Carlos Rinke esperaba con ansias la Semana del Aire y el Espacio, una exposición en la que se exhibían aviones de distintos tipos. Adolescente entusiasmado por los enormes hitos de la aviación, como fue la llegada del hombre a la Luna, quedó deslumbrado cuando vio la vedette de todos los aviones que nuestro país acababa de adquirir: un A 4B, una nave de avanzada, con la última tecnología.
Soñaba con volarla.
Tan entusiasmado quedó que, cursando el tercer año del secundario, quiso entrar a la Escuela de Aviación Militar y lo rebotaron porque no cumplía con la edad. Ingresó dos años después, con la idea de transformarse en piloto de caza.
Descendiente de un bisabuelo alemán de Hamburgo, Rinke había nacido en la ciudad de Buenos Aires aunque desde chico vivía en San Isidro. Cursó los cuatro años de cadete, durante los cuales los aviones se los veía de lejos. En 1978 se transformó en oficial y al año siguiente hizo el curso de piloto de caza en Mendoza con un Morane Saunier.
Cuando estalló la guerra, estaba en la V Brigada Aérea. “El flaco Rinke” era un teniente de 26 años, casado con María Gabriela, tenían una hija muy chica y estaban esperando otra, que nacería en agosto.
Héctor Sánchez tenía el futuro arreglado. Estudiaría ingeniería mecánica en San Nicolás, su ciudad natal. Finalizaba el quinto año de la secundaria cuando su compañero de banco le cambió la vida. Héctor le preguntó que estudiaría y el amigo le respondió que entraría en la Escuela de Aviación Militar. El no sabía qué era y le explicó que allí se estudiaba para ser piloto de caza. Decidió que eso quería ser.
Como los tiempos de inscripción terminaba, todo lo hizo a las corridas cuando su papá José le prometió ayudarlo. “Total, en tres meses estás de vuelta…” Solo de porfiado, aguantó los cuatro años de cadete, no le gustaba, recordó a Infobae que “fueron tiempos difíciles”, pero que se fue quedando.
Egresó como oficial en 1975 y al año siguiente cuando hacía el curso de piloto, su papá falleció. En Mendoza hizo la instrucción de piloto de caza y lo enviaron a Villa Reynolds a volar los A 4B.
Se considera casi como un elegido: el año en que entró había 2000 anotados; ingresaron 300, se recibieron 45 y solo 8 se transformaron en pilotos de caza.
Junto a otros compañeros estaban en Venezuela haciendo prácticas con un simulador de vuelo -en nuestro país no había- cuando los hicieron regresar de urgencia. Se habían recuperado las Malvinas.
Quisieron dejarlo en Buenos Aires y fue en vano su pedido de que lo llevaran al sur. Ante una nueva negativa, pidió ir a combatir como un infante. No había caso. Recurrió a su último recurso: llamó a un superior en Villa Reynolds, quien intercedió y se transformó en el primer adscripto voluntario en el segundo escuadrón en Río Gallegos.
Tenía 28 años, era primer teniente y desde el primer año de la Escuela de Aviación era conocido como “Pipi”, ya era que era flaco y chiquito, como un pajarito. Dio gracias al cielo ser soltero, ya que no dejaría ni viuda ni huérfanos.
Tanto Rinke como Sánchez fueron dos de los pilotos que atacaron a la flota inglesa el 8 de junio de 1982, que pasó a la historia como el mayor desastre británico en la guerra de Malvinas.
El bautismo de fuego de Rinke fue el 1 de mayo y no lo recuerda como un gran día. Antes de llegar a la zona de blanco, la escuadrilla que integraba tuvo la mala suerte de cruzarse con un buque, que resultó ser el Formosa, al que atacaron.
Participó en misiones los días 21, 23, 25 y 27 de mayo. Ese martes 8 de junio integró la primera oleada de ataque. De los ocho aviones que despegaron, tres debieron regresar. En el momento, se conformó una sola escuadrilla con el primer teniente Carlos Cachón, el alférez Leonardo Carmona, el propio Rinke, el teniente Daniel Gálvez y el alférez Hugo Gómez.
Cachón fue el líder. Rinke lo recuerda como un piloto muy prolijo. Junto con el primer teniente Mariano Velasco (que había impactado el Coventry el 25 de mayo), tenía un alto promedio de puntería.
El día presentaba muy baja visibilidad, con mucha neblina. Volaban al ras del agua. Para ese piloto de 26 años era algo “muy lindo y desafiante” y no sentía el temor de lo que pudiera pasar.
Haciendo cuentas, tomó conciencia que la suya era de las promociones más jóvenes que estaban combatiendo: dos tenían 25 años, otros dos 26 y uno 28.
Tuvieron dificultad en identificar a los buques enemigos, camuflados en la costa. En una de las pasadas, fue Gómez el que los avistó. La escuadrilla realizó un amplio viraje hacia la derecha para atacar.
Les llamó la atención no recibir fuego enemigo. Atacaron al Sir Galahad y al Sir Tristam: las bombas arrojadas por Cachón dieron en el blanco y las arrojadas por Rinke rebotaron en el agua y terminaron explotando en la costa. Luego regresaron, sin reaprovisionarse.
Ese martes 8, Héctor Sánchez no la pasaría bien.
A bordo de un A-4B participó finalmente en cuatro misiones, “ninguna fácil”, admitió. El 22 y 24 de mayo a la Bahía de San Carlos y el 7 y 8 de junio en Bahía Agradable. Acotó que en las tres primeras habían “vuelto todos”.
Tenía una cábala. Nunca permitió que se le tomasen fotografías.
Sánchez tenía un mal presentimiento. Estaba convencido de que los estarían esperando. Cuando era asistido por un mecánico antes del despegue, se acercó el suboficial Ayudante Pedro Santillán, encargado de la primera línea de mantenimiento en Río Gallegos. “El Negro”, era un cordobés muy querido por sus subalternos y respetado por sus superiores. “¿Usted va al objetivo o de reserva?”, le preguntó. “Voy al blanco”. Le dio un beso en la frente. “Que Dios lo bendiga”. El mismo ritual lo repitió con otros dos pilotos.
Despegaron a las tres de la tarde cuando lo ideal, según Sánchez, hubiese sido haber salido todos con la primera escuadrilla. Eran seis aviones en dos formaciones. La primera integrada por el primer teniente Oscar Berrier, el alférez Jorge Vázquez y Héctor Sánchez; la segunda, a un par de minutos detrás, por el primer teniente Danilo Bolzán, el alférez Guillermo Dellepiane y el teniente Juan Arrarás.
Tanto Berrier como Dellepiane debieron regresar por fallas. Se armó una sola formación con los pilotos restantes, tratando de esquivar la tormenta y la lluvia.
El día era espantoso y costó ubicar al Hércules de reaprovisionamiento. Recordó llegar al sur de Puerto Argentino y formarse paralelos para ir, en vuelo rasante, hacia el este. Recibieron de tierra disparos de tropas inglesas mientras a su derecha el enemigo lo hacía con misiles y artillería de 35 milímetros.
Sánchez describió la situación como “un verdadero infierno”.
Era notorio el ruido que provocaba los impactos de proyectiles sobre el fuselaje. En una de las pasadas intentó dispararles a tropas británicas pero los cañones se trabaron.
Seguían volando los cuatro. Cuando Vázquez lo sobrepasó, iban rumbo sur en busca de blancos. A la derecha se distinguían dos gruesas columnas de humo blanco de los buques atacados a la mañana.
El cielo se había despejado.
Sánchez giró la cabeza hacia atrás tanto como le era posible para ver si tenían aviones enemigos. Alcanzó a ver a un Sea Harrier piloteado por David Morgan quien años después le dijo que no le pudo tirar un misil porque la computadora había fallado. Le disparaba con sus cañones de 30 milímetros.
Mientras tanto, Bolzán divisó una lancha de desembarco. Arrojó una bomba que dio en el blanco, luego el buque recibió otras tres de Arrarás, mientras Vázquez pasó por delante de la proa sin soltar los proyectiles.
Sánchez remarcó que todo ocurría en cuestión de segundos. A su derecha vio a dos Sea Harrier. Cuando planeaba la arriesgada maniobra de pasarles por arriba a los aviones enemigos y descargarles las bombas, porque sus cañones no funcionaban, uno de ellos lanzó su misil.
Los pilotos argentinos rompieron el silencio de radio y ensayaron las maniobras para desembarazarse de los misiles.
Uno impactó en la cola del avión de Arrarás, quien se eyectó y cayó al agua. Entonces no lo encontraron.
Los misiles eran detectables desde muy lejos, porque por el frío dejaban una intensa estela blanca. Uno dio en la cola del A 4B de Vázquez que, cuando explotó, hizo detonar las tres bombas que llevaba. Fue tal la explosión que Sánchez percibió las vibraciones en su avión.
Vio a Bolzán haciendo su escape por izquierda y luego lo perdió de vista.
Sánchez estaba conmovido. “Se me fue el profesional de adentro. Había perdido a hermanos, amigos; a esa altura todos éramos familia”.
Consciente de que un Sea Harrier volaba por encima suyo, se desprendió de las tres bombas y de los dos tanques de combustible y puso dirección al continente en vuelo rasante. Vio una cortina de lluvia y se metió con la esperanza de que el agua enfriase el motor y su calor no guiase a los misiles enemigos.
Cuando volaba por el sur del Estrecho de San Carlos, revisó los instrumentos. Le quedaba combustible para cinco minutos de vuelo y aún lo separaba una hora quince de Río Gallegos.
Tenía dos opciones: eyectarse, caer prisionero o terminar herido por la caída o continuar hacia la base. Eligió esta segunda opción.
Se elevó a 15 mil metros para economizar combustible. Volvía solo. “Es lo peor que le puede pasar a un piloto de combate”, explicó. Llamó al Hércules de reaprovisionamiento, por si aún estaba en zona. Milagrosamente, el vicecomodoro Alfredo Cano le respondió. Sánchez le dijo que volaba solo, que habían derribado a sus compañeros, dio la posición donde Arrarás se había eyectado y les comunicó que tenía solo 500 libras de combustible.
“Pibe, quedate tranquilo que te vamos a buscar”. Ante el miedo de caer en el medio del mar, Cano le respondió: “Hoy el único lugar donde te vas a bañar es en el casino de oficiales”.
El Hércules le pasó las coordenadas, pero su avión no tenía el radar Omega. Ubicarlo era encontrar una aguja en un pajar. Cuando el Hércules captó la señal VHF de la comunicación del avión, le indicó a Sánchez el rumbo que debía seguir.
Aún no había dejado Malvinas y estaba oscureciendo. Hasta que vio un punto blanco que venía en dirección contraria. Era el Hércules. Sánchez nunca supo cuánto combustible le quedaba porque no quiso volver a mirar los instrumentos.
Desde el Hércules le indicaron que no se desenganchase, porque perdía combustible por los orificios que tenía el avión. Voló una hora acoplado hasta tener a la vista Río Gallegos. Cuando se le apareció la ciudad fue “como ver París”, confesó.
Cuando aterrizó, tuvo un montón de sensaciones encontradas. Los mecánicos, que esperaban a los otros pilotos, lloraban; él no podía desengancharse el arnés, un mecánico intentó hacerlo y discutieron. Solo recuerda revolear el casco, después todo es borroso.
El dolor por los compañeros caídos fue muy grande. “Conocíamos a sus esposas, sus novias, sus padres”, explicó Sánchez.
De todos tenían una historia. El entrerriano Bolzán, que era compañero de promoción, era muy divertido, aunque lo más aconsejable era no hacerlo enojar. Decía que era “de la capital del huevo”. Rinke lo describió como “afable, querible, muy buena persona”. Se entendían muy bien porque el año anterior había volado mucho con él.
El “turco” Arrarás era un platense muy católico. Con Rinke eran muy cercanos. Se habían puesto de novios en Córdoba y ambas mujeres también eran amigas.
Y el “Gordo” Vázquez era un rosarino rubio de ojos celestes, bonachón, amable, un gran nadador.
La 44, promoción de Rinke, es la que tiene el mayor número de caídos en Malvinas: Además de Arrarás, quedaron en las islas los tenientes Jorge Bono, Jorge Farías y Néstor López y el primer teniente Eduardo De Ibáñez.
El 14 de junio tuvieron un montón de sensaciones encontradas. Sabían que ellos habían hecho las cosas bien, y habían tenido éxitos importantes, aunque admitió que todo se definió en tierra. Los licenciaron enseguida.
Cuando Sánchez llegó a Comodoro Rivadavia, preguntó por la dotación de los Hércules. Pidió por Cano. “Yo soy el primer teniente Sánchez. Desde hoy usted y la dotación del Hércules que me salvó son mis segundos padres”, le dijo. Le entregó lo más valioso que tenía, un rosario que lo había acompañado durante la guerra. Ambos lagrimearon.
En 2005 Rinke se retiró como comodoro, tiene cinco hijos, once nietos y vive en Córdoba. Toda su vida fue piloto y ahora se distrae bien pegado al agua, con un velero en el Lago San Roque.
Sánchez se casó en 1984, tiene tres hijos y cinco nietos. En 2019 volvió a las islas con Luis Cervera y el hijo de Bolzán. “Es mi hijo adoptivo”, contó. Confesó que el viaje no le hizo bien, que si bien fue como un cierre de ciclo, volvió mal. Rinke nunca viajó, dijo no haber tenido la oportunidad y los recuerdos que le vienen no son gratos.
A Sánchez hay uno que asegura que nunca se le borrará: la profunda hermandad con sus compañeros y ese beso en la frente del Negro Santillán.
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