El enano que tomó el penal de Chaco

Con astucia, logró cambiar la relación de fuerzas en el penal. Era el rival al que nadie temía a priori, y eso le jugó a favor

Guardar

Cuando Camel llegó en 1996 a la penitenciaría chaqueña, lo tuvieron diez días en buzones. En cuanto lo trasladaron al pabellón de reincidentes, se dedicó a observar con atención el ambiente como hizo en cada prisión que le tocó habitar.

Pero Chaco era distinta a las cárceles de Buenos Aires donde se desenvolvía con más soltura. La mayoría de la población eran chaqueños y paraguayos que detestaban a los porteños. Le habían advertido que siempre girara el cuello porque los provincianos “pinchaban” de atrás.

Sin descuidarse ni levantar el perfil, notó que el hombre fuerte de la cárcel era el paraguayo Gamarra que controlaba la venta de droga y la prostitución. Era delgado, de mediana estatura, pelo negro de la textura del alambre y una nariz sobresaliente que hacía más profundos los ojos negros.

Le gustaba ostentar, pero sus charlas eran imposibles de seguir porque su lengua se enredaba bajo el efecto de las pastillas y la cocaína.

Estaba considerado un buen cuchillero, como todo paraguayo, y no tenía problemas en saldar cuentas en un duelo o mandar a matar si alguien le disputaba el poder. Asesinar por la espalda figuraba entre sus opciones.

Cuando bajaba al patio llevaba los bolsillos cargados de bolsitas con Artane, Rivotril y cocaína. Se comentaba que era socio de los penitenciarios. Nadie tenía pruebas, pero no era difícil de deducir: sin una conexión no se podría manejar con esa impunidad adentro del penal.

El mecanismo de venta era ingenioso y eludía cualquier inspección o auditoría externa. El preso entregaba el sobre en contaduría y firmaba como si hubiera recibido ese sobre, al mismo tiempo que otorgaba una autorización para que lo retire la pareja de Gamarra; era la forma de pagar las drogas o los servicios de alguna prostituta. Si le llegaba un giro postal, el preso lo endosaba y la pareja del paraguayo lo cobraba en contaduría. El dinero jamás circulaba adentro de la cárcel y era un alivio para los oficiales penitenciarios.

La mujer del paraguayo era la que anotaba la deuda que acumulaba cada preso y arreglaba las cuentas con la gente del penal involucrada en el negocio.

La pareja de Gamarra era una flaca teñida de rubio, hiperactiva y muy fumadora. Los cigarrillos negros los consumía en poco tiempo con pitadas profundas que exhalaba por la boca y sus fosas nasales como una chimenea. No le gustaba perder el tiempo, sus órdenes eran cortas y concretas.

Los días de visita la acompañaban dos prostitutas que registraba como familiares de su marido y las hacía pasar a un baño del penal donde los presos formaban fila para tener relaciones. El tiempo del encuentro era breve y el menú tenía dos opciones: sexo oral o penetración sin quitarse la ropa.

Las dos mujeres distaban de ser agraciadas, solo podían cobrar por sexo en ese lugar de desesperados. La más baja se teñía de pelirroja y estaba entrada en carnes. La otra, flaca de huesos visibles, tenía el pelo de color paja y los pechos caídos como globos desinflados con largos y negros pezones en la punta. A la pelirroja le faltaban algunos dientes. A los presos no les importaba; estar con ellas era mejor que tener sexo con los “putitos” de los pabellones. Un guardia vigilaba que no hubiera disturbios. La mujer de Gamarra cobraba en efectivo o anotaba si el cliente tenía cuenta corriente con el paraguayo

En uno de los pabellones de la penitenciaría estaban algunos de “Los Doce Apóstoles”. Jorge Pedraza, alias “el karateca” o “Pelela” y Oscar Olivera, “el Zurdo”, que llegaron después del motín de Sierra Chica de abril de 1996. En aquel momento, gracias a la intervención de organismos de derechos humanos y de algunos legisladores, “Los Doce Apóstoles” consiguieron que no se los separase y se los trasladara a Caseros. A los treinta días tomaron rehenes para fugarse. Pero el plan falló y los guardias los reprimieron con balas de goma. Cuando salieron del hospital los separaron y los enviaron a distintas prisiones.

Los Doce Apóstoles de Sierra
Los Doce Apóstoles de Sierra Chica, protagonistas de un sangriento motín

Pelela y el Zurdo se encontraron en Chaco con Gigi, un preso de enorme físico y un hábil declarante. Podía envolver a quien quisiera con su conversación.

Camel sintió alivio al saber que los tres estaban en un pabellón cercano. No tenía problemas con los “paisanos” pero tenía temor al ataque a traición; se le hacía difícil dormir.

En un encuentro en el patio habló con Olivera y le contó su amistad con Migua, otro de los Apóstoles. El uruguayo le dijo que se quedara tranquilo. A los pocos días Camel estaba en el pabellón de los porteños y comenzó a “ranchar” con Gigi y los Apóstoles. La primera misión era derrocar a Gamarra porque era incontrolable y trabajaba para la “gorra”. Había que subvertir el orden del penal para controlarlo.

A Pedraza no le importaba Gamarra porque estaba en su mundo, pero si iban a hacer algo no quería quedar afuera. Estaban amparados por el tremendo cartel de haber encabezado el motín más sangriento de la historia carcelaria. Habían conseguido reivindicaciones trascendentes como la reducción de penas por robo de automotores y un mejor régimen de visitas.

Gamarra, que era muy cínico y diplomático, les hacía ver que era ajeno a las agresiones de los paisanos. Por eso todos los días visitaba a los porteños que eran sus clientes y los que más dinero recibían de sus familiares.

La historia cambió a principios de 1998 cuando llegó, trasladado de Devoto, un enano que se transformó en un verdadero azote. “El Antonito” era salvaje y pintoresco. No tenía códigos. Era tan falso como audaz. Medía un metro y cincuenta y cinco centímetros. Tenía pelo negro abundante como un casco que no se molestaba en peinar porque en la prisión no existe el fijador. Su mirada era inquieta y denunciaba su picardía. Parecía estar buscando una víctima para estafar.

El día de visitas vino su hermana desde Buenos Aires. Se la presentó al paraguayo Gamarra como su pareja. Antonito no se andaba con medias tintas y eligió como presa al líder de la cárcel porque era el que más plata tenía. Le pidió 60 pastillas que no pensaba pagar; las iba a revender más baratas que el paraguayo en su pabellón.

-Ahora cuando terminen las visitas mi mujer le paga a tu mujer, quédate tranquilo.

Gamarra, confiado, le dio Artane y Rivotril. Era imposible pensar que ese insignificante enano iba a traicionar a quien era el mejor “faquero” y controlaba la cárcel amparado por “la gorra”.

Pero “El Antonito” tenía su plan. Se despidió de su hermana y le dijo:

-Andate Laura, ándate ya. No des vuelta la cabeza y no digas nada. Volvé el mes que viene que te voy a extrañar.

Laura nunca preguntaba. Sabía que el hermano vivía de “hacer embollo” y si la echaba tenía sus razones.

Cuando caminaba hacia la salida, la pareja de Gamarra la siguió y la tomó de un brazo.

-Me tenés que pagar las pastillas de tu marido.

Laura, que era “tumbera” de Fuerte Apache la miró fijo:

-Tomátelas. No soy la mujer, soy la hermana. Antonito te “escabió”, gila.

Le dio un empujón y se fue.

La rubia mal teñida no podía creer el desplante. Estaba paralizada. Pronto sonó el celular; era Gamarra que preguntaba si le habían pagado.

-Nos cagaron- fue la respuesta.

Ese día comenzó la guerra entre “El Antonito” y Gamarra. El paraguayo que era un gran cuchillero invitó al petiso, faca en mano, a pelear. El enano se asomó a la ventana de la celda y desde arriba le gritó: “¡Ya bajo!”

En el pabellón le pidió al Zurdo y a Gigi que se aseguraran que el duelo iba a ser limpio y que no iba a intervenir nadie más.

Los porteños bajaron y vieron a Gamarra ajustarse una faja que envolvía diarios y revistas que le cubrían la parte superior del cuerpo para atenuar las puñaladas. Cumplía al pie de la letra la rutina del “faquero”.

Volvieron al pabellón y no lo encontraron. “El Antonito” estaba escondido en la celda de un compañero al que sobornó con pastillas. Al Zurdo y Gigi no les sorprendió la actitud del enano, era previsible.

Todos los días Gamarra le gritaba:

-¡Bajá enano cagón!

“El Antonito” no daba señales de vida. No lo conmovía siquiera la mirada de rechazo de sus compañeros de pabellón. La cobardía no está bien vista entre los “tumberos”. Gigi, Camel, Pedraza y el Zurdo disfrutaban de la situación porque afectaba a Gamarra. Estaban convencidos de que el enano estaba preparando algo que iba a terminar con el reinado del paraguayo.

“El Antonito”, inesperadamente, implementó su “Plan B”. Comenzó a regalar a la gente del pabellón las pastillas que le quedaron de la estafa a Gamarra y arengó a los porteños a “cagar a palos a los paisanos de mierda”.

Envalentonados por los psicotrópicos y leales a su benefactor, aullaron como una jauría, fueron a buscar las “facas” y bajaron al patio. “El Antonito” jamás imaginó que sus amigos habían fabricado semejante cantidad de cuchillos “tumberos”.

En el patio rodearon a los paisanos que estaban con Gamarra. Se dieron sin tregua, cuando uno caía otro tomaba su lugar.

El combate fue desigual. Los paraguayos terminaron cortados y abandonando el patio que quedó para los porteños que ahora iban por todo. Eran un ejército triunfante y querían matar a los cabecillas para tomar el control de la cárcel.

Los guardias, cuando vieron que la gente de Gamarra estaba perdiendo, entraron a garrotazos a separarlos.

En la cúpula entendieron que el paraguayo la iba a pasar mal. Había perdido el poder y era el primer condenado a muerte de los porteños, los nuevos “porongas” del presidio. Para evitar un escándalo y que se investigue lo que estaba sucediendo adentro del penal con la droga y la prostitución, trajeron tres camiones de traslado y se llevaron a Gamarra y sus soldados. Todos fueron a la cárcel de alta seguridad de Rawson, en Chubut, a dos mil quinientos kilómetros de Resistencia. Gamarra no podía creer que un enano lo había derrotado.

“El Antonito” aprovechó la situación y armó “línea” con un oficial.

-Tengo cabida para “batirte cantina”- le dijo en lenguaje tumbero para indicarle que iban a ser los nuevos recaudadores y que era uno de los que iba a recibir dinero.

-Fijate quienes van a laburar con vos- le advirtió el oficial.

-Son de confianza.

-Está bien. Te voy a habilitar, me decís quienes son tus subalternos y una vez por semana arreglás conmigo.

A partir de ese momento comenzó a recibir droga en consignación. Pronto reclutó un grupo de presos para que las vendan. A todos les mintió:

-No hagan cagadas que atrás de esto están los Apóstoles.

Camel, que sabía de este embrollo, le contó a Pedraza que “El Antonito” los involucraba en los negocios que tenía con el servicio penitenciario.

-No quiero que digan que trabajo para la “gorra”. Lo voy a frenar al enano.

Pedraza lo frenó:

-No vale la pena, pensemos en escapar. El enano nos va a servir.

Gigi habló con “El Antonito” y consiguió que les diera dinero todas las semanas para protegerlo.

La hermana, que había venido de Buenos Aires y se instaló en una pensión cerca de la penitenciaría, era la clave del negocio porque el enano con dinero en la mano era un misil sin dirección. Sin ese soporte fraterno la venta de drogas no hubiera sobrevivido una semana. No solo incorporó a las dos prostitutas de Gamarra, sino que trajo tres más para aumentar la recaudación.

Camel, Pedraza, el Zurdo y Gigi, que venían ahorrando el dinero que les pasaba el enano, vieron la libertad más cerca.

Seguir leyendo:

Guardar