Los diarios argentinos del martes 23 de junio de 1987 dividieron sus tapas con dos noticias que, enfrentada una con otra, mostraban las contradicciones de un país que transitaba, vacilante, los primeros años de la democracia recuperada después de la dictadura más sangrienta de su historia.
Uno de esos titulares se refería a un enorme avance en materia de derechos humanos: el primer divorcio, concretado en apenas 20 minutos en el Palacio de Tribunales, después de la aprobación de la ley 23.515, que pocos días antes había modificado el Código Civil para permitir la disolución de la unión matrimonial.
Esa conquista de la sociedad, promovida por el gobierno de Raúl Alfonsín en el Congreso, era el resultado de un amplio debate transversal, donde cada legislador se posicionó según su conciencia y mostró el abanico ideológico que se desplegaba en la Argentina, con un extremo oscurantista y otro luminoso.
La ley fue aprobada por 177 votos a favor y 35 en contra en la Cámara de Diputados y después avalada en el Senado con un resultado mucho más ajustado.
En las mismas portadas de los diarios, ese avance chocaba de frente con otra noticia que venía en sentido contrario: la Corte Suprema de Justicia había declarado constitucional a la llamada ley de Obediencia Debida, que permitía eludir a la justicia a la enorme mayoría de los militares acusados de crímenes de lesa humanidad.
La letra de la ley establecía la presunción de que los delitos cometidos por los miembros de las Fuerzas Armadas cuyo grado estuviera por debajo de coronel (en tanto y en cuanto no se hubiesen apropiado de menores o de inmuebles de desaparecidos), durante el terrorismo de Estado y la dictadura militar no eran punibles, por haber actuado en virtud del concepto de “obediencia” en las Fuerzas Armadas, según el cual los subordinados no tienen otra alternativa que obedecer las órdenes que les dan sus superiores.
El Congreso la había aprobado el 8 de junio y la Corte tenía la última palabra. Los magistrados se dividieron en una votación de 3 a 2. Los jueces Carlos Fayt, José Severo Caballero y Augusto César Belluscio se pronunciaron por la constitucionalidad, frente a las disidencias de Jorge Bacqué y Enrique Petracchi.
La mañana misma del 23 de junio, los militares y civiles detenidos con prisión preventiva a la espera de esos juicios que –según la ley– ya no se concretarían, celebraron su impunidad y volvieron a la calle para mezclarse con los ciudadanos comunes, y más de uno, seguramente, al día siguiente se regodeó al comprar los diarios que anunciaban “Liberan a militares por obediencia debida” y buscaron sus propios nombres en la lista.
Esos nombres habían sido repetidos una y otra vez durante el Juicio a las Juntas Militares y, antes, en los desgarradores testimonios de los sobrevivientes de los campos clandestinos de detención y tortura ante la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep). Nombres que encarnaban el terror y el horror del plan sistemático de represión ilegal de la última dictadura, como Alfredo Astiz (a) “El Ángel Rubio”, Jorge Acosta (a) “El Tigre”, Julio Simón (a) “El Turco Julián” o Antonio Domingo Bussi, responsable máximo de la llamada Operación Independencia que tiño de sangre a Tucumán.
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Bussi, el precursor
La ley de Obediencia Debida complementaba a otra anterior, la de Punto final que, en diciembre de 1986, había dado a la Justicia apenas 60 días para iniciar los procesos a los represores. Por ese plazo caprichoso, algunos de los más notorios genocidas de la dictadura habían quedado ya impunes.
Uno de sus beneficiarios fue Antonio Domingo Bussi, que estaba acusado de secuestros y asesinatos en la provincia de Tucumán, primero como jefe de la llamada Operación Independencia, iniciada durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón y luego como interventor provincial.
Su vida pública comenzó en diciembre de 1975, cuando reemplazó al frente de la Operación Independencia a Acdel Vilas. Antes de irse, Vilas anunció que la guerrilla tucumana había sido derrotada. A Bussi le tocó “rematar a la subversión”, explicó alguna vez.
El 24 de marzo de 1976 se convirtió en interventor federal y jefe militar de Tucumán, concentración de poder que no ostentó ningún otro gobernador de facto. Siempre desbordante de pistolas y granadas para infundir sumisión, extendió al infinito el concepto de “subversivo”, que no excluyó ni a los mendigos: la noche helada del 16 de julio de 1977 ordenó levantarlos de las calles y tirarlos en un desierto de Catamarca.
El 70 por ciento de los 507 secuestros registrados en Tucumán se produjo durante los dos años de su gobierno. Sólo una de cada cinco víctimas tenía militancia política o gremial conocida. “Nueve de cada diez fueron secuestrados en sus domicilios, lugares de trabajo o en la vía pública por personas armadas que actuaban con una superioridad numérica de 15, aproximadamente, contra 1″, decía la acusación que se preparaba contra él cuando lo benefició la ley.
Su liberación no sólo lo devolvió a las calles, sino que dio lugar a una paradoja: se transformó en dirigente político de la democracia que tanto despreciaba y volvió a gobernar por los votos a la provincia que había sumergido en un baño de sangre.
Un año después de ser liberado fundó Fuerza Republicana, partido con el que ganó ocho elecciones. En 1993 asumió como diputado nacional y dos años después como gobernador.
En 1999 volvió a ser electo diputado, pero la APDH lo impugnó por sus crímenes y por haber ocultado cuentas bancarias en Suiza. La Cámara le impidió el ingreso al Congreso.
Su última elección fue en 2003 cuando ganó la intendencia de San Miguel de Tucumán por una diferencia de 17 votos, pero no pudo asumir. La derogación de las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final marcó el final de sus tiempos políticos.
El 28 de agosto del 2008, Bussi fue condenado a prisión e inhabilitación perpetua y años después fue dado de baja del Ejército, con la pérdida de su rango de general.
Murió el 24 de noviembre de 2011.
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“Había que matarlos a todos”
Ese 23 de junio la ley también le devolvió la libertad a Julio Simón (a) “El Turco Julián”, policía y agente civil de Inteligencia con larga trayectoria en los centros clandestinos de detención de la dictadura. Estuvo en Club Atlético, El Banco y El Olimpo, pero también colaboró con los grupos de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada y en el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército.
“El Turco Julián me aplicaba la picana por no conocer el padrenuestro, mientras aseguraba ‘esta noche vamos a hacer jabón’. Ponía el equipo de música a todo volumen con marchas nazis”, contaría años después Rebeca Sacolasky durante el juicio que lo tuvo como acusado.
“En El Olimpo yo tenía que preparar la comida, lavar los platos, limpiar baños, o sea, tenía que moverme. En uno de esos movimientos paso frente a una habitación que estaban usando como sala de torturas, donde habían dejado la puerta abierta, y estaba Julián interrogando a un detenido, torturándolo. Pero no lo torturaba con una picana. Lo tenía apoyado sobre la mesa de torturas, boca abajo, con los pies colgando hacia el suelo. Había enchufado un cable con la punta pelada y lo torturaba con los 220 del enchufe. Esto no le alcanzaba, parece, porque le había metido en el ano un pedazo de palo de escoba. Entonces, la persona, al ser torturada con electricidad, se retuerce y salta y la presencia del palo de escoba en el ano lo destrozó todo. Esta persona se le murió en la tortura”, relató Mario Villani, otro sobreviviente.
Pero si los testimonios de sus víctimas son estremecedores, sus propias confesiones fueron obras maestras del terror. Porque al salir en libertad, Simón no se conformó con hacer mutis por el foro y guardarse avergonzado en su casa, sino que se convirtió por iniciativa propia en una figura mediática, asiduo participante como panelista o invitado en algunos programas de televisión donde no tuvo reparos en relatar sus crímenes.
Frente a las cámaras de Telenoche se despachó con declaraciones como éstas: “Yo participé en los grupos de tareas para frenar la horda asesina que nos traían del exterior. El criterio general era matar a todo el mundo y los interrogatorios los acelerábamos con la tortura”.
También sostuvo muy suelto de cuerpo que “los hijos de Hebe de Bonafini están vivos en España”.
Después de esa aparición estelar –una entrevista dividida en tres partes y difundida durante tres días consecutivos– se convirtió en panelista permanente de los programas de tevé, donde volvió a banalizar el terrorismo de Estado.
Casi siempre terminaba con un latiguillo: “Lo volvería a hacer”.
Con la derogación de las leyes de impunidad, esas declaraciones le costarían caras en los juicios. Fue el primer condenado en esa nueva etapa de los juicios por crímenes de lesa humanidad.
El 4 de agosto de 2006 fue condenado por el Tribunal Oral Federal N° 5 de la Capital Federal a 25 años de prisión, por la detención ilegal y los tormentos infligidos a José Poblete y Gertrudis Hlaczik y por la ocultación de una menor, hija del matrimonio, que en ese momento tenía ocho meses de edad.
Luego fue sentenciado también a 23 años de prisión en la causa conocida como “Batallón 601″, por los secuestros, las torturas y la desaparición forzada de personas.
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Los símbolos de la Esma
Los marinos Alfredo Astiz y Jorge Acosta fueron otros dos beneficiados por la ley de Obediencia Debida que recuperaron su libertad el 23 de junio de 1987. Por los testimonios de los detenidos que sobrevivieron a su detención sus nombres se convirtieron en símbolo del terror que se vivió en las catacumbas de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Junto con El Campito, que funcionó bajo la órbita del Ejército en el predio de Campo de Mayo, el de la Escuela de Mecánica de la Armada fue uno de los mayores centros clandestinos de detención y tortura establecidos durante la última dictadura. Se estima que entre 1976 y 1983 allí fueron llevadas, encerradas y torturadas más de 5.000 personas. La enorme mayoría permanece desaparecida.
Allí funcionó también una de las tres maternidades clandestinas que el Terrorismo de Estado instaló en la Capital Federal y la Provincia de Buenos Aires para que dieran a luz las mujeres secuestradas que estaban embarazadas. En la mayoría de los casos, esos bebés fueron apropiados. La maternidad clandestina de la ESMA se transformó en una referencia dentro del aparato de la represión ilegal y el plan sistemático a apropiación de bebés, a tal punto que el segundo al mando de los grupos de tareas del centro clandestino, Jorge “El Tigre” Acosta se refería a ella con orgullo como “La Sardá”, equiparándola a la maternidad pública de la ciudad de Buenos Aires.
Entre las “hazañas” de Alfredo Astiz se cuentan haber matado de un tiro en la espalda a la adolescente sueca Dagmar Hagelin y haberse infiltrado en el primer grupo de las Madres de Plaza de Mayo para señalar a las víctimas de los secuestros en la Iglesia de la Santa Cruz.
Al “Tigre” Acosta le gustaba definirse como el “dueño de la vida y de la muerte” en la ESMA y se jacataba de eso diciendo: “Yo decido quién se queda acá y quién se va para arriba”, en una directa alusión a quienes iban a ser arrojados vivos desde los aviones que realizaban los “vuelos de la muerte”.
Gracias a las leyes de impunidad, pese a los crímenes que cometieron como parte del aparato del Estado terrorista instaurado por la dictadura, vivieron impunes y caminaron desafiantes por las calles hasta que volvieron a ser detenidos y juzgados. Los dos recibieron condenas a prisión perpetua.
Los casos de Bussi, Simón, Acosta y Astiz son apenas cuatro muestras del daño social causado por las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida.
Sus historias se replican en centenares de otras que tuvieron como protagonistas a los represores que recuperaron su libertad aquel 23 de junio y pudieron vivir 17 años en la más completa impunidad, hasta que el 21 de agosto de 2003, por iniciativa del gobierno de Néstor Kirchner, el Congreso derogó esas dos leyes.
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