“Creo que una de las cosas que más voy a extrañar es ir a tomar café con ella, cafés que podían durar horas. Salir a caminar por la plaza, porque caminábamos mucho juntos, uno hablaba, el otro escuchaba, y al revés. Uno de los planes habituales era sacar a pasear a Simur porque vivimos cerca, yo vivo en Villa del Parque y ella vive en Villa Devoto…”, dice Gonzalo a Infobae de un tirón, y frena de repente.
“Vivía, perdón: vivía en Villa Devoto. Todavía me cuesta hablar en pasado”.
Después baja la mirada, se agarra la cabeza con las manos y hace un “no” apenas perceptible. Es que hoy se cumplen 40 días de la muerte repentina de su mejor amiga, y aunque las esté nombrando -a Virginia, a la muerte- todavía no lo termina de creer.
Esta es la historia de una amistad de la adultez, de esas que a veces parecen tener menos valor que las amistades de la infancia aunque suelen ser las amistades que se eligen, no tanto las que tocan por azar, en el colegio o en el barrio. Esta es también la historia de una misión pendiente: del día en que ella le confió lo que más amaba, aun sin saber que estaba por morir.
Amigos
Gonzalo Gambetta tiene 32 años y es profesor de historia en escuelas secundarias de la Ciudad de Buenos Aires. Vive en Villa del Parque con su abuela y su perra. Virginia Iacobelli era psicóloga, vivía con sus tres perros: Simur, Olivia y Pancho.
“Las luces de sus ojos”, dice Gonzalo sin miedo a la cursilería, porque no se lo contaron, lo vio: él vio qué le hacía brillar los ojos.
Se habían conocido unos 10 años antes por Twitter. Él se hacía llamar “Gonzy Cuervo”, ella “Licenciada en Pantuflas”. “Empezamos a hablarnos porque pensamos parecido… pensábamos, perdón, otra vez. Bueno, nos preocupaban las mismas cosas, preocupaciones sociales digo. Pero también nos hacían reír cosas parecidas”.
Antes de salir de las redes para ser dos en carne y hueso ya había eso: “Complicidad”, define. La amistad fue levando durante esos cafés, en esas caminatas, durante todas esas veces en las que él iba a la casa de ella a no hacer nada más que estar y charlar, pero muy especialmente en pequeñas conversaciones que tenían a través de audios de whatsapp.
Los audios, que para mucha gente son insoportables, para ellos tenían valor.
“A veces me mandaba audios que duraban siete minutos. Por suerte se inventó el x2″, se ríe. “Igual, te digo la verdad: yo a ella nunca la escuchaba a velocidad rápida. Pensaba ‘bueno, si me manda un audio tan largo tendrá algo que decirme”, cuenta él, que ponía play y dedicaba esos minutos solamente a escucharla.
“Eso me pasa sólo con la gente que quiero: a la gente que quiero no la escucho rápido”. A veces se contaban pavadas. “Claro, no siempre te pasa algo trascendental en la vida, pero igual algo te pasa”.
No sabe bien cómo pero Virginia, que arrancó como una amiga más, pasó a ser su mejor amiga. “Yo era su mejor amigo también, me daba cuenta”, dice él, con cierto orgullo.
Gonzalo y Virginia llevaban varios años de amistad cuando ella adoptó a su primer perro. Un cachorrito negro al que llamó Simur por “Simurdiera” el perro de Futurama. “Un cachorro que debe tener algo de Manto Negro porque se terminó convirtiendo en un señor perro”.
Simur, que ahora tiene 6 años, dormía con Virginia ovillado en la cama. Pero no sólo él.
“Después vino Olivia, la que tiene una facha de callejera espectacular, cara de amorosa y de chanta al mismo tiempo. Se suponía que era una perra en tránsito, que Vir la iba a cuidar hasta que alguien la adoptara. Pero se encariñó tanto que se quedó”. En la cama entonces también dormía con ella Olivia, que tiene 5 años.
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El tercero fue Pancho y su historia es la de otro tipo de salvataje. “Alguien le contó a Vir que Pancho vivía con una pareja en donde había violencia de género. Que la mujer se había ido de la casa y que el perro había quedado con el tipo, que no le daba ni de comer. Lo habían rescatado de ahí y ella se ofreció a tenerlo en tránsito mientras encontraban una familia para darlo en adopción”.
Gonzalo sonríe porque lo que pasó es obvio: Pancho también se quedó con Virginia. “No sé si subía solo a la cama porque es el abuelito, tiene 13 años y un poco de artrosis. Pero andaban los cuatro juntos para todos lados. Cuando te digo ‘eran la luz de sus ojos’ es porque ella daba todo por esos tres”.
Hay una foto en su cuenta de Twitter que habla de cómo los tenía: están posando a cámara con remeras de jogging con capucha y una leyenda que dice “En la semana de la moda…”.
“Es que cómo decirte… a esos perros no los tocaba ni el agua cuando llovía”, dice él con una sonrisa. Pero lo que lo hace parar para llorar es el recuerdo de las últimas vacaciones de Virginia: qué eligió hacer, con quién, dónde.
“En vez de pedirle a alguien que fuera a darles de comer mientras ella estaba de viaje, buscó un campo a donde le permitieran ir de vacaciones con los tres. No es fácil, a veces te dejan llevar a uno, ¿pero a tres perros? Y lo encontró. Se los cargó en el auto y se fueron juntos”, dice Gonzalo como si los estuviera viendo: ella manejando, los tres perros atrás.
“Cuando volvió estaba feliz de haberlos llevado a un lugar en el que pudieran potrear. Me dijo ‘me quiero volver a ir de viaje con ellos’. Eso habrá sido en febrero. Fueron sus últimas vacaciones”.
Gonzalo no recuerda la fecha exacta en la que ella le hizo aquel pedido especial, y todavía no es capaz de abrir el whatsapp para revisar los audios en los que quedó guardada su voz. Sí que fue durante el último verano, unos días antes de ese viaje final.
En el audio le decía: “Gonza, vos sabés que yo vivo sola. Quiero decirte esto: si alguna vez me pasa algo quisiera que vos te encargues de encontrarles un buen hogar a Simur, a Olivia y Pancho”.
Virginia tenía 42 años y no tenía, al menos que supiera, una enfermedad. “No sé por qué lo dijo, pero yo en ese momento no le di tanta relevancia. Sí me pareció un símbolo de la confianza que nos teníamos, pero no más que eso”, cuenta él, y la pregunta sobrevuela la entrevista.
¿A quién le pedirías vos, lector, lectora, que se ocupara de lo que más querés en el mundo -tus perros, tus hijos- si te pasara “algo”? ¿Alguna vez lo pensaste? ¿Alguna vez lo dijiste?
“Ella sabía que yo no me los podía quedar porque ya tengo una perra, vivo con mi abuela y no tengo espacio. Lo que me pedía era otra cosa: que me encargara de que ellos estuvieran bien”.
La muerte inesperada
La última semana de abril Virginia estuvo varios días con fiebre. Pensó que era una gripe, nada del otro mundo, y la bajó con paracetamol.
“Hizo lo que muchas veces hacemos todos cuando nos dicen ‘andá al médico’. Dijo ‘después voy, quédate tranquilo’”.
El sábado 29 de abril yo le sentí la voz mal, le costaba hablar. Le dije ‘Vir andá el médico por favor’, y ahí me dijo ‘mañana llamo a mi hermana para que me acompañe”. Al día siguiente, ya en el hospital, tuvo un infarto.
No hubo forma de reanimarla. La autopsia -cuenta Gonzalo- dice “edema pulmonar”, aunque no saben qué pudo haberlo causado. Era domingo 30 de abril, un domingo de otoño húmedo.
Sumidos en el shock y en la resignación Gonzalo y la familia de Virginia pensaron en los perros, que habían quedado solos en esa casa de Villa Devoto. La historia de un gran amor entre una mujer y sus perros se había convertido, en un instante, en la historia de tres perros huérfanos.
Desde entonces se turnan para ir a darles de comer, para ir a jugar un rato con ellos. Los llevaron al veterinario, les pusieron las vacunas al día, les hicieron cortar las uñas.
“Pero claro, después están solos, aunque yo estoy yendo cuatro veces por semana, hay un momento en el que se quedan solos, y eso me parte el corazón. Cuidarlos no es solamente darles de comer. Necesitan cariño, amor, les falta ella”.
Gonzalo encontró la forma de no desarmarse cada vez que entra a la casa: “Me moviliza todo, obvio. Pero cuando entro me viene una sensación de paz porque ahí fuimos felices. En esa cocina tomando café, comiendo galletitas, haciendo cosas chiquitas, fuimos felices”.
Hace unos días él y otro grupo de amigos de Virginia iniciaron una campaña para encontrarles un hogar, dos, o tres.
“Yo los quiero mucho, también por lo que ahora representan. Sé que cuando se vayan me van a caer todas las fichas juntas, se me va a caer el mundo encima. Pero ahora lo que realmente me gustaría es encontrar a alguien que los quiera cuidar y saber que están bien”, dice Gonzalo, y se emociona de nuevo porque imagina la escena final que la amistad que tuvieron necesita.
“Me gustaría, una vez que me asegure de que los perros están con alguien que los quiera, poder llevarle una flor y decirle nada más que eso: ‘Vir, quedate tranquila que están bien. Cumplimos’”.
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