Pasaron ya tantos años que no se si le sirve a alguien saber cómo fue mi muerte, tan contada y comentada. Si la muerte de Manuel Belgrano. Fueron días de lenta agonía, precedidos por largos años de padecimientos. Sí recuerdo, el día anterior, haberme despedido de mi hermana Juana, que no se despegaba de esa cama donde estuve postrado, y donde seguramente habré nacido cincuenta años atrás, como mis quince hermanos.
Fue en mi casa, en la tercera cuadra de la calle de Santo Domingo, muy cerca del río, fácil de ubicar, a pocas varas del convento. En una habitación del primer piso experimenté cómo, minuto a minuto, mirando al techo, rodeado de miradas que lo decían todo, se me iba la vida.
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Quise venir a morir a Buenos Aires, no tanto porque la añorase, sino porque estando en Tucumán, a la que quería como la tierra de mi nacimiento, me trataron miserablemente. Fue la mala suerte que estando allí, buscando visitar a mi hija Mónica Manuela, el 11 de noviembre de 1819 estalló una revuelta, encabezada por el capitán del regimiento 9 Abraham González junto al coronel de milicias Bernabé Aráoz. Esa rebelión fue un de las primeras señales de que al Directorio todo se le iba al demonio.
Sí, tuve hijos, pero nunca me casé. Dicen que, ya mayor, Rivadavia hacía parar a mi hija, fruto de un romance con la bella Dolores Helguero, junto a mi retrato, solo para asombrarse del parecido. Antes había tenido un varón, Pedro Pablo, también engendrado en el norte, con María Josefa Ezcurra, una muchacha que el padre había hecho lo imposible para que no estemos juntos. Pedro, que nació en un campo en Santa Fe y anotado como huérfano, fue adoptado el matrimonio de Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra.
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Lo cierto es que a este Aráoz no sé cómo se le ocurrió que mi presencia en la ciudad podría echar sus planes a perder y, estando en cama, quiso detenerme. Descoloqué a la partida que había mandado, cuando pedí que me matasen si así se aseguraba el orden. Los complotados recién se convencieron de que poco podría hacer cuando mi médico apartó las cobijas y les mostró mis piernas y pies, descomunalmente hinchados. Pero la ignorancia pudo más: me salvé de la humillación de terminar con grilletes, pero por las dudas dejaron un centinela en la puerta, no vaya a ser cosa de que estuviera fingiendo.
Decidí regresar a Buenos Aires. Estaba solo y enfermo y muchos con los que trataba, ahora se cuidaban y me evitaban. No lo van a creer, pero este general, triunfador en Salta y Tucumán, el alma mater de la retirada o marcha retrógrada, ignoro quién diablos le puso éxodo jujeño; el creador de la bandera, de la escarapela, el que había donado ochenta kilos de oro para fundar cuatro escuelas, ¿quién haría una cosa semejante? Aún así, no tenía dónde caerme muerto. Qué país.
Miserias de la vida. Con el gobernador Bernabé Aráoz, que tan bien había peleado en Tucumán, nunca nos llevamos bien. Era frío en su proceder, no se inmutaba con nada y tuvimos lo nuestro. Lo desautoricé cuando quiso aumentar los sueldos de los funcionarios y él hizo lo imposible por no enviarme refuerzos cuando los necesitaba como el agua.
No me extrañó que me negase caballos para mi carruaje. Debí recurrir a mi amigo José Celedonio Balbín, que me prestó 2500 pesos, sabiendo que nunca los recuperaría, a pesar de que le insistí que a mi muerte hablase con mi albacea, si el gobierno me debía algunos miles de mis sueldos.
Amargura y resignación sentía cuando reclamaba, una y otra y otra vez al gobierno que me mandase algo de dinero, pero la respuesta era la misma: que las arcas estaban exhaustas.
Pero exhaustos estábamos nosotros, allá en el norte, prácticamente olvidados. Cuando estaba en La Ciudadela (para que ustedes se ubiquen, a unas veinte cuadras de la plaza de San Miguel de Tucumán) vivía en un rancho miserable levantado por mis soldados, con techo de paja y piso de tierra. Los pocos muebles con los que contaba habían sido hechos por la maestranza del ejército y mi cama era un catre con un delgado colchón, que permanecía doblado, salvo las dos o tres horas por noche en que lo usaba. Dispuse armar una huerta para darle de comer a la tropa y a mis oficiales, porque desde Buenos Aires no llegaba ninguna buena noticia.
Recuerdo la terrible impresión que le causé al gobernador cordobés Castro cuando lo visité. A don Manuel le impactó ver mis esfuerzos por respirar, aun cuando dormía. Le comenté que había mañanas en las que no podía colocarme las botas solo, de tan hinchados que tenía los pies. Tuvo la gentileza de mandarme a su médico, Francisco Rivero, quien me confirmó lo que otros ya me habían dicho.
Viajar en esa volanta por los caminos del interior fue un infierno. Cada pozo era una laceración de mis piernas, hinchadas por la hidropesía. Gracias a Dios estaba para asistirme el doctor Joseph Redhead, que tiene tras de sí una historia curiosísima. Era escocés pero insistía en haber nacido en Connecticut, porque tenía temor de sufrir alguna represalia si decía que era inglés.
Redhead estaba vinculado a los Güemes, los atendía y además eran amigos. Cuando los realistas invadieron Salta, se había ido para Tucumán, y allí nos conocimos. Por recomendación del salteño, se ocupó de mi salud y estuvo como cirujano en las batallas de Salta, Vilcapugio y Ayohuma. Fuimos muy buenos amigos.
Además del médico, me acompañaron el capellán Villegas y mis ayudantes, los sargentos mayores Jerónimo Helguera, al que recuerdo haber mandado a Buenos Aires con la noticia de nuestro triunfo en Tucumán, y el italiano Emilio Salvigni, de quien fui su padrino de casamiento. Ambos tenían la peor tarea: la de cargarme en brazos y bajarme cuando llegábamos a una posta. Ya no podía moverme solo.
Pero mis padecimientos no eran solo físicos. Fue muy doloroso para mi despedirme de mis soldados cuando a fines de 1819 renuncié y entregué el mando al coronel mayor Francisco Fernández de la Cruz, que era mi jefe de estado mayor.
Ellos y yo sabíamos que era para siempre. Así lo evidenciaban los rostros de aquellos bravos de tantas batallas, algunos uniformados, otros casi andrajosos, pero siempre valientes. Les dejé una carta, que si tienen unos minutos les pido que la lean: “Me es sensible separarme de vuestra compañía, porque estoy persuadido de que la muerte me sería menos dolorosa, auxiliado de vosotros, recibiendo los últimos adioses de la amistad. Pero es preciso vencer los males y volver a vencer con vosotros a los enemigos de la Patria que por todas partes nos amenazan. Voy, pues, a reconocer el camino que habéis de llevar, para que os sean menos penosas vuestras fatigas, en nuestras marchas que tenéis que hacer. Nada me queda que deciros, sino que sigáis conservando el justo renombre que merecéis por vuestras virtudes, ciertos de que con ellas daréis glorias a la Nación y corresponderéis al amor que os profesa tiernamente vuestro general”.
A fines de marzo de 1820 ya estaba en mi casa en Buenos Aires, esa que había levantado mi queridísimo padre, Domingo Francisco María Cayetano Belgrano y Pieri, que había nacido en el pueblo italiano de Oneglia y que acá armó una importante fortuna.
Mis hermanos no se despegaban de mi lado, especialmente Domingo Estanislao, que había estudiado para cura, y Juana. Otro de los que venía seguido era Juan Sullivan, era un médico irlandés que vivía cerca y me distraía ejecutando el clavicordio.
Pocos, muy pocos se acercaban y se les notaba el esfuerzo en poner buena cara en mi lecho de enfermo, como fue el caso del estimado general Aráoz de La Madrid o el estimado Balbín, que estaba casi tan pobre como yo. Si se ganaba la vida cobrando cuatro pesos por mes por dar clases particulares de español, francés y latín.
Qué dolor fue morir en esa Buenos Aires caótica, anárquica e insensible. El gobierno conocía mi situación, sabía cómo estaba y lo que me debían. El gobernador Ildefonso Ramos Mejía, de lástima, me hizo llegar unos pesos, como si estuviera mendigando. La Junta de Representantes miró para otro lado y se desentendió de la deuda.
Sabía que cada día era un paso agigantado hacia mi muerte. Por eso el 25 de mayo hice testamento. Pedí especialmente ser enterrado con el hábito de los dominicos. Dije ser soltero y que no tenía descendientes, aunque a mi hermano Domingo Estanislao, a quien nombré mi heredero, le dejé el secreto encargo de encargarse de la educación de mi hija Manuela Mónica.
Del respaldo de mi cama solía colgar el bien más costoso que tenía, un reloj de bolsillo; era de oro y esmalte con cadena de cuatro eslabones con pasador, con el monograma de mi apellido. Había sido un regalo del rey Jorge III de Inglaterra. Decidí obsequiárselo a Redhead, a ese inglés tan bueno y generoso, en pago a sus atenciones profesionales.
Me morí el martes 20 de junio a las 7 de la mañana. El 3 de ese mes había cumplido 50 años. Algunos historiadores dijeron años después que mis últimas palabras fueron “ay, Patria mía”. No lo sé, yo estaba ocupado en morirme.
Se me amortajó tal cual había indicado. Se que el cortejo daba pena: mis hermanos y unos pocos cercanos me llevaron. Iba en un cajón de madera de pino, al que habían cubierto con un paño negro. En el convento de Santo Domingo me dejaron al costado del altar.
Por fin había dejado ese cuerpo tan maltratado: corazón, hígado y bazo agrandados; pulmones colapsados y mucho líquido en el abdomen, según certificaron los amigos Redhead y Sullivan, quienes para ello me abrieron de par en par.
A Sullivan se le ocurrió guardar mi corazón, pero no se lo permitieron. ¿Para qué querría un órgano tan maltratado y que tanto había sufrido?
El 27 de junio fueron mis funerales, en el patio del convento, donde de chico correteaba. Para la lápida se usó un mármol de una cómoda que había pertenecido a mi madre, María Josefa González Caseros. “Aquí yace el general Belgrano”, grabaron.
Ustedes se preguntarán por los homenajes que me rindió el gobierno entonces. Claro que todo el mundo supo de mi muerte, pero al gobierno ¿ejercido por quién? ¿Ramos Mejía, Soler o el Cabildo? que se alternaron el poder en esos días, no hizo nada. Como para ocuparse de un muerto cuando no podían manejar a los vivos. Parece que el Cabildo se había ofrecido a costear los funerales, pero fue estirando la cosa de un día para el otro, hasta que lo dejaron de lado.
Tampoco estuve en los diarios La Gaceta y el Argos. Solo el Despertador Teofilantrópico del padre Francisco de Paula Castañeda, fue el único que lo recordó. “Porque es un deshonor a nuestro suelo; es una ingratitud que clama al cielo, el triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al río. En esta ciudad, al ciudadano, Ilustre general Manuel Belgrano”, escribió. Gracias padre.
Parece que les remordió la conciencia y el domingo 29 de julio de 1821 el gobierno finalmente organizó los funerales, con toda la pompa, donde un grupo de altos oficiales trasladaron un féretro, figurando que llevaba mis despojos. Un largo cortejo, escoltado con mucha tropa y funcionarios compungidos y circunspectos, recorrió la ciudad; en la Catedral se ofició una misa, y Valentín Gómez rezó un responso.
Dije una y otra vez que no deseaba monumento, pero entonces no podía hacerme oír y el 20 de junio de 1903 se inauguró mi mausoleo. Ustedes comprobaron lo que había pasado en mis últimos años de vida. Aún así, cuando exhumaron mis pobres huesos, que se deshacían en las palmas de las manos de los frailes, dos ministros fueron sorprendidos robándose mis dientes y de la vergüenza y la condena social debieron devolverlos. Indignación, como enterarme que las escuelas que doné se terminaron de inaugurar en 1997 y que el reloj que le regalé al bueno de Redhead lo robaron del Museo Histórico Nacional y ni noticias de él.
Se que los poderes de turno me han ubicado en un privilegiado sitial junto a mi admirado José de San Martín, el amigo Moreno, con Rivadavia -con quien he tenido mis idas y vueltas- y con otros que no llegué a conocer, pero que dicen que hicieron las cosas más o menos bien, pero que yo, claro, nunca me enteré porque me había muerto.
Sí sé que el día que pasé al otro mundo es el de la bandera que, a la que le di la vida en febrero de 1812. Qué quiere que les diga: la verdad que no recuerdo si mis últimas palabras fueron “ay, Patria mía”, pero qué bien si esas fueron las que dije en mis últimos momentos. Porque qué difícil resulta descansar en paz.
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