“Las bolsas de dormir y las mantas de más de 200 prostitutas están esparcidas por la sacristía y a lo largo del ábside de la iglesia de Saint-Nizier, en el corazón de esta ciudad del centro de Francia, en el quinto día de ocupación en protesta por la represión policial”, dice un artículo publicado en The New York Times la primera semana de junio de 1975. La primera oración del texto ilustra la intimidad de una protesta: dos centenas de trabajadoras sexuales encerradas, recluidas hace días en el interior de un edificio del clero religioso. El hecho inspiró una cobertura mediática en Lyon. Después en Francia. Luego en el mundo.
Lo que empezó el lunes 2 de junio de 1975 en verdad había empezado mucho antes. Incluso antes de que condenaran a días de encierro a diez trabajadoras sexual por el “delito reiterado de prostitución activa”. El detonante, apuntaron los medios internacionales por entonces, había sido una modificación drástica en la tolerancia institucional a la actividad: la policía de Lyon incrementó la rigurosidad del trato a las trabajadoras en las “calles calientes” de la ciudad. El nuevo y severo criterio aplicado redundó en multas, encarcelaciones, silencios, violencias.
Robert Boyer, un abogado de las mujeres implicadas, contó que podían recibir seis o siete multas por noche: las sanciones oscilaban alrededor de los 180 francos. Pero el amparo legal de estas penalidades era difuso: dependía del capricho o voluntad de los policías que a veces las detenían después de aplicarle una segunda multa y que decidían arbitrariamente su liberación en arrestos que podían durar tres días o tres meses. El defensor de las trabajadores sexuales ante los tribunales habló de la arbitrariedad y el atropello de las fuerzas de seguridad, y de la vulnerabilidad de las víctimas, apartadas y deshonradas por el resto.
Las prostitutas eran, no sólo en Francia, un colectivo que la sociedad consumía y destrataba. El juicio público y la represión policial las obligaba a trabajar en secreto. Su actividad era tabú, invisible. Todos conocían su existencia y todos procuraban, a su vez, omitirla: la prostitución estaba aceptada, las trabajadoras no. Eran entendidas como representantes de una naturaleza pecaminosa, eran vistas y usadas con desprecio, quienes idealizaban la transgresión, quienes yacían ocultas bajo el velo de la nocturnidad: cuando nadie ve, la violencia crece. Pero eran muchas y era mucho el encono que había instaurado la policía en Lyon. La persecución no hizo más que despertar su espíritu rebelde.
El 2 de junio de 1975 adoptaron una acción conjunta: como los organismos oficiales ignoraban sus ruegos de ser entrevistadas por alguna autoridad y sus pedidos de adoptar medidas que regulen la actividad, iniciaron un reclamo, una huelga, una ocupación. Al principio eran sesenta. Terminaron siendo más de doscientas. El propósito de la toma era visibilizar una situación de vulnerabilidad por los abusos arbitrarios de la policía y exponer la inacción del gobierno. Suponía una reacción a la política represiva que las acorralaba con citaciones por “attitude de nature à provoquer la débauche” (actitud susceptible de provocar desobediencia), según el artículo 34 del código penal francés.
Las trabajadoras blandían, asimismo, una razón de fondo: temían que por las multas y las detenciones, los servicios de seguridad social les quitaran la tenencia de sus hijos. Eligieron, paradójicamente, una iglesia católica para montar su causa. “Es el único lugar donde la policía no puede tocarnos”, dijo Carole, una de las ocupantes. Tomaron una parroquia del corazón de Lyon, una de las más antiguas y legendarias de la ciudad: la Saint-Nizier, ubicada en Presqu’ile, sobre la calle Brest.
Movilizadas y organizadas por una causa justa, emitieron un comunicado que titularon con decoro: “Chicas alegres en la casa del señor”. Era la primera vez que globalizaban sus exigencias: querían ser escuchadas, querían ser tratadas con dignidad. “Hartas del expolio de los beneficios de su trabajo que realizaba sistemáticamente el Estado y la Policía manteniéndolas en un estatus legal dudoso, ocupan la iglesia en acto de protesta”, reconstruye el libro Una vida de puta, escrito por Claude Jaget, periodista del diario francés Libération, fundado por el filósofo Jean-Paul Sartre dos años antes de la ocupación.
El libro recopila testimonios de un grupo marginado de la sociedad. Hablan Ulla, Bárbara, Sonia, Chantal, Katia, Muriel, Nadia y otras fundadoras del colectivo de prostitutas de Lyon. “Ellas, dicen bien alto, ejercen una profesión, no cometen un delito”, describe el autor. Ulla era su principal bandera, su líder. Era una mujer alta, rubia, pecosa, de 28 años, que hablaba con el fervor en la boca. “Somos víctimas de una gran injusticia”, dijo ante los medios internacionales. “La prostitución es un producto de la sociedad, no se puede cambiar con un garrotazo”, expresó. Era, también, el estreno de una interacción abierta y sensible entre prostitutas y ciudadanía: en esa primera semana de junio de 1975, las trabajadoras sexuales francesas empezaron a correr el velo del estigma.
La protesta interpelaba el abordaje jurídico de la actividad: “La prostitución es legal en Francia, pero solicitar un cliente no lo es”, dice el artículo de The New York Times. En el documental Hablan las prostitutas de Lyon de la directora suiza Carole Roussopoulos, una de las mujeres explicó los aportes indirectos a las arcas gubernamentales que la actividad concede: “En promedio, son de dos a tres multas por mujer por día en Lyon, sin excepción. Cada sanción conlleva de tres a ocho días de prisión. Cada sanción es una multa de 180 francos. Esto significa que la prostitución aporta, para el gobierno y sólo en Francia, 150 mil millones de francos por año. Es una cifra muy significativa”.
En un recorte del cortometraje, hace referencia a los impuestos remunerativos exigidos por las autoridades: “A una mujer que ha estado trabajando durante cinco años, tendrá que pagar cinco años de impuestos. Todos los ahorros que haya hecho tendrán que irse. Así que tendrá que volver a prostituirse para poder ahorrar. Entonces, ¿quieren que evitemos la prostitución o ponen medios para animarnos? Si pagamos impuestos, que sería lógico ya que estamos trabajando, nos gustaría tener seguridad social. Ahora mismo pagamos impuestos pero no tenemos derecho a nada más que a los policías nos pateen o nos insulten”.
La ocupación tuvo un rebote mediático instantáneo. Contaron con el apoyo sutil e indispensable del párroco de la iglesia, el reverendo Antonin Bdal, quien no solo no expulsó a las trabajadoras sexuales del templo sino que además decidió cerrar las puertas para contribuir a la protesta: solo permitían el ingreso de amigos y periodistas. “No habría sido un acto evangélico”, adujo. En la iglesia Saint-Nizier, las doscientas mujeres se alimentaron de las provisiones aportadas por la comunidad y se divirtieron mirando películas. En un ala de la parroquia habían instalado una pantalla y parlantes. El film que solían elegir era A la hora señalada, un western estrenado en 1952.
Recibieron el sostén de organismos nacionales e internacionales, políticas, sindicales y feministas. “Hubo telegramas de apoyo de las ramas de mujeres de las dos organizaciones laborales más grandes de Francia, de mujeres activistas en otros lugares de Europa y Estados Unidos, y de militantes homosexuales en Francia. También reciben ayuda del Movimiento Le Nid, una organización formada por un sacerdote de París hace treinta años para alentar a las prostitutas a reintegrarse en la sociedad”, expresa el artículo del medio estadounidense. El movimiento había obtenido resonancia en otras ciudades francesas: el método de protestar ocupando edificios religiosos tuvo su repetición en París, Grenoble y Marsella. El acto fue la semilla, también, del Colectivo Inglés de Prostitutas. La organización describe en su propia autobiografía: “Inspiradas por las ocupaciones de iglesias y una huelga de trabajadoras sexuales en Francia, dos mujeres inmigrantes que vivían en Inglaterra formaron el Colectivo Inglés de Prostitutas para hacer campaña por la abolición de las leyes de prostitución”.
Ulla, la líder de la toma en la iglesia de Lyon, prestaba declaraciones en medios gráficos y audiovisuales: todos empezaron a conocerla. “Esperamos nuestra libertad en tanto seamos mujeres tal y como somos, y no tal y como quieren que seamos para tranquilizar su conciencia -manifestó-. No tengan miedo: esta liberación no supondrá automáticamente una proliferación de las prostitutas, a no ser que nosotras, las mujeres, seamos las únicas reprimidas por el miedo a la policía”.
Consiguieron, finalmente, la atención de las autoridades gubernamentales. El arzobispo Alexandre Renard y el alcalde Jean Pradel las recibieron. No celebraron acuerdos, solo controversias. Sus citas con entes oficiales no salieron de Lyon. Ellas querían ser recibidas por la secretaria de Estado para Asuntos de la Mujer, Françoise Giraud, y el ministro del Interior, Michel Poniatowski. Pero no hubo manera. La protesta duró ocho días, hasta que los organismos de seguridad del gobierno se hartaron y ordenaron que la policía desalojara el interior de la iglesia. El movimiento de trabajadoras sexuales regó un éxito volátil. Semanas después de la manifestación, las principales representantes de la manifestación se aplacaron y la naturaleza del reclamo se disolvió. Pero habían encendido una llama.
Ulla volvió a hablar públicamente en 1995. Usó su nombre verdadero: Marie-Claude Peyronnet. “Creo que ha cambiado un poco la perspectiva de la gente sobre el hecho de que las prostitutas son mujeres normales, con niños, que hacen sus compras, que viven, que lloran a menudo también. Y pueden hablar sin ser groseras ni vulgares”, dijo. Por entonces, lo que ellas y otras centenas de mujeres habían hecho durante ocho días de junio de 1975 ya tenía una efeméride: el Día Internacional de la Trabajadora Sexual.
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