María Julia Oliván dijo que hay una generación a la que se le muere el gato y deja de trabajar. Su dicho fue primero título, después polémica: difundido, replicado, maximizado, viralizado, importado, malinterpretado, trending topic, meme. La periodista instauró un debate sin pretenderlo: ignoraba la penetración y virulencia que alcanzó su testimonio. Comentó, en el desenvolvimiento de una entrevista, un acontecimiento real, de importancia relativa. El ejemplo procuró retratar su incredulidad. “Es muy difícil convocar el interés de talentos jóvenes”, lamentó. Había sembrado una controversia pública: la generación de cristal y su inmersión en el mundo adulto, en el mercado laboral. Una frase que detonó, que concibe preguntas y que obliga adentrarse en las capas de complejidad de un nuevo arquetipo joven y social, desmenuzarlo, estudiarlo y razonar sus modos, sus porqués.
Oliván contó que publicó una oferta de trabajo con una descripción excluyente: que no sea o no se autoperciba integrante de la generación de cristal. La muerte de un gato como argumento para faltar al trabajo fue un caso de referencia: sirve para ilustrar el fenómeno. No lo hizo pero pudo haber reparado en la vez en que una potencial incorporación a Border, el medio periodístico que dirige, se ausentó de una entrevista laboral sin avisarle con anticipación y sin contestarle los mensajes. La razón que la joven finalmente esgrimió fueron dolores menstruales. No lo hizo pero pudo haber reparado, también, en un pedido de vacaciones de un redactor con tres semanas de antigüedad laboral que adujo, en la solicitud, problemas personales. Ella imaginó un inconveniente de salud, una emergencia financiera. El motivo fue, al final, una pelea con su novia.
Su cuestionamiento atañe al sentido de responsabilidad y compromiso, al respeto por el trabajo y las oportunidades. Analiza las fragilidades de una población que -dice- no es capaz de atravesar las frustraciones garantizando la sostenibilidad de otros compromisos: una situación de trascendencia ambigua que desbalancea la agenda. Reprueba, asimismo, las afirmaciones de un discurso dominante que es permeable al componente emocional: “Parece que está bien, que está permitido que sea el desánimo y el abatimiento lo que te movilice”. Habla de debilidades, de una poca musculatura de la resiliencia. Y critica cierta benevolencia: piensa que estos jóvenes adultos gozan de impunidad dado que representan la porción más grande de la torta de votantes y consumidores.
Claudio Cerini comulga con las ideas de María Julia Oliván. Es dueño de siete peluquerías, dos perfumerías y un club de caballeros. Tiene 700 personas trabajando a su cargo. Prepara la apertura de un nuevo local. En la convocatoria, impartió que el único requisito es tener “ganas de trabajar”. Reconoce que fue un comentario cargado de sorna que ironiza sobre la concepción de un nuevo paradigma social, de un nuevo orden laboral. Ensaya un diagnóstico: “Los motivos por los que la gente se ausenta al trabajo se han ampliado por razones que han existido siempre y que hoy están más expuestas: ataques de pánico, estrés, días femeninos”.
Asegura, en base a su experiencia, que subió el índice de incumplimiento horario y que las razones de renuncias se diversificaron: desde viajes hasta reconfiguraciones en los modos de vida. Rescata de su memoria una primera anécdota: un empleado que le avisó “no voy a ir porque se me quedó el auto”. Él -compara- hubiese resuelto el inconveniente sin prescindir del deber laboral. Se rebaten, en el contraste de sus reacciones, disidencias en la adaptabilidad a la adversidad y al valor de los compromisos asumidos. Cuenta que las justificaciones que evocan “problemas personales” ya no se circunscriben a enfermedades, muertes de familiares o situaciones económicas: la figura de “hechos de fuerza mayor” se ha reproducido. Entabla una teoría sobre la búsqueda de la felicidad: “Las nuevas generaciones pusieron al disfrute y el goce a la par de las responsabilidades y el compromiso”.
Considera que combatir contra este nuevo convenio sociolaboral es una batalla perdida. Condescendiente, redujo las horas de trabajo porque interpreta que la vida doméstica se convirtió en un bien preciado. Cree que la gente disfruta más su tiempo libre y distingue cierto desánimo en el espíritu de vocación. “La pasión se ha perdido un poco. Ese fuego sagrado ya no está. O estará en otro lado”, identifica. Vislumbra un desmoronamiento de la cultura del trabajo, un culto -antes sagrado- atravesado ahora por un sinfín de situaciones que lo alteran, lo debilitan, lo relativizan.
Oliván y Cerini son profesionales y son empresarios, hijos de otra generación, criados por otra generación. Comparten una mirada que se extiende en el espectro de preocupaciones de los emprendedores. Hablan de la generación de cristal como un componente inquietante. El término lo acuñó la filósofa española Montserrat Nebrera en 2015: es una figura metafórica que reduce las características de una población joven -nacida entre 1995 y la primera década del siglo XXI- a la fragilidad emocional, la gestión de los sentimientos, la susceptibilidad en ebullición, la sobreprotección de su crianza y la poca tolerancia a las frustraciones.
No es un término homologado por los órganos académicos. Si bien hay escuelas sociológicas que lo adoptaron, según presumió su creadora, no se trata de un concepto teórico o técnico universalizado. Los psicólogos, psicoanalistas y sociólogos rechazan suscribir esta distinción pero reconocen su integración al vocabulario popular. “Reconozco que se impone, quizás para hablar de algo que sí se nota hoy en día, que es un cambio en los modos de subjetivación. No creo que se pueda generalizar de una generación de tal estilo, o atribuirle una serie de propiedades a una generación. Sí considero que hay un cambio en el modo sociohistórico de subjetivación y ese cambio se refleja en modificaciones psicológicas, por supuesto”, entiende Luciano Lutereau, psicoanalista y doctor en filosofía.
“No hay un consenso general de que exista como grupo de características determinadas. Es bastante común que se pongan etiquetas. Es una expresión estadounidense: juntar una cantidad de factores o de síntomas, hacer un cuadro clínico y después crear mágicamente el antídoto. Es tranquilizador pensarlo así pero no es ajustado a la realidad”, coincide María Teresa Calabrese, psicoanalista, psiquiatra, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), ex docente de la Universidad de Buenos Aires.
“Hay una necesidad casi del marketing y de la lógica de la investigación de mercado de caracterizar de forma apresurada a los distintos cambios sociales que se producen entre las juventudes. Un poco como una voluntad de cosificar y de encorsetar la complejidad que tiene, en las distintas sociedades, en las distintas culturas, las formas de ser joven. No existe una juventud, no existe una generación joven de cristal -define Jorge Elbaum, sociólogo y doctor en ciencias económicas-. Lo que sí es verdad, y quizá a eso hace referencia la metáfora de un cristal que puede hacerse añicos, es que en los últimos años los padres y las madres han configurado relaciones con sus respectivos hijos de cierto temor”.
Elbaum desarrolla su teoría del temor: “Hay un acuerdo en la sociología, incluso en algunas tradiciones psicológicas, de que es una generación en la que los padres le tenían miedo a sus hijos. El expertise y la experiencia que los adultos estamos acostumbrado a pasarle a nuestros hijos están resquebrajados. Es decir: los jóvenes tienen saberes específicos, sobre todo digitales, que los padres desconocen. Como esos saberes digitales están en bogas, están legitimados, tienen un valor muy importante de prestigio y de mercado, los adultos se sienten un poco ninguneados o inferiores frente a sus propios hijos”. El problema radica en el proceso de esa transferencia de conocimiento. “Entregar el testigo -el palo que se utiliza en las carreras de postas- a las nuevas generaciones es un pasaje muy cauto, muy limitado y muy inseguro por parte de los adultos. Eso reproduce inseguridad en los jóvenes, indudablemente. Y esa inseguridad es lo que hace que tenga muchas más dificultades para la frustración, tanto amorosa como la que deviene de mirarse a un espejo, donde la estética y la estilística son muy importantes”.
Elbaum patenta el conflicto de la frustración, un ingrediente insignia, medular, representativo en este grupo de jóvenes. Una singularidad que los congrega y los define: “Estamos frente a jóvenes, básicamente, con alta dificultad para enfrentar la frustración”. No es el único que identifica este denominador común: “La intolerancia a la frustración, la falta de tolerancia, de espera, la velocidad en la respuesta, todo tiene que ser rápido, ya, ahora -enumera Calabrese-. No es solo de los jóvenes, lamentablemente. Todos estamos inmersos en la cultura de la inmediatez y en la poca tolerancia a la frustración. A per se, se dicen falsos eslóganes como ‘querer es poder’, que significa que si peleo con fuerza voy a obtener todo lo que quiero, pero no, no todo se puede: es más, la mayoría de las cosas que uno quiere no se logran, son pocas las cosas que se consiguen. Habría que revertir ese concepto: esas pocas cosas que sí se logran son muy valiosas”.
Hay una porción de responsabilidad, insinúa la psicoanalista, en el ritmo de la vida moderna, acelerado con la invasión de internet y la conquista final de las redes sociales. Es un tiempo histórico en el que todo caduca pronto, todo pasa de moda rápido, una era en la que lo efímero engendra un malestar enraizado, una insatisfacción permanente, una exclusión cíclica. Calabrese refiere a una lectura transversal a la historia: “Lo que se está viendo es un deterioro en las capacidades cognitivas de las últimas generaciones”. Y le asigna al término un sentido peyorativo, casi injusto: “Son intolerantes, todo les aburre, no se entusiasman con nada. Es una demonización de la juventud que los adultos hacen muchas veces”. A ella -contrasta- la tildaban de hippie en su tiempo. “Todo parte de una incomprensión”, resume.
Elbaum, sociólogo, aborda la interacción y transmisión entre generaciones que no se entienden. “Antes, los jóvenes tenían un mandato más claro. La noción del deber ser, del superyó o de principios claros de índole ético estaban mucho más afianzados. Hoy el permanente escepticismo, duda y fragilidad, una cosa de porosidad y de debilidad líquida, hace que los chicos y las chicas tengan muy poca posibilidad de mirarse en las generaciones anteriores. Eso es un problema para ellos, no para los adultos. El gran problema para los jóvenes es que uno aprende a ser adulto mirando a otros adultos, y los adultos a los que mira no tienen nada o aparentemente tienen poco para darles o se sienten inferiores frente a los jóvenes. Eso produce un tembladeral y un grave problema vinculado sobre todo a la autoestima, a la seguridad, a la confianza en sí mismo”.
Lutereau es didáctico: subraya tres aspectos, tres rasgos relativos a la constitución de un modo de vida atravesado por el desarrollo tecnológico y la erosión de las estructuras simbólicas, las instituciones consagradas como la familia o la escuela. Son la crisis de la adultez, la crisis de la representación pública y la crisis de la realidad. “Lo que encontramos es un tipo de personalidad caracterizada en principio por una extensión de su infancia y de su adolescencia con la consecuente crisis de la adultez. La idea de crecer, la idea de ser grande, la idea de asumir responsabilidades, la idea de salir al mundo, la idea de, por ejemplo, conseguir cosas a través del esfuerzo, están debilitadas. La idea del esfuerzo como vía de acceso a ciertos bienes es un concepto desgastado. Es frecuente escuchar jóvenes que hablan de conseguir dinero, de ‘pegarla’, sin que eso implique la representación de sí mismos a través de un trabajo que les dé una profesión o una identidad pública”.
El psicoanalista y filósofo abre, así, el segundo punto: la crisis de la representación pública. “Se piensan los espacios públicos con una lógica de la intimidad ampliada, algo que las redes sociales demuestran, en la que se habla con el tono muchas veces del espacio íntimo. Es decir, se justifican cuestiones desde el punto de vista emocional, se reacciona de forma impulsiva y eventualmente se desconoce la realidad, lo cual es muy significativo”. El tercer foco que identifica aborda la crisis de la realidad, “un espacio de decepciones y de justificaciones que no son racionales y sí puramente emocionales”.
Reflexiona sobre “la emocionalización del sujeto contemporáneo”, una corriente que no supone un desarrollo de sus emociones. “Lo vemos en el modo generalizado de la ansiedad, en el modo generalizado de la evitación del conflicto, en el modo generalizado de la reactividad, el enojo, la indignación, pasiones que son muy inmediatas. Estamos lejos de un sujeto que se haya vuelto emocionalmente más maduro”, sintetiza. Esa inmadurez se refleja, dice, en la sensibilidad exagerada de “un sujeto sincrético, concreto, con poca capacidad de elaboración”. Propone una alegación: “Si yo sentí algo, las cosas fueron como yo las sentí”. Y suelta un caso: “Lo vemos eventualmente en la dificultad que hay para representarse en las intenciones del otro. En el universo de la tecnología, por ejemplo. ‘Si el otro no me respondió, me ghosteó, no me quiere ver, me trató como un desecho’. Se produce ahí una serie sincrética, donde entre el primer eslabón y el último, hay una indiferenciación absoluta”.
Claudia Amburgo es médica psicoanalista, miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), especialista en niños, niñas y adolescentes. Intenta en su análisis hallar las raíces de este fenómeno. La responsabilidad, insinúa, es obra de un método de crianza. “Si existe una generación poco productiva en términos laborales, que abandona los proyectos apenas se frustra -elementos que hacen pensar que son frágiles y que no toleran la frustración- la responsabilidad es de la generación anterior porque miró para otro lado o abandonó su rol. No hay confrontación: los jóvenes no tienen con quién confrontar. Hubo una generación que estaba tan ocupada en su mundo, sin diálogo, sin conexión, que los dejó solos”.
Los caracteriza como personas con actitudes desganadas, melancólicas, rehenes de una angustia permanente, víctimas de circunstancias que desbordan su estado anímico, carentes de templanza para resolver situaciones controversiales, desprovistos de una creatividad afectada por el tormento emocional. “Es preocupante que haya generaciones que no toleren bien la frustración y tiren la toalla fácil. En esos casos, esos jóvenes deben concurrir a terapia”, aconseja la psicoanalista, que no considera que se trate de una generación esencialmente débil o frágil, aunque sí advierte “un déficit de motivación, de estimulación, de afectos, de diálogo”.
Sostiene que los jóvenes tienen menos preparación y más dificultades para enfrentar lo que la sociedad exige. Hace referencia a saberes, deseos, sufrimientos que transmiten madres y padres y generan identificaciones inconscientes en sus hijos, y a las cuestiones “no dichas” por una generación que formó jóvenes desde la ausencia y la omisión. Elabora, a su vez, una hipótesis contrapuesta: como si los jóvenes hubiesen parido una reacción alérgica al estereotipo absorbido. “A veces son posiciones reactivas a lo que mamaron de los padres, que se quejaban mucho de todo lo que tenían que hacer y de cuánto tenían que hacer. Eso también hizo que los que se criaron con esas quejas, los que vivieron en ese medio ambiente dijeran después ‘no, esto a mí no me va a pasar, yo quiero algo diferente para mí’”.
Para Daniela Ocaranza, psicóloga mexicana, fundadora de la escuela Mink’a y vinculada al abordaje con niñas, niños y adolescentes en clínicas privadas, hubo una generación que formó personas desde el rigor, que desautorizó las emociones, que se concentró en los resultados económicos. Y que terminó por promover una descendencia que se rebeló ante estos lineamientos: para ellos, las emociones son válidas, la experiencia individual y emocional es lo prioritario. “La generación de cristal -dice Ocaranza- cree que la emoción es la realidad completa. Y eso es un error de pensamiento. Es una distorsión de la realidad. Es una generación que piensa que si tú me haces “sentir mal” es que tú eres malo, y eso es una distorsión cognitiva. Es justo hablar de una generación que está poniéndole mucha más atención a las emociones y que a veces se olvida de la realidad”.
Coincide en que generación de cristal es una definición despectiva e imparcial. Porque también es un colectivo que llegó a imponer una transformación. “Es la que rompe el esquema de una generación previa, en la cual las emociones no importan nada, solo importa los seres humanos como robots productivos. Ese es el cambio social. Y cuando se hacen, tienen que hacerse a través de los extremos. Los cambios sociales se hacen con cambios radicales. ¿Cuando se ha visto un cambio de paradigma, un cambio de esquema que no se sienta radical?”. Desacredita, a su vez, el debate ético de una generación adecuada y de una generación inoportuna. Aplica una mirada neutral: “Por supuesto que te importe solo la conducta, que interese solo el qué dirán o el dinero que ganas es súper dañino, es inhumano. Pero por otro lado tampoco es real que las emociones sean lo único que importen o que experiencias individuales tengan que ser las experiencias sociales generales, ni siquiera verdaderas. Pensar que solo porque yo lo siento es real, es un error cognitivo”.
“¿Qué pasaba en una generación previa en la que los resultados económicos eran lo único importante? -se pregunta y se contesta-. Pues, la verdad es que se obtuvieron resultados. Somos personas que trabajamos muchísimo, pero, si quieres, a base de ansiedad; somos personas que nos esforzamos por tener una pareja y una familia estable, que no dejamos todo a la primera de cambio. Hay fortalezas en esta crianza. Y la siguiente crianza tiene otras fortalezas: ya no permiten que se les trate mal, sus emociones son válidas, tienen más respuestas de defensa que antes y creo que va a haber mucho menos trauma generacional”.
Ocaranza halla fortalezas y debilidades en ambas generaciones sin ponderar una sobre otra. Discurre en una idea de contienda, de confrontación. “Creo que parte del problema es que, a un extremo, hablar de una emoción le conflictúa y le despierta malestar porque siempre su emoción fue poco importante. Hablar de una emoción es recordar que la tuya no fue escuchada, y si las emociones no son escuchadas, a quien no se escucha, a quien se invisibiliza es a la persona. Si le hablás a una generación que ha crecido invisibilizada de una persona que cree que las emociones son lo único que importa, que las conductas y la realidad no importan tanto, vas a tener una pelea entre dos extremos”.
No cae en la pesadumbre. Avizora, como corolario de este duelo entre concepciones adultas y visiones jóvenes, un horizonte auspicioso. “Creo que se va a evolucionar para ir hacia un centro, en los que ambos extremos encuentren la media correcta, el lugar de valor. Es lo que está pasando en las infancias actuales, con una crianza respetuosa y no solo respetuosa sino consciente. Si llegamos a una crianza consciente entenderemos que la experiencia personal no es la experiencia general, que las emociones importan y se validan, pero no justifican las acciones. Vamos hacia un camino en el que los jóvenes se harán más responsables de sus actos, donde las emociones importen y también las relaciones sociales y lo que pasa alrededor. Se regresará a querer retribuir a la sociedad, a querer crear una cultura en la cual todos podamos ser parte siendo menos individualistas, y se sabrá que los límites y las consecuencias son parte natural de estas crianzas”.
Cecilia Arizaga centra su análisis en el acuerdo económico y social imperante: el sistema capitalista. La doctora en sociología, directora de la carrera de sociología de la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES) y autora del libro Sociología de la felicidad dice que las emociones son sociales y no se pueden despegar del momento histórico que las estimula. “Si por generación de cristal entendemos a una generación de jóvenes nacidos hace veintitantos años, estamos hablando de jóvenes que nacieron y que transitan sus vidas dentro de un capitalismo que ya no tiene los mismos mandatos y los mismos valores que regían en el capitalismo del siglo pasado”. Esos valores -apunta- son la planificación y los marcos rígidos de acción, estándares importados donde la estabilidad era la norma, donde existía un jefe que imponía las condiciones y que criaba sujetos disciplinados, obedientes.
“La generación que nace en este siglo -coteja- transita su vida en un capitalismo que tiene nuevas demandas y nuevos valores. No es que no haya una cultura del trabajo, sino que, más bien, el trabajo ha mutado. En ese sentido, la cultura del trabajo también se transforma de acuerdo a esos nuevos parámetros. La vida ya no es lineal, la estabilidad no es un valor ni es una forma de vida posible. Lo que lo que marca hoy es la incertidumbre, amén de un capitalismo flexible, donde el cambio más que la planificación y la estabilidad es la demanda que el mismo mundo del trabajo impone”.
Arizaga recupera las ideas de dos sociólogos. Nombra a Alain Ehrenberg que tituló uno de sus libros La fatiga de ser uno mismo, en relación a la demanda del mundo moderno que ofrece un trabajo asalariado a la carta: la iniciativa individual y la proactividad como regla. Nombra también a Richard Sennett, quien firmó la consigna de un sujeto que navega “a la deriva” envuelto en una cultura neocapitalista, atado a una coyuntura donde los patrones dominantes son la incertidumbre y la vulnerabilidad en vez de la obediencia y la estabilidad.
Emociones, frustraciones, incertidumbres, estabilidades, debilidades, fortalezas, inseguridades, cultura del trabajo, cultura del esfuerzo, vulnerabilidad, angustias, desánimo, compromisos, responsabilidades, crianzas. Reseñas y recortes que se desprendieron de un título que, sin pretensiones, instaló un debate. La muerte de un gato que nada interpela a la defensa de los animales o al amor por las mascotas sino a la presunta fragilidad emocional de una generación que tiene, según la acepción metafórica de la filósofa española Montserrat Nebrera, la delicadeza de un cristal.
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