La luna ilumina el velero, a los doce que permanecemos sobre la cubierta en la noche helada del golfo San Matías, donde el mar Argentino cruza el límite entre Río Negro y Chubut. Esperamos algo. Más allá de la borda, el océano es un abismo de oscuridad. Pero no de silencio. Con la ausencia casi total de viento, el mar se mece en calma. El reflejo lunar se rompe en miles de pequeñas lucecitas. Un celofán moviéndose al compás de un vals. El cielo regala millones de estrellas; la nube de la Vía Láctea se recorta, nítida. Y de repente llega lo esperado, la recompensa: el sonido de una ballena franca, el resoplido desde el espiráculo de su cabeza, el brillo del lomo que se asoma y se esconde. Es lo que vinimos a buscar en el Witness, la embarcación más nueva de Greenpeace, que recorre el Mar Argentino por primera vez. El santuario de uno de los animales más enormes, bellos y frágiles del mundo.
A las ballenas las oímos. Pero fuera de temporada, habrá que armarse de paciencia para verlas en todo su esplendor. El Witness zarpará, en la tercera etapa de su periplo por nuestras aguas, desde el puerto de aguas profundas de San Antonio Este. En los seis días de recorrido mostrará las dos caras del mar: la amable, con amaneceres y ocasos de postal, vida marina y noches de luna que invitan a quedarse en cubierta. Pero también la furia del viento, el mar enojado y las obligadas noches de insomnio, donde el estómago y las náuseas nos sacan a pasear. Es un velero sólido y austero, que fue botado en 2003 en Sudáfrica con el nombre de Pelagic Australis para navegar en los polos, y se incorporó en 2021 a la organización ecologista. En su casco de acero sólo tiene pintado el nombre y un arco iris. Con 22.5 metros de eslora, 8 de manga y una altura de 29 metros en su palo mayor, es el barco más pequeño de la organización. Posee cuatro velas: la mayor se puede reducir hasta cuatro veces según la velocidad del viento; y en la proa están la genoa, la yankee y la staysail. Su calado máximo es de 4 metros, pero una característica particular -la quilla y el timón que se pueden levantar-, hace posible su tránsito por zonas con una profundidad de apenas 1,4 metros. Su tripulación es de cuatro personas, pero ahora vamos 12, la capacidad máxima en navegación y la cantidad de literas que posee en sus seis camarotes. Tiene dos baños, en los que el agua se debe bombear ¡25 veces! para que los residuos humanos sean expulsados hacia el mar. Y una zona de estar con dos mesas para comer y una más pequeña para trabajar.
El capitán del Witness se llama Daniel Mares. Le decimos que con ese apellido su destino estaba marcado. Sonríe, y entiende el chiste: desde que está en Argentina se lo hicieron varias veces. Nació en Australia, vive en Nueva Zelanda, conoció a su esposa Pía en 1998 a bordo del Vega, otro barco de Greenpeace y nos cuenta que su hija entró a la Universidad de Wellington para estudiar sociología. Cuando atraque en Puerto Madryn terminará sus tres meses de servicio y regresará a su casa, donde lo espera su mujer, “un perro y un gato”. Pero acá diseña el recorrido como un artesano: mira mapas en una pantalla, coteja números y hace partícipes a todos del viaje: en un par de momentos del recorrido, este enviado tendrá que tomar el timón y seguir el rumbo marcado por él. Entró a Greenpeace en la década del 80, casi por casualidad: “Crecí en el interior, pero tuve la suerte de tener un amigo cuyo padre tenía un velero. Había pintado una casa con él y lo oí hablar de sus aventuras al navegar, le manifesté interés y me invitó. Tenía poco más de 20 años y me encantó. Poco después estaba participando en una protesta contra la minería de uranio en el estado en el que vivo y conocí a gente de Greenpeace. Me dijeron que tenía un velero, y me decidí a ver si me podía unir con ellos. Lo hice y soy afortunado”.
El barco está en la anteúltima etapa de su viaje por el Mar Argentino: ya estuvo en Mar del Plata y llegó hasta el límite de las 200 millas. Ahora navega por los golfos San Matías (donde reclamarán su protección), el San José y el Nuevo, su destino final en Puerto Madryn. Todo el trayecto fue seguido con recelo por Prefectura. En él, durante el primer tramo, se embarcó el director científico del Instituto de Conservación de Ballenas, el cordobés Mariano Sironi. Desde el timón, logró algo increíble para un debutante: 14 nudos de velocidad a vela, para un barco que promedia los 5.5 en plena navegación.
Te puede interesar: Infobae en alta mar: 90 segundos de acción y una pintada para exponer a un pesquero en aguas internacionales
El objetivo del equipo científico fue reconocer y registrar especies de mamíferos marinos presentes en el área del Mar Argentino y de la zona económica exclusiva, frente a las provincias de Buenos Aires, Río Negro y Chubut. Esta zona en la que navegaron es utilizada por la ballena franca austral como área de migración y alimentación. Sironi registró 12 grupos de fauna, que incluyeron 9 especies de mamíferos marinos y un mínimo estimado de 366 individuos en total de, entre otros, ballena jorobada, delfín oscuro, delfín común, delfín austral, delfín liso, calderón, orca y una marsopa de anteojos (aunque esta última no con total certeza). También lobos marinos de dos pelos y lobo fino.
Con las ballenas francas, el animal que es emblema de esta región que incluye a la península de Valdés y los Golfos San José y Nuevo, el instituto que preside Sironi ideó un sistema de “adopción”, a través del cual se puede elegir un individuo, colaborar con el ICB y recibir información sobre su crecimiento y recorridos. Para identificar a cada ballena, Sironi señala que “tienen en su cabeza unas callosidades sobre las que se asientan poblaciones de ciámidos, también llamados piojos de ballenas, que son crustáceos similares a pequeños cangrejos de color blanco. Esas callosidades tienen una forma, un tamaño y un número que son propios en cada individuo y que se mantiene más o menos constante a lo largo de su vida, como las huellas dactilares en las personas. Con una buena foto de la cabeza tomada desde una perspectiva aérea podemos saber qué ballena es. Nosotros generamos un catálogo que actualmente contiene 4.100 individuos”.
Y aunque la población de ballenas crece desde la década del ‘70, cuando comenzaron a ser estudiadas, dice Sironi: “La tasa de crecimiento anual se redujo. Durante los 70, 80 y 90, crecían a una tasa del 7% anual. En las dos últimas décadas lo hacen entre un 3 y 4%”. Por eso, para él es fundamental conservar toda la zona de habitat de la ballena franca, que no sólo se limita a los alrededores de la Península de Valdés: “Los animales que estudiamos tienen fidelidad de sitio, pero también tienen flexibilidad en el uso de esos sitios. Entonces, una ballena que nació en Península de Valdés y fue alimentarse al Agujero Azul en su primer año puede repetir eso el resto de su vida, pero puede combinar ese patrón con otros sitios. Hemos visto 124 individuos avistados en la Península de Valdés y luego en Santa Catarina, en Brasil. Por eso, si protegemos solamente el área de Península Valdés estamos protegiendo una parte de su hábitat, pero no todo. Estas evidencias científicas sirven para generar estrategias de conservación a nivel regional, que protejan el hábitat completo digamos de la especie y las zonas migratorias”.
Durante la vida a bordo se notó la paradoja: en medio del océano, uno de los elementos más escasos y preciados es el agua. Apenas llegamos al Witness, la bomba se rompió. El encargado de arreglarla es el ingeniero del barco, el turco Erkut Ertürk. “Si algo se rompe en tu casa, llamás al plomero, acá soy el plomero; si llamás al electricista, acá soy el electricista. Hago desde el motor a todas partes electrónicas y mecánicas, básicamente me llaman el reparador del barco. Para arreglar la bomba, como no tenía el repuesto, improvisé”. Se ríe cuando le digo que acá diríamos que lo “ató con alambre”, le gusta la metáfora. Erkut tiene 48 años y está en Greenpeace desde 1998, cuando estudiaba ingeniería electrónica en Estambul. Puede parecer curioso, pero como a la organización llega gente con distintos oficios. él también era actor en su país natal, y hasta fue uno de los fundadores del Sindicato de Actores de Turquía: “siempre hacía de villano”, sonríe. Y cuenta qué es lo más importante que conoció a bordo: “La esencia de la relación multinacional y multicultural que vive en este pequeño velero, tratando de defendernos de los problemas del camino, viajando entre puerto y puerto. Y hay muchas historias alrededor de esto”, cuenta. La que recuerda sucedió en el Líbano, en el “2002 o 2003″, “fuimos al Libano, protestamos por el derrame tóxico de una fábrica en el mar. Estaba nuestro barco, desembarcamos nuestros botes. Habia gente de Anatolia, Turquía y tambien de occidente. Trepamos en la costa, colocamos un cartel en el gran tubo que enviaba el tóxico al mar, y los guardias de seguridad comenzaron a disparar sus armas al aire, boom boom boom boom.. Y sucedió algo gracioso, todos los locales, los libaneses, fueron y gritaron ‘que están haciendo, bajenlas’; y al mismo tiempo, la gente de Europa occidental se cubrió. Eran del mismo equipo, pero tuvieron una reacción totalmente distinta. Hay muchas historias llenas de cuidado y amor”
Después de la segunda noche de navegación (cuando oímos a las ballenas), el Witness ancló frente al Refugio la Esperanza. Es propiedad de la Fundación Patagonia Natural, que dirige José Musmeci, un ex funcionario del gobierno de Néstor Kirchner que también fue ministro de Medio Ambiente de Río Negro diez años atrás. Una de sus activistas, Florencia Rey, es parte de los invitados a bordo. Por la mañana, desde la borda, se pudieron ver algunos ejemplares de ballena franca que se habían escuchado horas atrás, aunque más alejadas del barco que durante la noche. En un gomón, bajamos a tierra para recorrer la reserva. Musmeci fue el anfitrión: “Yo llegué en el 81 a la Patagonia, desde Mar del Plata. Fui guardafauna y hace 34 años dirijo la Fundación”, explica, y describe a la fauna que intentan preservar en la zona: “Aquí protegemos la estepa costera patagónica. De animales terrestres tenemos entre 400 y 600 guanacos, choiques, maras, zorros, y algún puma, uno o dos. Y marinos, una colonia de machos célibes, pingüinos y orcas en tránsito y lo que vieron: ballenas, que vienen de junio a octubre. Ahora hay seis o siete…”.
En el lugar, en una zona llamada “Las Lolas”; se encuentra un paisaje bellísimo de mineral de yeso, que forman flores de cristal. En medio del recorrido, además, hay un esqueleto de ballena, antiquísimo, en proceso de fosilización. Y varios fogones rituales de pueblos originarios como los tehuelches.
La visita se demoró más de lo previsto. El capitán había pedido que la vuelta sea a las cinco de la tarde. Preveía un mar un poco picado. Tenía razón: la llegada al Witness en el gomón fue una suerte de montaña rusa, ropa empapada y poner en acción la bomba del pequeño bote y un baldecito amarillo para sacar el agua que lo inundaba por todas partes. Esa noche, el velero permaneció allí.
A bordo todos deben hacer de todo. Por ejemplo, el fotógrafo de Infobae, Matías Arbotto, cocinó unas riquísimas lentejas, a pesar de la falta de panceta o chorizo colorado, delicias absolutamente prohibidas en un lugar donde la alimentación es estrictamente vegetariana y orgánica. La cocina tiene dos hornallas y un horno eléctrico. Hay una bomba con agua potable, otra para lavar los platos, una heladera pequeña, una estufa y un termotanque muy potente que abastece de agua caliente. Cada lugar de guardado suma: bajo los asientos hay de todo. Y es imprescindible el “mapa” para ubicar todo lo que hay para comer. En ese delicado equilibrio, si el azúcar o la sal no se guardan exactamente en su lugar, podría ser una catástrofe. No obstante, en la proa está el “supermercado”, con cajas donde se almacenan frutas y verduras, otra heladera y un freezer. Habrá que olvidarse de la leche de vaca: sólo se bebe orgánica. Pero se puede disfrutar de un gran número de mermeladas de distintos países. Y mucho queso.
Y así como hay que estar preparado para cocinar y lavar, también el trabajo de marinero puede tocar en suerte. Apenas pusimos un pie en el Witness, la única mujer tripulante, Lies Vercameren, se encargó de brindar un pequeño curso de cuáles eran los nombres de las velas y cómo ayudar a armar las velas y a enrollarlas. Lo más importante: la posición de las manos al trabajar con cuerdas. Un error y adiós dedos.
Lies nació hace 26 años en Bélgica y es marinera de cubierta en el Witness. “Nadie de mi familia navega. Somos belgas, comemos papas y trabajamos con las manos, nada más”, cuenta con una sonrisa. Ella empezó a navegar “por accidente”, luego de un viaje en velero con un amigo. Le gustó tanto que se mudó a Barcelona, donde aprendió de barcos y mares y, además, a hablar castellano. “Hice una travesía de tres días sin teléfono, sin internet, mirando delfines, el mar y fue increíble”. Allí se convirtió en instructora y en broker de compra y venta de barcos. “Navegar siempre será parte de mi vida… y salvar ballenas”, augura. Está feliz con esta travesía: “Es el viaje más lindo que he hecho: vi ballenas, delfines, pingüinos, mi animal favorito. Y Argentina también es hermosa por tierra, la gente es amable, la comida muy rica. Es increíble ver la biodiversidad por aquí, es como un sueño”. Según ella, apenas entre “el 2 y el 3% de los capitanes son mujeres, y quiero ayudar a cambiar esto. Yo soy uno de ese 2 o 3 por ciento porque soy capitana de otros barcos más pequeños. Hacemos todos lo mismo aquí, no hay diferencia entre hombre y mujer”.
Durante la tercera noche, de 2 a 4 de la madrugada y frente al Refugio Esperanza, le tocó a quien escribe realizar el “Anchor Watch”, la “Guardia del Ancla”. Consiste, básicamente, en prestar atención a que el ancla, que tiene una cadena de 100 metros de longitud, no se mueva de su lugar. Y para ello hay que mirar cuatro pantallas: en una hay un círculo rojo en el que el centro es el ancla. Si la figura del velero, que se mueve libremente en la superficie, supera ese límite, hay problemas: significa que el ancla se soltó y el Witness está a la deriva. En la misma pantalla está la indicación de profundidad, que no debe bajar de los 10 metros. Se mantuvo entre 13.3 y 14. Luego hay un reloj, donde la referencia a mirar es el número 25, que son los nudos del viento. Hay que verificar que no lo pase: llegó a 23. Y por último, otra pantalla más pequeña tiene la línea costera y un círculo azul, que representa el límite de la cadena del ancla. Ahí, la imagen de la costa no debe invadirlo. La otra premisa es no quedarse dormido. Y ante cualquier anomalía, correr a despertar al capitán.
Te puede interesar: Infobae en alta mar: el increíble hallazgo de un gigantesco “freezer flotante” que ayuda a depredar el Océano Atlántico
A las 4, entre el primer oficial Guven Daragon y el activista de Las Grutas Fabricio Di Giacomo, el ancla se levantó (acarreando algunos moluscos y un bastante mal olor) y se reanudó la navegación. Sucedió, entonces, un fenómeno increíblemente bello: la bioluminiscencia. Ayudada por la estela que deja el barco al surcar el mar, la figura fosforescente de un lobo marino que nadaba a metros del Witness se recortó bajo el agua, en plena oscuridad. Es, dicen, un mecanismo defensivo que se puede observar de noche y bajo ciertas condiciones. Inolvidable.
Es el segundo viaje que Guven hace en el Witness. Tiene 30 años, es francés, hace alguna broma sobre el mundial de Qatar, y cuenta que de chico vivía lejos de la costa, pero sus padres se mudaron a un barco. A los 14 años decidió que sería constructor de navíos de madera, pero luego decidió que navegar sería más divertido. Se unió a Greenpeace, dice, “porque es una organización en la que realmente creo”. Al Witness llegó “por pura suerte”. “El año pasado, un tripulante debió dejar el barco, un amigo que trabaja en un barco de Greenpeace, me compartió el mensaje de que el Witness estaba buscando un reemplazo en el corto tiempo para el compañero, y yo estaba disponible en el momento”, recuerda. Su tarea es fundamental. Debe “cuidar la seguridad a bordo, mantener un ojo en la organización, las guardias, la cocina, la limpieza y el mantenimiento del mástil y las velas”.
Además de los tripulantes, por Greenpeace navegan Luisina Vueso, coordinadora de la Campaña de Océanos; y dos activistas: Marcos Salazar, de Salta; y Luciana Rivero, del Chaco. Vueso explica que “La necesidad de proteger océanos y mares se da porque son fundamentales para la vida en el planeta, sin ellos la tierra sería inhabitable. A través de sus corrientes regulan la temperatura del planeta, distribuyendo el calor del ecuador y el frío de los polos, también regulan los ciclos del agua y el clima. Absorben el 90% del exceso del calor atmosférico, generado por las actividades industriales y económicas. Y por eso ahora se están calentando. Son los verdaderos pulmones del planeta, producen entre el 50 y 80 % del oxígeno que se libera a la atmósfera cada año. Y también funcionan como sumideros de carbono, es decir que lo capturan de la atmósfera y lo almacenan en el fondo, son un gran aliado frente al cambio climático. También son cuna de biodiversidad y proveen alimento y trabajo a millones de personas en el mundo. Pero para seguir cumpliendo este rol vital deben mantenerse sanos, y no solo las aguas, sino los ecosistemas que albergan. Cada especie cumple un rol fundamental, desde el fitoplancton hasta las ballenas”.
En la mañana del cuarto día de navegación, el plan era llegar al Golfo San José y hacer un avistaje de ballenas. Está al norte del istmo que une al continente de la Península de Valdés, y en él no se permiten actividades relacionadas con el turismo, que se reservan en el Golfo Nuevo, al sur, donde se encuentran las localidades de Puerto Madryn y Puerto Pirámides. La idea era acercarse a la costa, donde a pesar que la temporada aún no comenzó, nadaban algunos ejemplares. Perseguir una ballena con un velero se parece a querer arribar al horizonte: cuando se llega, está en otro lado.
Luego de superar una breve lluvia y pasar frente a la Isla de los Pájaros (que técnicamente no es una isla, sino un tómbolo al que se puede acceder caminando cuando la marea está baja), la radio alertó a la tripulación con un aviso de Prefectura. Pedían que identificara su posición, qué tareas realizaba, y la cantidad de personas a bordo y la hora que pensábamos zarpar.
Después de pasar la noche fondeados en la salida del Golfo San José, la navegación continuó hacia Punta Norte, en la Península de Valdés. Allí se ubica la colonia de elefantes marinos y estaba la promesa de ver orcas. En esa zona, estos cetáceos, que se mueven en familias, suelen utilizar una técnica de varamiento para cazar lobos marinos. Es el único lugar del mundo donde se realiza, y hasta lo entrenan. Pero nuevamente llegó un llamado de Prefectura. Esta vez, indicó que nos debíamos alejar a por lo menos tres millas de la costa. Desde allí, la posibilidad de ver a las orcas de cerca era casi nula, y el capitán Mares no estaba dispuesto a desobedecer: “No me gusta romper las reglas porque sí. Si las rompo debe ser por una causa justa. No considero que seamos especiales, somos un velero como cualquiera”.
Entonces, el capitán decidió navegar durante toda la noche hacia el Golfo Nuevo, donde esperaba llegar de madrugada. Y, como al pasar, advirtió que habría un poco de viento. Lo que hubo fue un temporal. El Servicio Meteorológico Nacional, para la noche del jueves, indicaba “alerta amarilla”, el área sería “afectada por vientos del sector norte con velocidades entre 40 y 55 km/h, y ráfagas que pueden superar los 70 km/h”. Y sugería “evitar las actividades al aire libre”, “asegurar los elementos que puedan volarse” y “tener siempre lista una mochila de emergencias con linterna, radio, documentos y teléfono”.
Por la época del año, el anochecer llega alrededor de las seis de la tarde. Justo a esa hora, cuando el viento arreciaba, este periodista ya estaba a cargo del timón. Lo que siguió fue como una clase de crossfit que duró cuatro horas en medio de la oscuridad. Lo único audible, además del viento, fueron los gritos del capitán indicando la dirección que había que tomar. El timón, con la fuerza del temporal, no se convirtió en un instrumento dócil. Cada vez que pasaba una ola, que golpeaba nuevamente en el mar, tomaba una dirección incorrecta, y había que traer al Witness al rumbo que ordenaba el capitán. El Servicio Meteorológico Nacional fue preciso: la velocidad del viento que registró el barco fue, en promedio, 30 nudos/h, es decir, 55 km/h.
Luego de la guardia llegó el intento de dormir. Imposible. Éramos trozos de hielo dentro de una coctelera. Recién antes del amanecer el vendaval se calmó. En el horizonte ya se veía la línea costera y las luces de Puerto Madryn, el destino final. Exactamente sobre la ciudad, una luna enorme y naranja se disponía a traspasar el umbral del horizonte.
Después de una noche movida, fue la mejor imagen que la naturaleza podía ofrecer para cerrar una experiencia inolvidable.
Seguir leyendo: