El caso del último hincha visitante: un presagio, un disparo a mansalva y un crimen que parió una nueva era en el fútbol argentino

Javier Gerez fue asesinado la tarde del lunes 10 de junio de 2013 en el Estadio Único de La Plata. Tenía 42 años, era hincha de Lanús y miembro de la subcomisión del hincha. El dramático relato de su madre y del amigo que lo acompañó en la ambulancia luego de que un policía bonaerense le perforara el tórax con una bala de goma. La historia de un asesinato que lleva diez años impune

La última foto de Javier Martín Gerez. Una selfie en el viaje al estadio platense junto a Adrián Sander Russo. "Uy, qué feo que salimos”, dijo el Zurdo. “Y si somos feos, ¿cómo íbamos a salir?”, le contestó su amigo

Newell’s salió campeón del Torneo Final de 2013 un miércoles a las tres de la tarde. El plantel estaba concentrado en un hotel céntrico de Resistencia, capital chaqueña: horas después perdería 1 a 0 contra Talleres por los octavos de final de la décima edición de la Copa Argentina. Los futbolistas atragantaban la celebración en un hall íntimo mirando por televisión cómo Lanús no podía superar a Estudiantes en un partido que llevaba nueve días incompleto. Al campeonato le sobró una fecha. Lanús debía meter tres goles en un partido enano -un tiempo de 22 minutos más otro de 23- para ahogar la consagración de Newell’s. No hizo ninguno. Perdió por los goles que Leandro Desábato y Duvan Zapata habían marcado el lunes 10 de junio de 2013 en el Estadio Único de La Plata en el primer tiempo de un duelo bisagra, definitivo, fatídico.

El árbitro Patricio Loustau interrumpió dos veces esa primera etapa. El partido había empezado a las cinco de la tarde. A los ocho minutos con 27 segundos, antes de que Lanús reanudara el juego desde un tiro de esquina, el juez sonó el silbato: cuatro pitidos cortos, rítmicos, estridentes. Había corridas en la tribuna visitante. Los hinchas granates personificaban el desorden. Una confrontación en la zona de accesos condensaba el foco del conflicto. “Está contenido por Infantería del otro lado”, le precisó el jefe del operativo policial al árbitro en un diálogo que se infiltró por un micrófono indiscreto de la transmisión. “¿Se puede?”, le preguntó Loustau, desconfiado. A los nueve minutos y 53 segundos, Víctor Ayala ejecutó el córner. La policía había garantizado la continuidad del espectáculo deportivo.

Aunque no por mucho tiempo. A los diez minutos y 21 segundos, el silbato de Patricio Loustau volvió a sonar intempestivamente: cuatro pitidos cortos, rítmicos, estridentes para invalidar una pelota dividida en mitad de cancha. El caos en las tribunas no había cesado. Los ruidos de detonaciones, los tumultos y los desplazamientos masivos se habían potenciado. Las áreas superiores de ingreso a la tribuna escondían el nudo del problema. La atmósfera se había teñido de incertidumbre. Se adivinaba un enfrentamiento entre la parcialidad visitante y la policía. El grueso de los hinchas -los caracterizados- habían llegado tarde, con el primer tiempo ya iniciado. En ese ingreso se había desatado una disputa que perturbaba el normal desarrollo del partido. Loustau advirtió este proceso antinatural. Hinchas agitados, alterados, vehementes hacían inviable la práctica del juego.

Tres minutos estuvo detenido. Se reanudó. Hubo dos goles. El primer tiempo terminó y con él, el partido. La suspensión se acordó en el entretiempo, cuando Alejandro Marón, presidente de Lanús, comprendió los fundamentos de esa crispación tribunera. Había un asesino. Había un muerto. Había sido por un disparo a quemarropa de la policía. Habían matado a un hincha. Habían matado al Zurdo. “Decidimos suspenderlo. Lo más aconsejable era ponerle fin de esta manera. Lo único que puedo decir es que lamentamos la muerte de una persona”, explicó Marón tras un cónclave entre los dirigentes y el árbitro. “No estaban los ánimos, no podía continuar un espectáculo deportivo con la muerte de alguien. No sabemos qué sucedió, pero con el dato de un muerto no amerita otro tipo de decisión”, acreditó Enrique Lombardi, presidente de Estudiantes.

Argentina Leyes rodeada de sus otros cinco hijos: Marcelo Daniel, Mercedes Lidia, Ana Karina, Carlos Néstor y Abraham Ramón. Javier Martín y Gastón Alejandro ya fallecieron

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Javier Martín Gerez nació el primer día de abril de 1971 en el hospital general de agudos José María Penna. Argentina Leyes, su madre, era una adolescente de 17 años. Fue el primero de sus siete hijos. Después nacieron Marcelo Daniel, Gastón Alejandro (falleció a los 18 años de cáncer de páncreas), Mercedes Lidia, Ana Karina, Carlos Néstor y Abraham Ramón. Argentina fue una niña huérfana y una esposa golpeada. 45 días después de que naciera su último hijo, crecida en valentía y honor, hizo lo que no se había animado antes: separarse de su marido. Él se quedó en la casa familiar de Villa Diamante, partido de Lanús. Ella y sus hijos se mudaron al barrio Santa Lucía, en Monte Grande. Adquirieron un terreno en cuotas. Levantaron una casilla: dos habitaciones y una cocina. El baño estaba afuera.

Mercedes fue la única que volvió con su padre: le tenía miedo a los sapos, que se infiltraban de noche y asaltaban su cama. Había pedido dormir encima de la mesa de la cocina para neutralizar el trauma. Javier ya era un adolescente. Su escolaridad terminó con la primaria. Iba a doble turno, a la mañana y a la noche. No por aplicado: dejó de ir a la nocturna cuando su mamá descubrió que iba solo para jugar al truco con sus compañeros. En su único egreso, Javier lloró. Se sintió distinto y desamparado. Sus padres no asistieron al acto. Ni el padre, con quien había cortado vínculo, ni la madre, rehén de sus obligaciones: la estabilidad familiar dependía de sus compromisos laborales. No hubo más clases para él después de esa solitaria y última graduación.

La pobreza ahorcaba. El mango escaseaba. A los catorce años salió a trabajar y a contribuir. Una panadería, una compañía de ascensores, una juguetería en la intersección de San Juan y Quintino Bucayuva, en el barrio porteño de Boedo; su derrotero de changas fue extenso y confuso. A las siete de la tarde entraba con su mamá a unas oficinas ferroviarias, donde ella era la encargada de limpiar y ordenar. A las once de la noche terminaban. Al otro día, otra vez el doble turno. “Cuidar chicos, lavar platos, limpiar pisos, siempre anduvo conmigo por todos lados. Donde yo iba, lo metía”, cuenta su madre.

Una imagen de la tribuna visitante del Estadio Único de La Plata la tarde del lunes 10 de junio de 2013. El partido terminó el miércoles 19 de junio con victoria de Estudiantes por 2 a 0: ese resultado coronó a Newell's

Cuando no trabajaba, Javier jugaba a la pelota en la calle, en la canchita, en la plaza, en todos lados y en Huracán. Jugaba bien, dicen. Por el fútbol lo apodaron Zurdo. Lo fueron a buscar ojeadores de Temperley y de Nueva Chicago. Los recibió su madre. Los reclutadores les ofrecieron mudarse a un departamento. La decisión la tomó él. Se negó: rechazó la propuesta sin vacilación. No quería ir. Había algo de su entorno que lo avergonzaba. Su vocación de futbolista no comulgaba con su verdadera pasión: el Club Atlético Lanús. En la adolescencia empezó a ejercer ese fanatismo, al principio testimonial. La cancha y el club. El club y la cancha. La religión granate. Le consiguieron una bicicleta vieja para agilizar su fervor. “Siempre estaba ahí, no importa si había partido, si llovía -recuerda Argentina-. Siempre lo ibas a encontrar en el club”.

En paralelo, su itinerario laboral se cortó cuando consiguió estabilidad en el sindicato de camioneros. Se enamoró de Vanesa, se mudó de regreso a Villa Diamante. En 2001, a sus treinta años, nació Rodrigo, su único hijo. Siempre volvía a Monte Grande. Pasaba, llevaba comida, regalos, plata, consejos. “Nunca vayan a hacer nada extraño. Si no tienen plata para algo, pidanme a mí o avísenle a mamá”, les decía a sus hermanos. Las vacaciones eran temporada baja para su familia. Su mamá, personal doméstico, se quedaba sin trabajo cuando sus patrones ya no precisaban sus servicios. Las hermanas vendían ropa comprada en remate, Abraham salía a ofrecer bizcochuelo por el barrio, Argentina cambiaba kilos de diarios por monedas.

“Mami, vamos a pagar la mitad”, le dijo un verano cualquiera, días después de cobrar el aguinaldo. “Andaba con zapatillas gastadas pero prefería que este terreno se pague para que nadie nos lo quite”, rememora su madre. Tenían una deuda con la inmobiliaria. Javier se presentó con la libreta de pago y dinero en efectivo dispuesto a saldar la mora y adelantar pagos. “Yo la conozco a tu mamá. Vamos a quedar así”, le indicó el hombre, condescendiente. La compra estaba liquidada. “Fue una bendición del cielo”, resume la mujer.

El frente de la casa lo pintó de granate. La cama y la habitación también. Le regalaba ropa a su mamá o a sus hermanos de un solo color. A Argentina le robaba manteles y sábanas blancas para hacer banderas. A ella, de River, le contagió el afecto por Lanús. A sus hermanos los adoctrinaba. A Carlos, a Abraham y a Mercedes los convirtió. A los otros solo logró que le tuvieran cariño. A los pibes del barrio los evangelizaba: los sacaba de la calle, los metía en el club, los agasajaba. Era un predicador granate: socio número 8643. “Toda su felicidad era el club”, dice su madre.

Javier Gerez tenía 42 años, una esposa, un hijo, cinco hermanos. No era barra, pertenecía a la subcomisión del hincha y ese día le había pedido a sus hermanos que no fueran a la cancha

La cancha era su misa. No iba, peregrinaba. No era barra brava de La 14. Nunca lo fue. La subcomisión del hincha fue su refugio y su catalizador. Era un personaje característico de la popular granate. Llevaba bombos, cargaba banderas, arreaba gente. “Formamos la subcomisión para estar del lado del hincha común, el que va a todos lados, para facilitar los viajes, sacar micros, hacer la fiesta en la tribuna con las banderas, los globos, los bombos. Nos dedicábamos a eso. Con la hinchada teníamos vínculo pero no tanto. Tratábamos de separar las cosas. La hinchada era la hinchada y la subcomisión del hincha era otra cosa”, recuerda Adrián Russo -o Sander en su apodo de tribuna-, un íntimo amigo de cancha.

Adrián sabía que el Zurdo tenía una novia que se llamaba Vanesa y un hijo que se llamaba Rodrigo, sabía que trabajaba en el sindicato de Camioneros, y no sabía nada más. “Éramos amigos de cancha -sintetiza-. Nos juntábamos mucho durante la semana para hablar de los viajes, pero vida social fuera de la cancha no teníamos”. Para ellos, la vida se reducía a una sola cosa. Habían patentado una frase que hicieron slogan, que escribieron en telas blancas, en paredes, en remeras, en camperas: “Por estos colores doy la vida”.

Javier solía llegar temprano a la cancha para acomodar los trapos, su tesoro: conseguía lugares codiciados que no entorpeciera la visión de los hinchas. Todos lo conocían. “El Zurdo era muy serio. No era falso, no era esa persona simpática que vas a ver llegando a la cancha saludando a todo el mundo con una sonrisa. Llegaba e imponía respeto. Era un referente de la tribuna, un fanático enfermo de Lanús, que daba todo por estos colores”, relata su amiga Leticia Sarria, socia número 3259. “Todo el tiempo estaba intentando armar fiesta en la tribuna. A mí me volvía loca. Me decía ‘acompañame a tal lado que conseguí una tela re barata’. Todo el tiempo quería hacer trapos nuevos, arreglar los viejos. Y yo la tenía que acompañar en sus caprichos. Se desvivía por el club. Hacía todo por Lanús. Daba hasta lo que no tenía. Y todo de su bolsillo. Nunca le pidió un peso a nadie ni armó una rifa. Se encargaba de todo, de la fiesta y de que no hubiera quilombos. Ibas a la cancha y sabías que te sentías cuidado por alguien”, recuerda.

Debajo de un paravalancha, en la tribuna local del Estadio Ciudad de Lanús, el club instaló dos placas para recordar a Javier Gerez, miembro por entonces de la subcomisión del hincha

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Leticia está la tarde del lunes 10 de junio de 2013 en el Estadio Único de La Plata. Lanús pelea la punta del campeonato. Ataja Esteban Andrada, defienden Paolo Goltz, Carlos Izquierdoz, Maxi Velázquez, juegan Guido Pizarro, Diego González, Víctor Ayala, meten goles Silvio Romero, Ismael Blanco, dirige Guillermo Barros Schelotto. Suma 29 puntos, dos menos que los líderes Newell’s y River. Faltan tres partidos para el desenlace del Torneo Final 2013 y en la próxima fecha jugará contra River en la Fortaleza. Una multitud se organiza para llenar la popular visitante un día laborable a las cinco de la tarde. Javier va en combi: lleva los trapos y los bombos. Su hermano Carlos quiere ir en moto. Su hermano Abraham quiere llevar a sus hijos. Él les dice que no y menos con los nenes. Javier había parido un presentimiento. Las represiones en las canchas de la provincia de Buenos Aires se vuelven asiduas. Los hinchas visitantes son el blanco favorito de las fuerzas de seguridad.

El Ascenso cumple siete años sin hinchas visitantes tras el asesinato de Marcelo Cejas, fanático de Tigre, en manos de la barra brava de Nueva Chicago. En Primera División, los partidos con dos hinchadas subsisten mientras los episodios de violencia escalan. “Habíamos hablado por teléfono porque habíamos quedado que llegaba y nos tomábamos una coca. Yo llegué temprano con mi papá y mi hermano, me ubiqué abajo. Al Zurdo no lo vi nunca más”, recuerda Leticia.

Javier va en combi. Había convencido a sus hermanos de que no mejor se quedaran en casa. Había concebido un magro presagio. “Cada vez que iba a la cancha me daba miedo -narra Argentina-. Una vez fui a la cancha de River con una amiga. Nos corrieron, nos tiraban con botellas, la pasamos horrible. Fuimos solas y tarde. Nos metimos arriba y no lo encontramos a él. Siempre tuve miedo de que le pasara algo. Aunque él no se metiera en ningún lío. No le gustaba. Si hacía lío la barra, él se quedaba en el micro, no se enfrentaba con nadie. Lanús era otra cosa para él”.

Estudiantes le ganaba 2 a 0 a Lanús cuando el árbitro Patricio Loustau decidió suspender el encuentro en el entretiempo

A Leticia cuando la veía en la tribuna se tranquilizaba. Le decía “qué suerte que pudiste entrar bien”. No era amigo de todos. Solo su círculo íntimo le conocía la risa. Era grandote, tenía el gesto adusto y no destilaba simpatía. Infundía respeto. Era un hombre de códigos. “Siempre se aseguraba de que sus amigos estuviesen bien, de que no le faltara nada. Odiaba la violencia. No le gustaba la gente que iba a la cancha a hacer quilombo, a pelearse, menos la gente que llegaba dada vuelta. Él decía que para ir a la cancha y más de visitante había que estar lúcido, porque había que cuidarse, cuidar a los amigos, a los familiares, a las banderas. No le gustaban los problemas ni los quilombos”.

Pero la obligación moral y el sentimiento de injusticia lo dominan. Javier va en combi. A su lado viaja Adrián. “La subcomisión, en ese momento, se encargaba de las banderas, los bombos, los traslados -dice Sander-. Si jugábamos de local comíamos un asado en el club. De visitante nos juntábamos muchas horas antes para organizar los micros y llevar a la gente. Ese día nos juntamos como cualquier otro día para disfrutar la cancha de nuestro querido Lanús. Nos juntamos en la cancha. El punto estaba ahí. Habíamos sacado varios micros y nosotros viajamos en la Traffic de un amigo que la ponía para que llevemos los bombos y las banderas”.

Van en la primera fila de la camioneta, delante de los trofeos. El Zurdo, cerca de la ventana. En medio del trayecto, Adrián saca su teléfono celular. Quiere eternizar el momento. Viste una camiseta blanca de Lanús y una visera granate. Su amigo, una campera azul de la selección argentina y una gorra oscura. Se sacan una foto, aunque a Javier no le gusten las selfies. “Uy, qué feo que salimos”, le dice. “Y si somos feos, ¿cómo íbamos a salir?”, le responde. El diálogo es un retazo valioso en la memoria de Adrián. La próxima vez que viajarán juntos será minutos después en una ambulancia.

Arriban al estadio platense. El partido ya está en curso. Habían ido varias veces al Único. Sus años de cancha ya se miden en décadas. Los viajes por el interior del país y los países limítrofes se cuentan en decenas. Esa tarde de lunes perciben una tensión distinta. “Cuando llegamos sentimos un clima raro con la policía. Estaban muy prepotentes, muy represivos hasta con las mujeres y los chicos. Aunque siempre son así, esta vez los notamos más raros, como si algo anduviera mal”, recuerda Adrián.

Adrián Russo junto a su hijo Matías en el velatorio de Javier Gerez, un día después del crimen. Por entonces, Roberto Lezcano, Víctor Baccucco y Jorge López, tres policías de la Bonaerense, habían sido apartados en el marco de la causa del asesinato (DYN, Tony Gómez)

Bajan de la camioneta. Se activa el protocolo. Les revisan los bolsos y las banderas. Los conducen hacia el estadio. La hinchada viene varias cuadras detrás de ellos. Mientras caminan hacia la tribuna escuchan disturbios entre la barra y la policía bonaerense: no los quiere dejar pasar. La ola de represión les alcanza a ellos, que marchan raudos y ensimismados en su tarea de custodios: deben proteger los trapos y los bombos. “Empieza a correr gente para todos lados -relata Adrián-. Los de infantería nos tiran los caballos encima. Éramos todos chicos comunes. No éramos barras. Pasan pibes corriendo que dicen que se armó lío con la hinchada. Pero como nosotros no éramos parte de la hinchada seguimos caminando cuidando las banderas y los bombos. Cuando estamos llegando a la entrada, empezamos a escuchar disparos de balas de goma a lo loco”.

Él cierra la fila de la subcomisión. Lleva un bombo en los hombros. Después del terraplén, ya en los accesos de la puerta B, distingue a tres efectivos de la policía bonaerense cargar sus escopetas: “¡Les están disparando a los chicos que entran con los bolsos y las banderas! Por eso Javier sale de la fila indignado y empuja al policía que le está tirando a todos”. La escena se hace caos. La represión a la hinchada en el primer control se traslada a la boca de la tribuna. Policías disparando a mansalva, corridas, desmadre. El silbato de Patricio Loustau suena por primera vez cuatro veces seguidas. Víctor Ayala no lanza el saque de esquina y espera.

Adrián se tropieza. Levanta un bolso con banderas que a alguien se le había caído. Entra a la tribuna. Baja las escaleras, deja las cosas debajo de un paravalanchas. Sabe que tiene que volver a subir. “Me avisan que le dieron al Zurdo. Voy corriendo. Ya lo habían llevado para atrás del cordón policial. Me quedo ahí con él esperando que llegue la ambulancia. No tardó mucho. Habrán sido diez o quince minutos. Lo cargan. Me subo con él en la ambulancia”. Lanús empata 0 a 0 con Estudiantes en el Estadio Único de La Plata, mientras Javier Gerez muere antes de llegar al hospital.

El hincha de Lanús recibió un disparo de bala de goma a sesenta centímetros de distancia en el medio del pecho y murió antes de llegar al hospital

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Argentina está en su casa con Antonio, su pareja. A las siete de la tarde él se va a trabajar: es empleado de seguridad. Ella sabe que a las cinco juega el Lanús de sus hijos. Calienta la pava del mate y se sienta en el sillón a ver el partido. “En la tele hablan de que se armó lío en la cancha de Estudiantes, que hay un hincha herido. En un momento dicen que también hay un hincha asesinado. ‘Pobre madre -dije yo-. ¿Quién sabe qué chico será?’. Terminamos de tomar mate, él estaba armando el bolso porque siempre se iba un rato antes. Hasta que en la tele dicen que el hincha asesinado es Daniel Gerez”.

El segundo hijo de Argentina es Marcelo Daniel Gerez. Pero no es hincha de Lanús ni va a la cancha. A las cinco de la tarde de ese lunes está trabajando de barrendero. La mujer queda desconcertada y alerta. La casualidad del apellido es abrumadora. En la casa hay dos teléfonos celulares y uno de línea. Abraham llama al de línea. “Ma, no creas lo que estás diciendo”, le dice. Otro llamado, esta vez a un celular y de su hija Mercedes. El mensaje es idéntico: “No creas lo que dicen de Javier”, le pide. Argentina entra en un limbo de confusión y pavor. No sabe qué creer, qué pensar, qué sentir. En la televisión ya habían corregido el nombre del hincha asesinado: se llamaba Javier Gerez.

Empiezan a estacionar autos en la puerta de su casa. Sus dos hijas entran llorando. Carlos y Abraham, que no habían ido a la cancha por expreso pedido de su hermano mayor, piden un remis para ir al Único de La Plata. No llegan al estadio. Se desvían al Hospital San Roque, en Gonnet. El Zurdo llegó sin vida. Cayó con la entrada presionándosela contra el pecho. Un efectivo de la policía bonaerense le había efectuado un disparo a sesenta centímetros: los perdigones de la Ithaca 37 le abrieron un agujero de cuatro centímetros en el medio del tórax.

Desde la cancha Leticia llama a su mamá, Silvia Salcedo -socia vitalicia número 2174, futura integrante de la comisión directiva, presidenta del departamento Cultura e integrante de la subcomisión de Derechos Humanos-, que no había ido al estadio porque está trabajando como docente. La insistencia de la llamada la obliga a quebrar el formalismo y atender en mitad de la clase. “Lo mataron al Zurdo”, le repite su hija, sin sosiego. Corta y le avisa desesperada a la secretaria del presidente, inmediatamente. Habrá sido uno de los tantos hinchas que le hacen llegar a Marón la razón detrás de los tumultos en la popular. Partido suspendido por la muerte de un hincha de Lanús anuncian las noticias. El segundo tiempo en La Plata no se jugará ese lunes: se reanudará nueve días después, el miércoles en que Newell’s festejó el título en el hall de un hotel de la capital chaqueña.

"Él decía que para ir a la cancha y más de visitante había que estar bien y lúcido, porque había que cuidarse, porque había que cuidar a los amigos, a los familiares, a las banderas", dice Leticia, una amiga de la tribuna

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El Zurdo fue la víctima 275 de la violencia en el fútbol argentino, de acuerdo al registro de la ONG Salvemos al Fútbol. La lista de muertes creció hasta 347: no se detuvo aún con la resolución de prohibir los hinchas visitantes que la Asociación del Fútbol Argentino decidió tras el caso Gerez. La medida iba a ser transitoria: una reacción alérgica que se extendería, en principio, hasta la finalización del torneo. Se cumplió la primera década de una configuración cultural y futbolera que parece establecida. Las excepciones parecen eso: excepciones, como la invención de los “hinchas neutrales” que nacieron únicamente con fines recaudatorios. “En tanto y en cuanto persista la prohibición de los visitantes en los estadios, es la confesión del Estado de su imposibilidad de manejar una sociedad democrática en la que dos personas que piensan distinto no pueden estar en un mismo lugar”, reflexionó Pablo Alabarces, licenciado en letras, escritor, sociólogo, profesor universitario, hincha de Vélez.

La muerte de Gerez excluyó a los hinchas visitantes de las canchas. No así a los operativos policiales, cada vez más nutridos y costosos. Roberto Lezcano, Víctor Baccucco y Jorge López, los tres efectivos que atacaron el paso de la subcomisión del hincha granate el 10 de junio de 2013, fueron apartados de la fuerza. La causa fue elevada a juicio oral. En 2016, Roberto Lezcano, el primer acusado de homicidio, fue absuelto. “Sí se demostró en el juicio que lo mató otro policía: Víctor Baccucco. Eso quedó totalmente demostrado: fue en la rampa de la cancha, le dispararon a mansalva, a corta distancia y en el pecho”, afirma Hugo Icazati, abogado de la familia, quien mandó a instruir la causa a otro juzgado con la imputación correcta a Baccucco -jubilado, ya retirado de la fuerza-. Aún no se sorteó el juzgado. El caso, archivado, parece haber caído en el cono del olvido.

Su hermano Abraham nunca más fue a la cancha de Lanús. Ningún otro hincha visitante fue a la cancha de Lanús. Una plaqueta colocada en el piso de la tribuna local dice “acá fue feliz el Zurdo Gerez, víctima de la violencia estatal”. Una pared interna del estadio tiene su cara y la frase slogan de la subcomisión “por estos colores doy la vida”. La subcomisión se disolvió poco tiempo después del crimen de uno de sus miembros. “Muchos pibes se fueron, muchos se asustaron, otros quedaron mal psicológicamente y se separaron del grupo. Y como tampoco había hinchas visitantes, de a poco se fue terminando todo eso”, cuenta Adrián Russo. Él mismo emigró dos años después hacia la provincia de San Luis, donde reside actualmente, en busca de paz.

"Hago esto por mi hijo. Yo lo siento vivo. Yo sé que acá lo asesinaron. No quiero que pase más esto. Quiero que vayan a la cancha y que sean felices como lo era mi hijo", dijo su madre, Argentina Leyes

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Argentina Leyes estuvo detenida en la comisaría quinta de Villa Diamante en 1975, embarazada de su segundo hijo. Militaba en el peronismo de base de la juventud peronista. “Cerraba los ojos y pensaba que a la madrugada me iban a sacar. Creía que era boleta. Estuve treinta días encerrada casi sin agua, sin comida”. Le pasaban fideos hervidos en botellones de lavandina. Javier era un niño de cuatro años. Cuando lo asesinaron, 38 años después, su madre dejó de ser una mujer sana. Todos los días iba al juzgado a ver los avances de la causa. Empezó a sentirse mal progresivamente. No le daba entidad a esos malestares: asumió que la prioridad no era su salud. En septiembre de 2013 tuvo un accidente cardiovascular. Aprendió a caminar de nuevo, a mover la boca y los ojos. Tiene presión emocional. Toma doce pastillas por día.

A los homenajes anteriores no la habían dejado ir. El sábado 24 de junio conoció el viejo Estadio Único de La Plata, hoy Estadio Diego Armando Maradona. La secretaría de Derechos Humanos y la subsecretaría de Derechos Humanos de la provincia de Buenos Aires develaron una señalización en honor a una víctima de la violencia institucional. El cartel tiene una fotografía de Javier Martín Gerez con la camiseta de Lanús. “Quiero memoria, verdad y justicia por mi hijo. No quiero que el asesinato quede impune”, grita Argentina.

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