Un pequeño pueblo de la llanura pampeana de la Provincia de Buenos Aires, muy cerca de la frontera con Santa Fe, esconde un secreto que de a poco se difunde de boca en boca por las personas que lo visitan. Iriarte tiene 600 habitantes y se conocen todos, como suele decirse en las localidades chicas. Tiene escuela, plaza, iglesia y la mayoría de las personas viven del campo. Al ingresar al pueblo se ven las distintas industrias rurales. Campos de soja, de trigo, vacas y huertas para el consumo local. En la zona siempre hay camiones que entran y salen. Y choferes que buscan agua para el mate o duermen al costado de la ruta 7, la misma que llega a Mendoza y Chile.
Eso no es todo, Iriarte tiene otro pueblo dentro del propio pueblo. La frase recorre las redes sociales y hasta se usa como manera de promocionar todo lo que incluye. “Hay hasta una estación del viejo subte A porteño, el de los vagones de madera, en pleno campo a pocos kilómetros del centro de Iriarte”. Quien lo escucha y no conoce el museo del pueblo, quizás no lo pueda creer. Pero sí, existe.
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El sueño de su creador
El lugar fue fundado y alimentado por el sueño de un hombre nacido y criado en esas calles de tierra. Oscar Marzol es quien está detrás de “la locura de un cuerdo”, como se define ante Infobae.
Todo arrancó con apenas dos máquinas que había comprado para embellecer el parque de su casa en las afueras del pueblo. “Eran un rastrillo y una desmalezadora antigua de las que se tiraban a caballo en el campo –recuerda Oscar, mientras mira el horizonte en su oficina del centro porteño-. Con el tiempo molestaban en el parque, pero no las quería regalar. Entonces compré una finca vecina para ubicarlas ahí. Así, enseguida me picó el bichito de los objetos antiguos”.
Marzol trabaja en Buenos Aires en su estudio contable. Se vino de su pueblo luego de terminar el secundario para ir a la universidad. Pero nunca dejó de volver a su patria chica. Ahora, todos los fines de semana el hombre recorre los 358 kilómetros que separan Buenos Aires de Iriarte para recorrer sus creaciones. Enseguida se recluye en el pequeño pueblo que creo dentro de Iriarte.
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Luego de las dos pequeñas máquinas de campo que ubicó en la finca vecina de su casa, se dio cuenta que ese era solo el principio. Marzol había quedado impactado por el Museo cordobés Rocsen, ubicado en las afueras de Nono. El lugar cuenta con 60.000 piezas de todas partes del mundo y de distintas épocas. “Me encantó el lugar y mi idea en Iriarte era ir un poco más allá –relata Oscar-. No quería una recopilación de objetos, sino crear espacios. Escenas de lo que yo había vivido en mi infancia en el pueblo, por ejemplo”.
Así rodeó un espacio con casuarinas y comenzó a construir su sueño. Su idea es reproducir la vida de un pueblo de su infancia en la primera mitad del siglo XX. Así, aparecen negocios y carteles que a todos los que visiten el lugar llevará directo a su infancia. Por ejemplo, aparece un pequeño lote con un cartel con una frase que era muy común en la época. “En venta. Tratar en la gomería”.
Hay también una peluquería con varios sillones de época y más de 500 objetos que usaban los peluqueros de esos momentos. También una panadería y otros negocios que emulan el centro comercial de un pueblo. “Trabajo con albañiles de la zona de Iriarte. En general, cuando son buenos se quedan muchos años en el museo. Voy por los pueblos con ellos y sacamos fotos para luego poder copiar el diseño en Iriarte”, explica Marzol.
Otro de los espacios que Oscar construyó con mucha pasión es la plaza de su pueblo. Lo hizo a semejanza de un sector de La Alhambra, en Granada, España.
El museo del campo y el transporte
En 1988 arrancó el proceso de la compra de objetos casi compulsiva de Marzol en toda la Argentina. “Agarrábamos un par de autos con mis amigos y salíamos un fin de semana para alguna provincia –cuenta Oscar-. Comíamos rico, paseábamos y de paso siempre íbamos a los campos a preguntar por objetos para sumar al museo”.
Así se agregaron más de 200 máquinas de campo en general que ya dejaron de usarse. Cosechadoras a vapor, arados a caballo y todo lo que Marzol veía cuando era niño en las calles de Iriarte. Un campo con mucho más trabajo manual que el actual.
En el pueblo de Marzol, hay también una imprenta completa de la década del 50 y una panadería a la que sólo le falta el horno para funcionar.
Otras de las pasiones de Marzol son las vías. Desde muy chico solía esperar el paso del tren en Iriarte para saludar a los pasajeros o para aplanar monedas tras el paso de la formación. “Primero pude traer unos vagones de carga, pero la locomotora me costó mucho más porque son más complejas las donaciones –recuerda Oscar-. Finalmente conseguí una locomotora en Palmira, Mendoza. El traslado hasta acá fue toda una aventura pero ya la tenemos”.
Marzol construyó la estación de Iriarte y todos los fines de semana ve al tren de carga que se acerca al lugar. Así, sueña con ese nene que jugaba por las calles de tierra de Iriarte. Se ve con menos de 10 años y espera la llegada de la locomotora que ya se asomaba por la punta del pueblo. Mientras tanto, su papá y su abuelo trabajaban en el tambo familiar.
Hay otro espacio, quizás el más curioso del Museo Iriarte, que llama la atención de la mayoría de los visitantes. También nació de la cabeza multifacética del contador. Marzol se enteró que el Gobierno de la Ciudad iba a rematar y donar los viejos vagones de madera del subte A por la renovación de las formaciones.
Oscar se hizo de un vagón y el desafío era como mostrarlo. ¿Cómo hacer para trasladar el ambiente bajo tierra del subte de las primeras décadas del siglo XX de Buenos Aires al medio de la llanura pampeana?
No se podía ubicar bajo tierra porque esa zona de Iriarte suele inundarse cuando llueve mucho. Igual Marzol tenía un plan.
Armó una cámara oscura en la cual los visitantes primero suben por pasillos sin luz para luego bajar una escalera y toparse con una estación del subte que recorre Rivadavia y Avenida de Mayo en Buenos Aires. Los mismos azulejos, la cartelería. Todo está igual. Todo esto coronado con el vagón de madera restaurado al que se puede entrar y sentarse o tomarse de los pasamanos clásicos.
Así se puede pasar en pocos metros de recorrer las calles de un pueblo con su plaza central, sus locales típicos y su estación de tren a un subsuelo bien porteño. Con sólo bajar la escalera se siente el olor típico a encierro y aceite de los viejos subtes de Buenos Aires.
Proyecto a futuro
“Soy muy consciente de mi mortalidad. Por eso, trato de hacer cosas que me dan placer. Y disfruto mucho cada fin de semana cuando vuelvo al museo y recorro las instalaciones. Como también, soy muy feliz cuando puedo concretar una nueva idea y agrego escenarios a mi creación”, explica Marzol.
Oscar intenta dejar algo para cuando ya no esté en este mundo. “El museo llegó a Iriarte para quedarse. Nadie lo va a poder mover, ni sacar de este lugar -sostiene Marzol-. Espero que cuando ya no esté lo mantengan en buen estado”.
El último fin de semana largo visitaron las instalaciones unas 250 personas. Las entradas cuestan 2.000 pesos y un fin de semana común pueden llegar unas 80 turistas. “Creo que es una buena oportunidad para desarrollar el miniturismo en el pueblo. Se puede generar un polo gastronómico alrededor del museo”, se entusiasma Oscar.
La cabeza de Marzol nunca se detiene. “Cuando me despierto y a la hora de dormir a la noche siempre pienso nuevos escenarios para el museo. Creo que mi proyecto nunca va a tener un punto final”, explica Oscar, mientras parece pensar en algún nuevo proyecto para instalar en Iriarte.
Su idea en el corto plazo es construir la iglesia del pueblo. Para eso ya visitó un templo por la zona que no quiere revelar cuál es. “Fui con el albañil, sacamos fotos y ahora hay que empezar a trabajar”, cuenta Marzol. Además, ya compró un puente ferroviario que cruzará la calle de Iriarte y unirá el museo con su colección de árboles y plantas que tiene en una porción de su campo, otra de sus colecciones.
Así, Oscar Marzol cumple en la porción de tierra que tienen en Iriarte los sueños que proyecta en su mente. Cada fin de semana camina por las calles de su pueblo de fantasía. Pero no descansa, siempre planea una nueva escenografía de un museo que parece no tener fin.
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