. La gente –muchos habían viajado desde el interior- lo llevó a pulso. Fueron inútiles los esfuerzos del Escuadrón de Seguridad para mantener el orden. La gente pinchaba a los caballos y le tiraban fósforos encendidos a los policías. Debió salir Alvear al balcón para calmar a la multitud.
A lo largo del cortejo, hubo corridas y empujones. En una ocasión, el ataúd, que iba bamboleándose mientras pasaba de mano en mano, de hombro en hombro, cayó al piso.
Desde todos los balcones de los edificios asomaban hombres, mujeres y niños, muchos arrojaban flores, agitaban pañuelos, otros cantaban el himno.
El cortejo demoró cuatro horas en llegar al cementerio, donde se pronunciaron los discursos de rigor. Debieron armarse dos tribunas, una adentro y otra afuera. La contracara la brindó el gobierno que amenazó con el despido a los empleados públicos que faltasen al trabajo para ir a las exequias de ese presidente que, aún anciano y enfermo, tenía más fuerza que los que lo habían desalojado del poder.
Fuentes: Diarios La Nación – La Prensa – Revista Caras y Caretas.
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