La vida de una familia con altas capacidades intelectuales: los colegios como “cárceles” y el peligro de no conocer el esfuerzo

Beatriz, José y sus hijos Alejandro y Ariadna tienen altas capacidades, lo que antes se entendía como “superdotados”. Viven en Zaragoza: los padres trabajan y los chicos van a la escuela. Cómo es la infancia de un niño que a los dos años ya sabe sumar, leer y escribir y en el jardín le enseñan los números. Las contraindicaciones y padecimientos de una condición, a veces, inconveniente

Beatriz Urriés tiene 45 años, su esposo José Félix Fernández de Castro 48 y sus hijos Alejandro y Ariadna, 16 y 12, respectivamente

Beatriz está en un restaurante con Alejandro, su hijo. Le pregunta qué le gustaría comer. Él, que no tiene ni dos años, le responde “caldo casero”. José nunca comió caldo casero. No cocinan caldo casero en su casa. Hay algo que no cuadra. La reacción es de incredulidad: Beatriz queda absorta por unos segundos. Recuerda que los estándares culturales de la normalidad dictan que un niño de dos años no habla con la claridad y fluidez de su hijo. Recuerda, a su vez, el episodio de la plaza, la vez en que Alejandro le dijo, con un año de vida, que un niño le había pegado. Su madre indagó y le preguntó quién lo había hecho. “Ese, el que tiene el tres en la camiseta”, le indicó él, señalando a su agresor. Alejandro, que hace un año ya sabía lo que era un tres, sabe ahora que quiere caldo casero porque hay un cartel que lo dice. Su madre descubre el anuncio del menú del día colgado en la pared mientras procura descifrar este desconcierto.

Alejandro tenía un año de vida cuando, en un día cualquiera, le pidió a su mamá que le pasara dos galletitas. “Dame tres, por favor, que quiero tener cinco”, le dijo. Un año después ya leía consignas y escribía con tizas en una pizarra. La presunción de a poco se fue evidenciando. La escena del bar corrobora las sospechas. Alejandro tiene un rasgo que lo hace distinto al resto. Los otros de su edad no son como él. Es lo que sus padres habían sido: niños con altas capacidades intelectuales. No hay unanimidad en la comunidad científica sobre la transmisión genética: algunas corrientes distinguen patrones de transferencia hereditaria, otras sugieren que son registros aleatorios, cuestiones aún sin una validación científica. La historia de Alejandro aboga por la primera teoría. La historia de Ariadna, su hermana, lo refuerza.

Ambos son hijos de Beatriz Urriés y de José Félix Fernández de Castro. Los niños fueron evaluados por sospechas de alto coeficiente intelectual. Sus resultados de IQ son elevados. Los de sus padres también. Es una familia con altas capacidades cognitivas. Viven en Zaragoza, España, hace 16 años, los mismos que hoy tiene el hijo mayor. La menor tiene doce años. La madre 45, el padre 48. Se conocieron en una fiesta en Madrid a comienzos de siglo. Vivieron allí siete años. Se mudaron a Zaragoza, la ciudad natal de ella, antes de que naciera su primer hijo. Su inteligencia por encima de la media nunca había sido un tema de charla, de orgullo o de controversias hasta que el bebé Alejandro contó galletitas, identificó el número tres en una camiseta y leyó caldo casero en un restaurante.

José lo tomó con gracia. Beatriz lo vio con preocupación. Los atravesaba su propia historia y su propia memoria. La crianza de José había sido plena. Nació en La Habana, capital de Cuba. Su ingreso en la escolaridad fue precoz: estaba un año adelantado. Lo inscribieron con niños más grandes. Recorrió la educación básica un grado por delante. A los 21 años ya se había recibido de ingeniero químico en la Universidad Tecnológica de La Habana José Antonio Echeverría. En cinco años cursó una carrera que se suele completar en ocho. Se graduó en 1997 con honores: fue premiado como el alumno más integral de la promoción, dado que además de excelencia académica debía destacarse en el plano deportivo.

Beatriz y Alejandro, de vacaciones en Portugal. "Desde que estoy en secundaria estoy muy bien en mi colegio nuevo. Me gusta salir con mis amigos e ir al conservatorio profesional de música", cuenta él

No padeció la densidad de un colegio impersonal porque habían identificado de base su potencialidad. “Si un alumno se destaca en una materia, lo envían a clases de alto rendimiento. Como él se destacaba en todo, iba a las clases de alto rendimiento de todas las materias. El expediente de mi marido es todo cien cien cien”, relata su esposa, confidente, antes de reírse y corregirse: no todo es cien en el boletín de José. Cerró dos materias con 97: física y química. Aunque no por una ínfima deficiencia académica. Había otros matices. Lo cuenta Beatriz: “Las únicas asignaturas que tiene 97 son las que daba su madre, que era la maestra. Se lo bajó para que no vaya muy subido. En su familia habían acordado que las cosas que pasaran en clases no debían llevarse a la casa. Pero cuando el padre supo que le había bajado el promedio a su hijo, se presentó en el colegio para hablar como padre con la maestra de su hijo, que era su esposa. Se pusieron a discutir y todo: ella decía que no le iba a cambiar la nota. Fue muy gracioso. ‘No me quería poner cien la muy cabrona’, me contó él”.

Cuando concluyó la secundaria un año antes, José no sabía qué estudiar. Eligió ingeniería química porque la química le parecía cosa fácil. A los doce años ya había viajado por primera vez a España para participar de una competición de ciencias. Volvió diez años después para establecerse. La convalidación del título se demoró. Empezó a trabajar en el área comercial. Cursó, en paralelo, dos másteres. Escaló hasta convertirse en jefe de ventas de grandes compañías. La pandemia reseteó su vida y recompuso su vocación: la docencia en ciencias, legado materno. Hace dos años ejerce como profesor de la industria alimentaria en una escuela secundaria. En simultáneo sigue estudiando. Cursa un doctorado en educación. Usa su alta capacidad cognitiva para vivir mejor. No padeció nunca esa diferencia natural.

El caso de Beatriz es diferente. “En mi época era muy difícil que te identificaran en el colegio: no había test de coeficiente intelectual. Sacaba muy buenas notas pero empecé a bajarlas cuando entré en la adolescencia. El colegio me superaba, era una tortura, entendía las cosas muy rápido y el hecho de que me las repitieran me fastidiaba, me hacía explotar la cabeza. De hecho pensaba que de grande quería estudiar pedagogía para cambiar el sistema. Pero cuando terminé, decidí no volver a pisar nunca más un colegio en mi vida, me quitaron las ganas…”.

Beatriz y Ariadna, en su casa. "Antes me encantaba el colegio y quería ir todos los días, pero ahora lo aborrezco. Me llevo muy bien con mis amigas. Tengo muchas dentro y fuera del colegio", cuenta ella

Su personalidad desenvuelta y desprendida neutralizó ese trauma. Es extrovertida, histriónica, socialmente activa, afín a crear redes de contención. No se recluyó en la timidez ni se replegó en su pena, la curó con amigos, salidas, fiestas. Fuera del colegio era feliz. Adentro no: su escolaridad fue un suplicio. Sabía que incorporaba conceptos nuevos con facilidad, pero no lo entendía como un valor, ni siquiera como un mérito. Era algo que pasaba y ya: no había un cuestionamiento ni alerta activa de una excepcionalidad. “Tampoco era muy consciente de lo que hacía. En ningún momento te das cuenta lo que está pasando: vivís en un sistema que mide tu inteligencia por tus notas, si tus notas no son buenas entonces no sos inteligente”. Y las notas de Beatriz no eran superlativas. Lengua y literatura sí. Idiomas también. Matemáticas no. Física y química tampoco. Las reprobaba, se las llevaba a febrero. “Me superaba. Sentía un profundo malestar, me explotaba la cabeza, no podía pensar, lo escuchaba y me generaba mucha ansiedad”, recuerda.

Escondía libros enciclopédicos, acertijos de lógica, de ciencia, enigmas y curiosidades, entre los manuales de la currícula educativa. Mientras todos leían lo que los docentes ordenaban, ella navegaba en lecturas más complejas. El desajuste era obvio pero invisible: nadie lo advertía, o quien lo hacía lo censuraba. “No entendía por qué tenía que estar perdiendo el tiempo en clase siempre repitiendo lo mismo”, dice. Se aburría y evadía. Engendró un sentimiento de repulsión. Lo descubrió de adulta, de madre. “La primera vez que abrí un libro de primaria de mis hijos me dio una fea sensación. No me di cuenta hasta que tuve hijos y tuve los libros delante mío, sentí una sensación espantosa, de rechazo. No sabía que tenía ese mal recuerdo”, convalida.

La escuela nunca identificó su pesar, su derrotero perturbado. El diagnóstico lo obtuvo a los 17 años de manera azarosa. Sus padres se separaron. Recurrió a un psicólogo. El especialista la analizó y descubrió que sus traumas educativos podían tener una raíz cognitiva. Había interpretado bien los indicios. El test de inteligencia arrojó un resultado altísimo. Pero reconocer la causa de sus disgustos no arrojó luz. No lo comprendió, no lo asimiló ni lo disgregó. Lo que tenía era ya un rasgo identitario. No había solución ni reparo de sus trances. No sabía bien qué era y qué modificaba ser eso que antes llamaban superdotados y ahora se dice altas capacidades intelectuales. “Por entonces hablar de una persona con altas capacidades era como si hablaras de Albert Einstein”, distingue. Y ella no era ni quería ser otro Einstein.

"Cuando nos preguntan a las familias que tenemos niños con altas capacidades qué es lo que buscamos en ellos, respondemos que solo queremos que se esfuercen. Porque no se puede aprender algo sin esfuerzo. Es muy peligroso", dice Beatriz

Tuvo que finalizar el colegio para razonarlo. Lo hizo en su primera experiencia laboral. Estudió administración de empresas y un máster en una escuela de negocios privada. Ingresó a trabajar en una compañía en el área de comunicación. En los grupos laborales, descubrió su idoneidad de absorber conocimientos. “Me comparé con otros adultos más preparados. Estaba entre personas mayores y me daba cuenta de que entendía a la primera y no necesitaba que me lo explicaran. Para mí era algo intuitivo, un razonamiento lógico. Me preguntaban cómo había aprendido y respondía que no tenía otra forma de hacerlo: para mí era evidente”. No se detenía en una valoración personal, lo veía como una situación convencional. Era polímata sin saberlo: así como no se cuestionaba tener pelo oscuro, tampoco se preocupaba por su capacidad intelectual. Era apenas un rasgo natural de su vida.

“A mí me facilita mucho la vida ser así, llegar a los sitios y enterarte fácil de todo, procesar todo más rápido. Empecé el curso pasado el grado de comunicación corporativa y relaciones públicas + periodismo y lo estoy acabando ya. Me he matriculado de muchas más asignaturas para hacerlo en dos años, en vez de en cuatro. Estudio a distancia en la Universidad Oberta de Catalunya. Mis compañeros necesitan un montón de tiempo para estudiar. Yo tengo trabajo, tengo dos hijos, tengo que encargarme de ellos, duermo la siesta todos los días y estoy sacando las asignaturas sin esforzarme apenas. Tampoco estoy estresada. Todas estas cosas que hago no podría hacerlas si no tuviera esta capacidad. Por eso estoy agradecida”, sostiene en diálogo con Infobae.

Beatriz y José viven bien. Admiten que han sabido aprovechar su permeabilidad para incorporar saberes. Tienen tan naturalizadas sus altas capacidades que nunca pensaron que sus hijos podrían heredarlas. La alarma se despertó poco tiempo después del nacimiento de Alejandro. Al menos así lo percibe su madre, en retrospectiva. “Desde los primeros días ya se le veían muchas cosas diferentes. Ahí fue cuando me acordé de lo que se refería el psicólogo. De recién nacido fijaba mucho la mirada, tenía una mirada muy intensa y parecía que prestaba atención o entendía lo que le decíamos. A nivel motriz igual: cogía el chupete y se lo ponía enseguida, cosas que un bebé se supone que no hace”. A los seis meses empezó a interactuar con los adultos, a decir sus primeras palabras. Al año ya hablaba con fluidez. A los 18 meses, la directora del jardín maternal les advirtió que su desarrollo no era normal, que razonaba como un niño más grande. A los dos años ya hacía cálculos mentales, ya sabía leer y escribir. Nadie se lo había enseñado. Lo había aprendido solo: miraba las letras y asociaba los vocablos en las lecturas de cuentos infantiles.

Alejandro empezó a tocar el violín a los tres años. Después pasó a la batería, hasta que probó con la guitarra. "Él tiene oído absoluto, nos dábamos cuenta de pequeño. Escuchaba una melodía y podía compararla con otra", narra su madre

El sentimiento de orgullo y satisfacción escondía una trampa. Beatriz sintió un reflejo: intuyó que la proyección escolar de su hijo podría presentar las mismas dificultades que había padeció ella. Acordaron elegir un colegio que tratara esta condición singular que evidenciaba Alejandro. Debía ser una institución receptiva, integral. “En la entrevista, le preguntamos directamente al director si sabrían atender las capacidades de mi hijo. Nos dijo que sí, que por supuesto, que tendría todo lo que necesitara. Pasó todo lo contrario”, relata y resume: “Fue una pesadilla de nueve años”.

En los primeros años de primaria lo estimulaban con sudokus y problemas lógico-matemáticos, con proyectos de historia y de ciencia, con aceleraciones parciales. Pero eran esfuerzos estériles de profesores perspicaces. No había, del Colegio Público Rosales de Canal de Zaragoza, un interés manifiesto por evaluarlo ni voluntad por flexibilizar su integración a otros cursos que comulguen con sus necesidades curriculares. A partir de quinto grado, el desfase intelectual se radicalizó. Ya no contó con una batería de estímulos vertidos por los docentes de turno. Perdió esa suerte. Empezó a somatizar. El pediatra le diagnosticó tensión alta: podían ser producto de problemas de riñón o de picos de ansiedad y frustración. Su riñón funcionaba perfecto.

“Mi hijo lo pasó mal en la primaria -repasa Beatriz-. Faltar al colegio era la única solución. Yo dejé de trabajar para cuidarlo. Iba a clase una semana sí, dos no. Si se cogía un catarro que le había durado dos días, decía que le había durado seis para justificar las faltas. No podíamos hacer más que eso. Hasta que llegó un día que conté toda la verdad en el colegio: no iba porque no le gustaba, porque la pasaba mal. Y dejaron de contarle las faltas”. La decisión significó un reconocimiento tácito de su incompetencia.

La evaluación de Ariadna, brindado por el gabinete de psicología del Centro Ayalga

Cuando sí asistía a clases, Alejandro descargaba su furia en la salida de la escuela: “En la puerta tiraba la mochila, le pegaba a una columna, me decía ‘no puedo más’. Había estado todo el día contenido. Se portaba bien en clase pero explotaba afuera. Salía del colegio con ira, con rabia”. Beatriz, vicepresidenta de la Asociación Sin Límites Aragón -una organización que nuclea y contiene a personas con altas capacidades-, cuenta que a los alumnos le suelen detectar estás habilidades intelectuales durante la época escolar porque presentan trastornos de conducta en el aula: rebeldía ante la autoridad, déficit de atención o hiperactividad. En vez de explotar afuera del colegio como su hijo, lo hacen dentro.

El drama de Alejandro terminó cuando terminó la primaria. En la secundaria, y tras un cambio de colegio, la situación mejoró exponencialmente. Con 16 años, ya cursa cuarto año. Goza de una metodología más abierta y atenta a sus requerimientos. Y también aprendió a adaptarse al entorno: prioriza sostener su vínculo con sus amistades. Quiere ser músico y docente. En su casa rige una norma: queda prohibido abordar el contenido escolar. “Como iban muy rápido, si les enseñábamos algo, creíamos que íbamos a agravar el problema en clase. Por eso decidimos estimularlo con cosas que nada tuvieran que ver con el colegio”. La música fue para Alejandro. A los dos años ya asistía a clases de violín en la Camerata San Nicolás. Pasó por la batería. Ahora toca la guitarra en el grado profesional del conservatorio.

Ariadna, su hermana, es más polifacética. Ama las matemáticas, la pintura y la danza. Tiene doce años y está en quinto grado. Su infancia y su paso por la escolaridad básica transitó los mismos escollos: padeció la rigurosidad de una educación tradicional empantanada en cepos burocráticos que tolera la repetición de algunos estudiantes y se escandaliza con la flexibilización de otros. “Es un tipo de maltrato, porque tener a un niño de tres años que sabe dividir en una clase en la que les dicen ‘un pato más un pato son dos patos’ todos los días de nueve de la mañana a dos de la tarde le genera aburrimiento. Y ese aburrimiento se puede transformar en frustración, ansiedad”, expresó la madre en diálogo con El Español.

A Alejandro lo mueve la música, a Ariadna las bellas artes. Se lo deben a Beatriz y a José. “Solo buscamos que no estén ociosos, porque si no hacen nada en casa y tampoco en clases, están condenados. Si no tienes espíritu de superación, no llegas a nada en la vida y acabas muy frustrado”. La mujer ensaya una visión sobre la cultura del esfuerzo, un componente vital que queda invisibilizado detrás del cartel de la inteligencia. “Cuando las cosas no te cuestan esfuerzo, no las valoras. Por eso sigo creyendo que, al final, nada de esto es importante. Veo a mi alrededor gente que se esfuerza por cosas que le cuestan y los felicito. En cambio, yo no creo que tenga mérito de nada, no tengo una cultura de esfuerzo entrenada. Cuando nos preguntan a las familias que tenemos niños con altas capacidades qué es lo que buscamos en ellos, respondemos que solo queremos que se esfuercen. Porque no se puede aprender algo sin esfuerzo. Es muy peligroso. Si todo te resulta sencillo, si nada te motiva, no hay reto para tí en la vida y acabas desmotivándote, te desconectas, te descuelgas del mundo. ¿Quieres que a tu hijo le vaya bien en el colegio? Sí, pero que sea con esfuerzo. Sin esfuerzo, es como si no estuviesen haciendo nada. Esos niños, a la larga, explotan”.

A Ariadna le gusta dibujar, bailar y tocar el piano. En su casa tiene prohibido hacer deberes escolares

Ella solo quería que sus hijos no explotaran. Ariadna le contó que en el colegio le repetían tres millones de veces lo mismo, le decía que la escuela no servía para nada, que no te enseñaban nada nuevo. “Y que cuando te enseñaban una cosa nueva te la repiten tantas pero tantas veces que, al final, le terminas cogiendo asco”, retrata. Su madre sintió empatía automática. A ella le pasaba lo mismo en el colegio. “Me aburro mucho porque me repiten siempre el mismo temario. Antes me encantaba y quería ir todos los días, pero ahora lo aborrezco. Me llevo muy bien con mis amigas. Tengo muchas dentro y fuera del colegio. Con algunas de ellas voy a los scouts y a una academia de dibujo. Me gusta dibujar, bailar, tocar el piano y salir de campamento”, relata la niña.

Experimentaron la inconveniencia de sus dotes. Sintieron, por momentos, que sus coeficientes intelectuales elevados eran una carga de la que preferían prescindir: “Mis hijos me han llegado a decir ‘ojalá no tuviese altas capacidades’. Yo siempre les dije lo mismo: que tener altas capacidades está muy bien, pero que hay que pasar la etapa escolar, que es la etapa más dura”. Cuenta que nunca las familias contactan a la asociación que integra presumiendo la inteligencia de sus hijos. “Llaman desesperadas -dice-. Porque su hijo no quiere ir al colegio, porque no duerme, porque está frustrado, porque tiene ataques de ansiedad. Se mueven porque sus hijos la pasan mal, no porque la pasan bien”.

Alejandro no dormía de noche porque sabía que al despertar tenía que ir al colegio. Beatriz también conoce casos de niños con altas capacidades que contraen sus conocimientos para no destacarse, para ser “normal”. “A veces los niños con altas capacidades empiezan a camuflarse. Fundamentalmente las niñas tienden a mimetizarse en el ambiente, a no salirse de lo establecido”, narra. Ariadna, su propia hija, no leía en clases y sí en su casa. Son ejemplos de alumnos que asumen un esfuerzo por encajar, por integrarse a la dinámica de pares, a costa de su propio desarrollo intelectual.

Beatriz no vislumbra ánimos del sistema educativo para abordar este reto. En las estadísticas españolas incluso hay una clara discrepancia. El Ministerio de Educación y Formación Profesional identificó a 41 mil niños con altas capacidades, pero también asume que el 10% de la población española reviste estas características intelectuales. El número, en la tasa poblacional escolarizada, trepa a 820 mil. No hay solución posible si no se reconocen los alcances del problema. En el país no hay cifras oficiales. El único marco estadístico lo realizó el servicio de neuropsicología del área infantil de la Facultad de Psicología de la Universidad de Córdoba: estiman que un 15% presenta altas capacidades. La cifra coincide, según la Asociación Altas Capacidades Argentina, con los estándares internacionales, que oscilan entre un 10 y un 18% de la población.

La posición de Beatriz es de resignación. “Lo mejor -opina- es acortar la etapa escolar saltando cursos, para pasarlo lo más rápido posible. Sería como acortar la estancia en la cárcel. Es triste pensarlo así, pero así es. Los niños lo viven de una manera asfixiante. Si a un niño que ya sabe leer y escribir lo tienes enseñándole las letras, es probable que eso termine mal”. Beatriz, porque lo sufrió en carne propia y porque lo sufrió con sus dos hijos, dice que ir al colegio se vuelve una tortura.

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