La Noche de los Cuchillos Largos: la purga que incluyó a un líder nazi gay y consolidó el poder de Hitler

La noche del 30 de junio de 1934 en Alemania se produjo la primera gran matanza política del Führer. Hubo 85 asesinatos. Todos opositores al dictador. Ernst Röhm, líder de las Camisas Pardas y homosexual confeso, estuvo entre las víctimas

El 30 de junio de 1934, Hitler y Goering pusieron en marcha La Noche de los Cuchillos Largos. Una matanza que tuvo más de 85 víctimas que terminó con la vida de varios ex colaboradores del líder nazi (Corbis vía Getty Images)

Ernst Röhm los miró con desprecio. Sabía que la suerte estaba echada. El final era inexorable. Él sólo podía elegir de qué manera morir. Los dos oficiales perdieron compostura, la seguridad que blandían minutos antes se evaporó ante el gesto feroz del encarcelado. Casi con timidez, como pidiendo permiso, dejaron el arma sobre la única mesa del calabozo estrecho. “Tiene diez minutos para suicidarse”, le dijeron y salieron rápido del lugar; si alguien los hubiera visto de lejos, habría creído que estaban escapando. Röhm, el condenado, levantó la voz. Hizo que frenaran. Los dos oficiales nazis giraron y lo escucharon decir: “Díganle a Hitler, que si tiene el coraje suficiente, venga a dispararme él”.

Te puede interesar: Hitler privado: los maltratos de su padre, la hermana que ocultó y la trágica relación incestuosa con su sobrina

En la antesala de la celda, esperaron esos dos y una decena más de funcionarios nazis. Nadie hablaba. Sólo retumbaban los pasos de las botas y se escuchaban los silbidos nerviosos de las pitadas de los cigarrillos. Le dieron más de diez minutos. Pero nada pasó. Escuchar el disparo los hubiera aliviado. El Führer por teléfono exigía novedades. A los dos oficiales no les quedó más remedio que regresar con el detenido. Apenas traspasaron la puerta lo vieron. En medio de la celda, imponente, los esperaba Röhm, el líder de las SA. Se había sacado la camisa. Los brazos en jarra, sacando pecho, los ojos furiosos. Los invitaba a dispararle al pecho. En su mirada había una advertencia: no fallen o se van a arrepentir.

La noche del 30 de junio de 1934 en Alemania se produjo la primera gran matanza política del nazismo. La Noche de los Cuchillos Largos. Aunque fue mucho más que una noche y no hubo cuchillos ni otras armas blancas. Se trató de dos días en los que Hitler desplegó una gran purga para aniquilar a sus opositores políticos, a aquellos que habían estado hasta hacía poco de su lado ahora podían hacer peligrar su preminencia. A pesar de que ya pasó casi un siglo, el número de muertes de ese raid criminal no se conoce con precisión. Al menos 85 personas fueron asesinadas (algunos creen que pueden haber sido casi doscientas) y varios centenares fueron detenidos.

Te puede interesar: Traiciones, sangre y asesinatos: el camino que llevó a Hitler a convertirse en dictador

Más allá de la eliminación de quienes podían oponerse a Hitler y de los que podían disputarle el poder, la Noche de los Cuchillos Largos trajo otra consecuencia terrible: institucionalizó la ejecución de ciudadanos sin la necesidad de juicio previo. La palabra del Führer convertida en la instancia superior, su voluntad como ley última del estado. Y así seguiría siendo por más de una década.

Ernst Röhm se convirtió en el líder de las SA. Antiguo colaborador de Hitler y hombre de confianza, se convirtió en una amenaza para el líder nazi que ordenó eliminarlo (Hulton-Deutsch Collection/Corbis via Getty Images)

Ernst Röhm era el líder de las SA, una fuerza paramilitar que había crecido de manera desmesurada. Tenía alrededor de 3 millones de militantes que eran llamados los Camisas Pardas. Un grupo de choque desbordado y temible. Röhm tenía un largo pasado. Había combatido en la Primera Guerra Mundial. En los meses iniciales del conflicto bélico, una bala atravesó su cara. Estuvo grave pero se salvó. En uno de los pómulos quedó la marca, una especie de escalón (y de cucarda) que sobresalía, que alteraba la simetría, pero que aumentaba la ferocidad de sus gestos. En 1918 otra bala perforó su tórax. Una vez más sobrevivió contra todo pronóstico. Para aumentar su aura de invencibilidad, fue uno de los pocos de su batallón que no sucumbió ante la gripe española. Si su físico se recuperó ante cada adversidad, no lo hizo su espíritu. La derrota, el Pacto de Versalles y la humillación germana pesaban sobre él. Las marcas de la guerra no sólo estaban en su cara. Fue uno de los que acompañó a Hitler en el frustrado Golpe de la Cervecería. Röhm estuvo preso quince meses por ese levantamiento fallido. Desde ese momento fue cercano al futuro Führer: era uno de los pocos que se animaba a tutearlo y a desafiar sus ideas y ocurrencias.

Röhm se puso al frente de las Camisas Pardas y sus filas fueron creciendo exponencialmente. La enorme cantidad de militantes y su acción directa, que atemorizaba a varios, le hizo ganar poder. También hizo que su ambición se desbocara luego de que en 1933, Hitler fuera nombrado canciller. Alemania, en virtud del Pacto de Versalles, tenía limitado su ejército a los 100.000 hombres. La SA llegó a tener 3 millones de inscriptos. Para Röhm fue casi natural pretender que sus hombres, que su fuerza, reemplazara al ejército, que las Fuerzas Armadas se subordinaran a él. Aprovechando su ascendencia con Hitler intentó desplazar al ministro de defensa para ser nombrado en su lugar. Era el paso necesario para lograr el objetivo. Von Hindenburg, héroe de la Primera Guerra, y garante de la inestable nación, se opuso. Hitler, también. Pero sus motivos eran diferentes: no quería que nadie tuviera poder. Desde su asunción, en pocos meses, había logrado acallar a todos los partidos opositores. Había prohibido a las otras agrupaciones, encarcelado y perseguido a los líderes políticos de otro signo. Sólo podía encontrar resistencia en sus propias filas. Y quien tenía la personalidad, la ambición y los hombres para animarse era Röhm.

Ernst Röhm (1887 - 1937) tenía una muesca en la cara fruto de una herida sufrida en la Primera Guerra Mundial. Durante la contienda tres veces estuvo al borde de la muerte (Photo by Keystone/Getty Images)

Los Camisas Pardas provocaban el terror y asolaban las distintas ciudades alemanes. Rompían negocias, destrozaban edificios y hasta linchaban ciudadanos. Parecían fuera de control. Hindenburg citó a Hitler y le dio un ultimátum. Debía controlar a Rohm y sus hombres, recortar las atribuciones e influencia de las SA, o perdería el poder; ordenaría que el ejército interviniera y traspasaría el poder.

Eso fue lo que terminó de convencer a Hitler de entrar en acción. Himmler, viejo colaborador de Rohm, se puso del lado del canciller. Entre ellos Göring y Goebbells planearon las acciones y pusieron en marcha el Plan Colibrí, destinado a terminar con cualquier oposición posible dentro del Partido Nazi: la purga definitiva.

Organizaron diversas reuniones con los líderes de las SA y los detuvieron. Hitler en persona ordenó detener a Röhm después de juntarse con él en un hotel. Hubo algunos disturbios callejeros. Esa madrugada, la del 30 de junio, dio la orden. Bastó una palabra, un llamado telefónico entre Berlín y Munich, entre Göring y Goebbels, para que la matanza de más de 80 personas se pusiera en marcha, para que La Noche de Los Cuchillos Largos (el nombre tiene origen en una leyenda artúrica) se pusiera en marcha. La comunicación telefónica duró apenas segundos: Colibrí, dijo una voz grave. Y cortaron. Era la palabra clave. Y varias bandas oficiales salieron a la caza de los hombres de Rohm, quien siguió durante unas horas detenido sin que Hitler diera la orden de su ejecución; la duda tal vez tenía origen en aquella añeja camaradería. Pero Himmler y Goring convencieron a su jefe: Röhm debía ser ejecutado.

La Noche de los Cuchillos Largos marca un quiebre jurídico. Los tribunales aceptaron, una vez consumados los hechos, las órdenes de ejecución dictadas por Hitler sin haber pasado por la instancia judicial. La voluntad del Führer se convirtió en la única ley. El régimen nazi se configuraba.

Hitler y Rohm compartiendo un acto público un año antes de la matanza. (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

Al mismo tiempo hicieron publicar en los diarios más importantes del país la versión (falsa) de que Röhm había cobrado una fortuna proveniente de Francia para derrocar a Hitler.

Hasta ese momento, a Hitler no pareció importarle la homosexualidad declarada de Röhm. Pero a partir de esa noche le pareció una excusa perfecta para blandir, para justificar el asesinato de quién podía disputarle el poder. La putrefacción moral. Los medios nazis se encargaron de difundir que uno de los hombres de Rohm fue asesinado, en el mismo hotel en el que este fue detenido, mientras compartía la cama con un soldado de 18 años. Los dos, el oficial leal a Röhm y el joven soldado fueron acribillados sin poder salir de las sábanas. De esta manera alegaban que las acciones de esos días no sólo buscaban la homogeneidad política sino la depuración moral. Una de las consecuencias no pensadas de esas dos noches de furia homicida fue la institucionalización de la persecución a los homosexuales.

La matanza fue tan vasta y estentórea que los rumores ganaron la calle. El silencio inicial de las autoridades no sirvió para acallar las muertes. Las versiones crecieron en los días posteriores. Y las pocas versiones oficiales que se brindaban eran contradictorias e insuficientes. Goebbels ordenó destruir todos los documentos vinculados con la operación.

Más de diez días después, Hitler dio un discurso público: “En esa hora yo era responsable de la suerte de la nación alemana, así que me convertí en el juez supremo del pueblo alemán. Di la orden de disparar a los cabecillas de esta traición y además di orden de cauterizar la carne cruda de las úlceras de los pozos envenenados de nuestra vida doméstica para permitir a la nación conocer que su existencia, la cual depende de su orden interno y su seguridad, no puede ser amenazada con impunidad por nadie. Y hacer saber que, en el tiempo venidero, si alguien levanta su mano para golpear al Estado, la muerte será su premio”.

Hitler (auto) instituido como juez supremo. Y el ejemplo aleccionador, disciplinador para el resto: quien osara disputar su poder o siquiera cuestionarlo sería perseguido y ejecutado.

La versión oficial fue que Röhm había puesto en marcha un golpe de estado, un putsch como aquel que había soñado y compartido con Hitler una década antes. Y que sólo pudo ser aplacado con la acción firme y las ejecuciones. Los alemanes celebraron la muestra de autoridad.

Esa noche no sólo ultimó a Röhm y a los líderes de la SA. Ya que los muertos se contarían por decenas, Hitler, Goring y Goebbels aprovecharon para cobrarse viejas deudas y eliminar enemigos personales a pesar de que estuvieran retirados y su influencia en las internas del poder o en la vida pública ya eran nulas. Mandó asesinar a quien lo había detenido en 1923, a su antecesor en la cancillería y a varios más que habían discutido públicamente con él.

La Noche de los Cuchillos Largos y la aceptación mansa del actuar y sus consecuencias fue el momento en que la Alemania Nazi se terminó de configurar, el momento en que Hitler creyó que ya nada ni nadie podrían detenerlo.

Seguir leyendo: