Tres militares prepotentes y 16 policías con palos y gases dentro de la Casa Rosada: el dramático día que derrocaron a Arturo Illia

La mañana del 28 de junio de 1966, el general Julio Alsogaray y dos coroneles entraron a la casa de gobierno y sacaron por la fuerza al presidente constitucional para imponer una nueva dictadura. Terminaban así más de dos años de operaciones para limar el escaso poder del mandatario radical. La asunción de Onganía y la frase de Perón: “Hay que desensillar hasta que aclare”

Arturo Illia el día de su asunción presidencial compartió el auto con el general Juan Carlos Onganía, que formarían parte de la conspiración para derrocarlo

Martes 28 de junio de 1966, siete de la mañana de un día gris. El general Julio Alsogaray, acompañado por los coroneles Luis Prémoli y Luis Perlinger, entran a la Casa Rosada y caminan a paso firme hacia el despacho del presidente de la República, el médico Arturo Umberto Illia. No golpean a la puerta ni piden permiso para entrar. Van desarmados, pero saben que tienen toda la fuerza.

Illia levanta la vista, los ve y los ignora deliberadamente. Está reunido con sus dos hijos, su yerno y una veintena de colaboradores que lo han acompañado durante la noche. Siguen hablando entre ellos.

Alsogaray espera en silencio unos segundos y después le dice: “Doctor Illia, suspenda un momento, por favor”.

Illia lo sigue ignorado. Está firmando fotos para todos los presentes, sabiendo que serán testimonio de su último día en el gobierno. Para romper la escena, Alsogaray intenta manotear las fotos que están sobre la mesa, pero el presidente se lo impide.

El general Alsogaray no está acostumbrado a que lo desobedezcan. Después de un momento de estupor, se repone y grita, ahora con voz cuartelera.

-Doctor Illia, le vengo a pedir su renuncia en nombre de los comandantes en jefe.

-General, usted no puede hacer esto. El pueblo les confía las armas para que ustedes protejan a las instituciones y garanticen su libertad, y van a traicionarlo una vez más. ¿Me comprende? -responde el presidente mirando al general a los ojos.

-¿Quiere trasladarse a la residencia de Olivos o a otro lado? -insiste Alsogaray, como si no hubiera escuchado.

-Pero general, ¿cómo me puede decir esto? A ustedes no les asiste ningún derecho. ¿Qué me puede importar adónde voy a ir? Lo que importa es el pueblo y ustedes están avasallando... -empieza a contestarle el presidente.

"Doctor Illia, usted me obliga a emplear un medio que no deseaba de ninguna manera; lo lamento...", le indicó el general Julio Alsogaray al presidente Illia segundos antes de ser relevado de su cargo

Alsogaray da un paso adelante e intenta tomarlo del brazo. Gustavo Soler, yerno Illia, se interpone.

-Doctor Illia, usted me obliga a emplear un medio que no deseaba de ninguna manera; lo lamento... -dice Alsogaray, mientras el coronel Perlinger empuja a Soler y mira a los presentes con una clara amenaza en sus ojos.

Alsogaray abre la puerta del despacho y llama a los efectivos de la guardia de infantería de la Policía Federal que lo esperan en la antesala. También han entrado en la Casa Rosada sin que nadie se los impidiera. Llevan bastones largos y escopetas de gases lacrimógenos.

-Procedan -les ordena en general y los policías entran al despacho del presidente como si estuvieran allanado un prostíbulo o un garito. Irrumpen a los gritos y revoleando esos bastones que no mucho después Quino definirá magistralmente en boca de Mafalda: “Los palitos de abollar ideologías”.

-¡Ustedes son unos vendidos, sirven a cualquier dictadura y no son capaces de defender a un gobierno democrático! -le grita en la cara Illia a Alsogaray.

Minutos después, Illia y sus colaboradores salen por la puerta de la Casa Rosada. El presidente depuesto se niega a que lo lleven a algún lado. Como cualquier otro ciudadano, le hace señas a un taxi, sube y se va.

Muchos años más tarde, cada uno por su lado, el general Alsogaray y el coronel Perlinger reconocerían estar arrepentidos de haber participado de la bochornosa escena que los tuvo como protagonistas. Prémoli jamás se arrepintió.

En su edición extra de ese martes -hecha a las apuradas- uno de los matutinos de mayor circulación de país relatará: “Eran las 7:25 de hoy cuando el doctor Arturo Illia accedió a hacer abandono de su despacho y de sus funciones. Un oficial y 16 agentes de policía lo acompañaban. Una Junta de Comandantes en Jefe tendrá a su cargo el gobierno hasta adoptar decisiones”.

El golpe de Estado había sido consumado.

"¡Ustedes son unos vendidos, sirven a cualquier dictadura y no son capaces de defender a un gobierno democrático!", le gritó Arturo Illia a los generales que lo estaban derrocando

Un presidente acosado

Illia había llegado a la Casa Rosada el 12 de octubre de 1963 como candidato presidencial de la Unión Cívica Radical del Pueblo, un sector enfrentado con la Línea Nacional del partido que lideraba Ricardo Balbín.

Con el peronismo proscripto y una oleada de votos en blanco, el capital electoral del presidente era de apenas el 25,1% de los sufragios. Con eso debía gobernar y no solo tomando medidas sino también enfrentando los complots para derrocarlo que se empezaron a orquestar casi desde el primer día.

Entre 1964 y 1966, el gobierno radical se fue desgastando por presiones de muchos lados: las protestas sindicales promovidas por líderes peronistas, así como por las presiones de las grandes centrales empresarias que reclamaban una liberalización de la economía y, por supuesto, menos peso del Estado.

También se quejaban por la caída de las reservas del Banco Central y se oponían al control de cambios que frenaba el aumento del dólar oficial. Y protestaban por el control de precios que trataba de frenar la inflación.

El capital transnacional se quejaba de las medidas “de corte estatista”. Uno de sus principales caballitos de batalla era que el gobierno radical había anulado los contratos petroleros firmados durante la presidencia de Frondizi -que permitían un rol más activo de las empresas extranjeras en detrimento de la estatal YPF-, y había limitado la salida de capitales. La anulación de contratos petroleros había traído como consecuencia sanciones de organismos financieros internacionales y se había desalentado la inversión externa.

Por otro lado, Illia se había ganado la enemistad furiosa de los grandes laboratorios farmacéuticos con la ley Oñativia, que regulaba los precios de los medicamentos y creaba comisiones fiscalizadoras de los costos y la calidad de los productos. Los grandes laboratorios no las aceptaron. En cambio, empezaron a publicar solicitadas contra Illia y a tejer alianzas para que desaparecieran los controles del Estado.

Del lado de los asalariados, las presiones también eran fuertes: los planes de lucha de la CGT, con reivindicaciones salariales y políticas, levantaban la temperatura de empresarios y militares. Estos pedían abiertamente a Illia que ordenara reprimir, a lo que el presidente se negaba terminantemente.

Con el peronismo proscripto y una oleada de votos en blanco, el capital electoral del presidente era de apenas el 25,1% de los sufragios

Militares “fragoteros”

Entre los militares, el sector más cerril en la oposición al gobierno estaba orientado por el general Julio Alsogaray, entonces director de Gendarmería, que proponía a agudizar los conflictos y derrocar al gobierno cuanto antes.

En cambio, el general de caballería Juan Carlos Onganía, no quería apresurarse. Hay que esperar el momento preciso, decía.

Por eso, entre 1964 y 1966, civiles y militares “fragoteros” -como se los llamaba- dispuestos a conspirar contra el gobierno radical se dedicaron a preparar, sin prisas pero sin pausa, el golpe de Estado. Se reunían en la casa del hermano del general Julio Alsogaray, el capitán ingeniero Álvaro Alsogaray, uno de los ideólogos económicos de la movida.

Pero que había un golpe en marcha no era un secreto para nadie. Muchos habían anticipado, sin fecha precisa, que Illia sería echado por las Fuerzas Armadas. El semanario Confirmado -creado y dirigido por Jacobo Timerman- lo había publicado en su edición del 23 de diciembre de 1965. El título de tapa de aquel número fue “Onganía ¿qué hará en 1966?”.

"Eran las 7:25 de hoy cuando el doctor Arturo Illia accedió a hacer abandono de su despacho y de sus funciones. Un oficial y 16 agentes de policía lo acompañaban", anunció uno de los medios de mayor tirada en una edición extra

Las últimas horas

Para junio de 1966, Illia no tenía respiro. Desde los medios se había instaurado un sobrenombre para la imagen del presidente: “la tortuga”, incapaz de tomar “las decisiones que el país necesitaba”.

Después de una semana de tensión, al final de la tarde del lunes 27 de junio, el secretario de guerra de Illia leyó un comunicado firmado por el presidente en que se decretaba la destitución del general Pascual Pistarini, comandante en jefe del Ejército, a quien el gobierno consideraba cabeza de la conspiración.

No pasó mucho tiempo hasta que desde el Comando General del Ejército salió otro comunicado según el cual la orden presidencial “carecía completamente de valor”. Los movimientos de tropas acompañaron las palabras del comunicado.

La noche del lunes, el teniente Aliberto Rodrigáñez Ricchieri, a cargo de la guardia presidencial en la Casa Rosada, tomó la decisión de poner en estado de alerta a los treinta granaderos que tenía bajo sus órdenes para defender al presidente. Ordenó cerrar los accesos y poner dos ametralladoras para enfrentar a quienes quisieran ingresar por la fuerza.

Enterado, Pistarini llamó por teléfono al jefe del regimiento, coronel Marcelo D´Elia. Ambos habían formado parte del complot que en 1951 intentó voltear a Juan Domingo Perón. Y los dos fueron a parar, junto a muchos otros golpistas, al penal de Rawson.

No obstante, el jefe de los Granaderos, fiel a su misión de garantizar la seguridad presidencial, le ofreció a Illia su apoyo: “Gracias, coronel. Pero no quiero derramamientos de sangre”, le respondió el presidente.

Esa era la situación cuando, a las 7 de la mañana del martes, Alsogaray, Perlinger y Prémoli entraron al despacho de Illia.

El presidente Illia, al abandonar la Casa Rosada, el 28 de junio de 1966. Solo unos pocos acólitos fueron a despedir al presidente radical tras su destitución

La “Revolución Argentina”

Comenzaba la dictadura que se autodenominaría de la “Revolución Argentina”. A las once de la mañana del martes, una marcha militar interrumpió la programación habitual de las emisoras de radio y los canales de televisión para emitir un comunicado.

“Nos dirigimos al pueblo de la República en nombre del Ejército, la Armada Nacional y la Fuerza Aérea con el objeto de informar sobre las causas de la Revolución Argentina”, empezó leyendo el improvisado locutor, cuyo tono denunciaba claramente que era un militar.

Faltaban diez años para ese ignoto locutor se hiciera conocido como uno de los mayores responsables del genocidio de otra dictadura: se llamaba Ramón Camps, culpable de cientos de detenciones ilegales, más de cien homicidios y de haber convertido decenas de dependencias policiales en centros clandestinos de detención.

El texto del comunicado carecía de toda originalidad, pero no economizaba frases huecas y advertencias: “La división de los argentinos y la existencia de rígidas estructuras políticas y económicas anacrónicas aniquilan y obstruyen el esfuerzo de la comunidad. Hoy, como en todas las etapas decisivas de nuestra historia, las Fuerzas Armadas, interpretando el más alto interés común, asumen la responsabilidad irrenunciable de asegurar la unión nacional y posibilitar el bienestar general. Para ello era indispensable eliminar la falacia de una legalidad formal y estéril, bajo cuyo amparo se ejecutó una política de división y enfrentamiento que hizo ilusoria la posibilidad del esfuerzo conjunto y renunció a la autoridad de tal suerte que las Fuerzas Armadas, más que substituir a un poder, vienen a ocupar un vacío de tal autoridad y conducción antes de que decaiga para siempre la dignidad argentina”, decía.

Ramón Camps, luego uno de los más sanguinarios represores de la dictadura militar del 76, fue el vocero de la autodenominada "Revolución Argentina" que derrocó a Illia.

En un momento de su presentación en cadena, Camps leyó: “En este trascendental e histórico acto, la Junta Revolucionaria constituida por los Comandantes en Jefe de las tres Fuerzas Armadas de la Patria, han resuelto: 1°) Destituir de sus cargos al actual presidente y vicepresidente de la República y a los gobernadores y vicegobernadores de todas las provincias. 2°) Disolver el Congreso Nacional y las legislaturas provinciales. 3°) Separar de sus cargos a los miembros de la Suprema Corte de Justicia y al procurador general de la Nación. 4°) Designar de inmediato a los nuevos miembros de la Suprema Corte de Justicia y al procurador general de la Nación. 5°) Disolver todos los partidos políticos del país. 6°) Poner en vigencia el estatuto de la Revolución. 7°) Fijar los objetivos políticos de la Nación”.

Así de breve pero contundente fue el anuncio del programa de la “Revolución Argentina”, que también designaba un “presidente”.

“Asimismo, en nombre de las Fuerzas Armadas de la Nación -dijo Camps-, anunciamos que ejercerá el cargo de presidente de la República Argentina el señor teniente general Juan Carlos Onganía, quien prestará juramento de práctica en cuanto se adopten los recaudos necesarios para organizar tan trascendental ceremonia”, anunció la voz de Camps.

Mientras los argentinos escuchaban estas palabras, en el Cabildo, como era habitual, había unos pocos efectivos del cuerpo de Patricios vestidos con sus uniformes históricos. El resto de la plaza, en cambio, contaba con soldados del Regimiento 3 de Infantería con sus ropajes color marrón, casco de guerra y fusiles máuser. Algunos tanques frente a la Catedral y al Ministerio de Economía completaban la escenografía externa.

En la mañana del 29 de junio de 1966 Juan Carlos Onganía -quien había dejado transcurrir 24 horas desde el derrocamiento del presidente constitucional Arturo Umberto Illia- se instalaba en la Casa Rosada

“La Morsa” y Perón

Juan Carlos Onganía era un general de 52 años que había comandado la fracción azul del Ejército: el sector más pro-norteamericano e industrialista de las fuerzas armadas. En el libro Los que mandan, el sociólogo José Luis de Imaz advertía que los apellidos patricios comenzaban a dar lugar a otros sin abolengo vernáculo. Los bigotazos de Onganía le permitieron que en los medios lo llamaran “la Morsa”, un sobrenombre generoso para quien, puertas adentro de los cuarteles, era conocido como “El Caño”, por lo recto… pero más que nada por lo hueco.

Pronto las paredes de las ciudades argentinas mostrarían las primeras pintadas de resistencia, sencillas pero muy gráficas: “Alsogaray, Onganía, la misma porquería”, gritaban.

Onganía, ese día, no se mostró. Recién el miércoles 29 se apoltronó en el sillón presidencial como si se tratara de una de las monturas a las que estaba acostumbrado por su pertenencia al arma de Caballería del Ejército.

Mientras tanto, quizás inspirado por el perfil equino del nuevo dictador, desde el otro lado del Atlántico el exiliado Juan Domingo Perón envió un mensaje a sus hombres en la Argentina: “Hay que desensillar hasta que aclare”, les dijo.

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