A medio siglo de la masacre de Ezeiza: disparos a mansalva y la foto del hombre izado por los pelos al que todos creyeron muerto

La fiesta multitudinaria preparada el 20 de junio de 1973 para recibir a Juan Domingo Perón en su retorno definitivo se convirtió en una sangrienta pesadilla, cuyo saldo de muertos y heridos no ha podido establecerse con exactitud cincuenta años después. Los grupos armados de ultraderecha que coparon los árboles, el hospital convertido en centro de torturas y la historia del hombre que subieron al palco para matarlo pero sobrevivió

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El operativo paramilitar estaba provisto
El operativo paramilitar estaba provisto de cientos de matones sindicales, militantes del CdeO, de la Alianza Libertadora, militares y policías retirados y algunos mercenarios franceses armados con fusiles Fal, subametralladoras Uzi, Ingram y Halcón

Iba a ser la celebración política más multitudinaria de la historia argentina, pero terminó en una masacre cuya cantidad exacta de muertos y heridos sigue siendo una incógnita medio siglo después. El 20 de junio de 1973, más de un millón de personas marcharon a Ezeiza: amas de casa, obreros, empleados, estudiantes, ancianos, niños, inválidos, militantes, curiosos, todos para recibir a Juan Domingo Perón en su vuelta definitiva al país después de 18 años de exilio.

El clima era de fiesta hasta que el sonido de los cánticos y las consignas fue aplastado por el de las balas. Al terminar esa jornada se contabilizaron decenas de muertos y cientos de heridos por los disparos de grupos de la ultraderecha política y sindical del peronismo que, sostenidos logísticamente y amparados por diversas reparticiones del propio Estado, atacaron a la multitud.

Cuando se evocan los hechos que pasaron a la historia como “La masacre de Ezeiza”, la imagen recurrente es la de un hombre joven que está siendo izado al palco por un grupo de matones, para matarlo. La identidad de ese muchacho -a quien todo el mundo dio por muerto- fue otra de las sangrientas incógnitas que dejó la tragedia, hasta que después de muchos años el hombre volvió de esa muerte para contarlo.

Otras imágenes son las de Leonardo Favio gritando por un altavoz que detengan el fuego, las de los francotiradores subidos a los árboles disparando contra la multitud, las de heridos y muertos sobre el pasto, las de personas indefensas arrojándose al suelo o refugiándose en zanjas para ponerse a resguardo de las balas.

El 20 de junio de
El 20 de junio de 1973, el Día de la Bandera, el regreso de Perón quedó envuelto en la tragedia de la interna del peronismo

La vuelta de Perón

La democracia recuperada el 25 de mayo, con la asunción de la presidencia de Héctor J. Cámpora, no había cumplido todavía un mes.

El país entero esperaba el regreso definitivo de Perón, programado para ese 20 de junio, el Día de la Bandera, aniversario de la muerte del general Manuel Belgrano.

Para organizar la fiesta del regreso se conformó una comisión cuya composición marcaba un desequilibrio evidente en la importancia de cada sector en pugna dentro del movimiento peronista.

Juan Manuel Abal Medina, Norma Kennedy, el coronel (RE) Jorge Osinde, José Rucci y Lorenzo Miguel, sus integrantes, decidieron que el palco para recibir a Perón se emplazaría en el cruce de la Autopista Ricchieri y la ruta 205 para permitir el acceso y participación de los millones de argentinos que acudirían a ver a su líder en el regreso definitivo.

Las banderas y pancartas eran como jeroglíficos gigantes: JP, JRP, FAR, Montoneros, ERP 22 de agosto, ATE, Atsa, banderas sindicales, de agrupaciones, de la FUA, la Fulp, el Faep, el Furn y cientos más de siglas pintando un fresco de letras que ondeaban en el aire de un día frío y apacible.

También había familias enteras, que habían ido “sueltas”, sin pertenecer a ninguna agrupación, simplemente por sentirse peronistas, para ver de cerca al líder que volvía.

En el palco y en
En el palco y en la arboleda cercana se ubicaron tiradores que sin aviso previo comenzaron a disparar a mansalva sobre la multitud indefensa

El palco y la emboscada

El palco montado para poner proveer información por altoparlantes estaba cerca del Puente 12, Ciudad Evita, muy cerca del aeropuerto donde debían llegar Perón, su esposa, el presidente Cámpora, el secretario privado López Rega y los sindicalistas José Rucci y Lorenzo Miguel, titulares de la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas respectivamente. La locución estuvo a cargo nada menos que de Leonardo Favio.

Pero en sus alrededores se estaba preparando la masacre: los guardias de la Comisión Organizadora de Osinde y Norma Kennedy se paseaban impacientes. Eran cientos, entre matones sindicales, militantes del CdeO, de la Alianza Libertadora, militares y policías retirados y algunos mercenarios franceses contratados por Ciro Ahumada, un ex capitán del Ejército que había participado de la resistencia peronista y en algún momento empezó a trabajar para los servicios de inteligencia del Estado.

Estaban armados con fusiles Fal, subametralladoras Uzi, Ingram y Halcón. El operativo paramilitar contemplaba también una retaguardia: unos días antes habían ocupado el Hogar Escuela Santa Teresa, ubicado a unos 600 metros del palco y que tenía facilidades para albergar a cientos de chicos internados. Los pibes fueron testigos de cómo se instalaron las patotas en las dependencias destinadas a estudiar y dormir.

Al frente de esa maniobra estaba Alberto Brito Lima, proveniente de la resistencia y de las primeras agrupaciones de la Juventud Peronista y decidido a barrer del mapa a la militancia de la izquierda peronista. El operativo estaba centralizado por el propio Osinde y por Norma Kennedy, instalados en el Hotel Internacional de Ezeiza, rodeados por hombres muy armados.

"¡Por favor, compañeros, quédense todos
"¡Por favor, compañeros, quédense todos en sus lugares! ¡Cada peronista debe permanecer en su lugar! ¡Por favor, somos cuatro millones de peronistas contra cinco dementes!", gritó Leonardo Favio desde el escenario

La multitud en el llano

Nunca se sabrá cuánta gente se juntó ese miércoles en los alrededores de Ezeiza. Los diarios del día siguiente hablarían de tres millones. Años después la cifra fue revisada a la baja, pero hasta los cálculos más conservadores siguieron hablando de un millón: fue, sin duda, la mayor reunión de la historia argentina.

En las cercanías del Puente 12 había un ómnibus cubierto de banderas de FAR y Montoneros: era su puesto de comando. Allí estaban Roberto Quieto y Marcos Osatinsky, máximos dirigentes de FAR y también Mario Firmenich, número uno de Montoneros.

Las previsiones de seguridad del grupo eran mínimas: apenas una veintena de militantes con algunas armas para autodefensa, pero sin ninguna previsión del ataque que habían montado los grupos parapoliciales.

Mientras el avión que traía a Perón estaba en vuelo y el clima aún estaba calmo, desde el escenario, Leonardo Favio convocaba: “¡Compañeros, vamos a ensayar el recibimiento que le vamos a dar al general Perón cuando llegue a este palco!”.

Favio había sido nombrado “encargado de Ornamentación” del acto y, a su lado, estaba el locutor Edgardo Suárez.

Los gritos de la multitud hacían que muchos no se dieran cuenta de que habían empezado los primeros ataques contra las columnas de la izquierda peronista. Y no solo contra ellas, sino contra todo quien estuviera al alcance de las balas.

Iba a ser una reunión
Iba a ser una reunión de millones de militantes y terminó siendo una masacre cuya cantidad exacta de muertos y heridos es aún una incógnita medio siglo después

Las balas y los gritos de Favio

Leonardo Favio advirtió algunas maniobras extrañas, pero no tenía idea del origen ni del plan de quienes estaban a su lado en el palco, comunicados por walkie talkie con Osinde y Norma Kennedy. Hasta que empezaron los disparos.

“¡Compañeros, acá ya hay más de dos millones y medio de personas! ¡Esto es inenarrable, compañeros! ¡Por favor, compañeros, quédense todos en sus lugares! ¡Cada peronista debe permanecer en su lugar! ¡Por favor, somos cuatro millones de peronistas contra cinco dementes!”, gritó por el micrófono.

Era muy difícil ver qué estaba pasando. Favio, realmente desesperado, insistió: “¡Que se bajen todos de los árboles, repito: que se bajen de los árboles! ¡A partir de ahora, los que queden en los árboles son considerados traidores! ¡Los enemigos ya han sido visualizados!”.

Dijo, y una voz que se coló por los altoparlantes agregó: “¡Muy bien, mátenlos, mátenlos!”.

Y otra voz, marcial, la de Ciro Ahumada gritó: “Ordeno que el personal se baje inmediatamente de los árboles; les doy cinco minutos para hacerlo. Están en la óptica de nuestros fusiles. Si no bajan los ejecutamos. Es una orden”.

Entonces, otra vez, se oyeron los tiros. Miles y miles de personas se tiraron al suelo; el griterío era estremecedor.

Mientras, en los alrededores del palco, la confusión de la multitud era total. Decenas de miles de personas seguían gritando, cuerpo a tierra, puteando, tratando de entender o simplemente de evitar los balazos.

El tiroteo fue decreciendo de a poco, dejando lugar al estupor, a la bronca, al espanto. Había cientos de heridos: los sindicalistas y militantes del ministerio de Bienestar Social que controlaban las ambulancias elegían a quién atender y a quién no.

Y también secuestraban gente para torturarla en el hospital de Ezeiza, transformado en otro bastión de los agresores.

José Rincón vivía en Dock
José Rincón vivía en Dock Sud y ese 20 de junio de 1973 fue subido al palco de los pelos. Parecía que iban a matarlo, pero no. Sobrevivió porque no era montonero, sino que provenía de la Juventud Sindical

La foto del muerto vivo

La foto quedó como emblema de aquella masacre. Mostraba a un hombre flaco al que levantaban, tirándole de los pelos, desde la parte superior del palco. Se notaba que el hombre, joven, intentaba resistir, trataba de agarrarse de algo mientras desde abajo otros hombres, presumiblemente sus compañeros, lo tironeaban de los pantalones para bajarlo, para salvarlo de las garras de quienes quería izarlo. Para matarlo ahí, arriba del palco.

Esa imagen fue reproducida por diarios, revistas, noticieros y documentales, traspasó las fronteras de la Argentina y fue vista en el mundo.

Durante años no se supo el nombre del hombre flaco. Siempre se creyó que era un anónimo militante de la izquierda peronista y que lo habían matado a golpes en el palco. Hasta que, pasadas décadas de la masacre de Ezeiza, el periodista e historiador Enrique Arrosagaray pudo develar el misterio.

“Ese tipo soy yo”, le dijo un hombre, señalando al hombre flaco que izaban de los pelos al palco.

El hombre ya no tenía pelo, se llamaba José Rincón y vivía en Dock Sud. Aquel 20 de junio había ido al acto desde Avellaneda.

-¿Con la columna de la Juventud Peronista? – le preguntó Arrosagaray.

-Sí, pero no la de Montoneros. De la otra – respondió.

-De la Jotaperra…

-Sí, de la Jotaperra.

La Jotaperra era la Juventud Peronista de la República Argentina, ligada a la ultraderecha peronista. El hombre -contra lo que siempre se había creído- era un militante sindical y no de Montoneros. Y, claro, estaba vivo y no muerto.

Los del palco lo habían confundido. Lo contó así: “Me llevan hasta el borde, para meterme en el palco y la cosa se puso cruenta. Me hacen subir por una escalerita para el primer palco en donde había estado la orquesta, y cuando ingreso no te la quiero contar: la cantidad de trompadas que me dieron los que me esperaban porque veían que me traían detenido… Yo, para ellos, era montonero. Recibí para que tenga, para que reparta y para que guarde. Desde arriba, desde el palco principal, pedían a los gritos que me subieran, luego supe que era el lugar en donde ponían prisioneros a los que agarraban”, relató.

Y siguió contando: “Cuando me acercan a ese borde no tienen mejor manera de levantarme que de los pelos. Porque en ese momento tenía pelo, Y me levantan de los pelos nomás; pero algunos de los que estaban abajo no querían que me subieran, me querían matar ahí, por eso me tiraban de los pies para abajo. Si mirás en la filmación, yo muevo las manos, desesperado, porque quiero agarrarme de la baranda del puente o de algo, y cuando me agarro, pego el tirón y me suelto de los que me estaban agarrando de los pantalones y caí casi parado allá arriba”.

Una vez arriba del palco no lo mataron, pero se salvó por un pelo. Atinó a decir que lo identificaran, que tenía un brazalete de la Juventud Sindical, que no era “monto”.

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