Hacia mediados de 1978, la imagen internacional de la dictadura militar argentina en el poder se deterioraba progresivamente. Se distribuía por el mundo la evidencia de lo que en el país se pretendía ocultar. Del otro lado del Atlántico, los testimonios de exiliados y familiares de secuestrados aparecían como un obstáculo difícil de salvar para obtener los préstamos que requería el proyecto económico de la Junta Militar, cuya cabeza visible era el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz. La desaparición de personas y la violación de los derechos humanos ya era una realidad evidente, corporizada en los exiliados que llegaban a las capitales europeas y las denuncias presentadas por ciudadanos franceses, españoles e italianos radicados en el país.
Ante esa evidencia, a la Junta Militar le quedaba una carta fuerte por apostar: celebrar la realización del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978, que le permitiría mostrar la ficción de un país que vivía en paz y con orden. En los meses previos a su inicio, la dictadura parecía ganar la batalla: la campaña de boicot al Mundial realizada por organismos de derechos humanos y de solidaridad no logró su objetivo de que una o varias selecciones se negaran a participar.
Pero esa ilusión duró solamente hasta el día mismo del inicio del torneo. El 1° de junio de 1978, hace exactamente 45 años, mientras se desarrollaba la fiesta inaugural -transmitida vía satélite a todo el mundo-, las Madres de Plaza de Mayo decidieron que, aunque lo hicieran en soledad, realizarían su marcha de los jueves reclamando la aparición con vida de sus hijos desaparecidos.
Ese día, la televisión holandesa tomó una decisión que cambiaría la historia y sería un factor decisivo para golpear la imagen de la dictadura. El equipo periodístico que había viajado a la Argentina resolvió transmitir por satélite, simultáneamente, la ceremonia inaugural en el Monumental y la ronda de las Madres. A pantalla partida. Esa imagen llegó primero a Holanda y luego al resto del mundo.
Una de las entrevistas realizadas y transmitidas en directo dejó en claro lo que estaba sucediendo en la Argentina: “Nosotras queremos saber dónde están nuestros hijos. Vivos o muertos. Dicen que los argentinos que están en el exterior dan una imagen falsa del país. Nosotras que somos argentinas, que vivimos en Argentina, le podemos asegurar que hay miles y miles de hogares sufriendo mucho dolor, mucha angustia, mucha desesperación y tristeza. Porque no nos dicen dónde están nuestros hijos, no sabemos nada de ellos. Nos han quitado lo más preciado. Angustia porque no sabemos si están enfermos, si tienen hambre, si tienen frío. Y desesperación porque no sabemos a quién recurrir. Por eso les rogamos a ustedes. Son nuestra última esperanza. Por favor. ¡Ayúdennos! ¡Ayúdennos, por favor!”, dijo una de las Madres frente a la cámara.
La dictadura instalada en la Argentina el 24 de marzo de 1976 cumplía apenas tres meses en el poder cuando la repercusión internacional de secuestros y asesinatos incomodó las entrañas del gobierno de facto. Frente al aluvión que ponía en jaque su pretendida legitimidad, los primeros días de junio de 1976 la Cancillería esbozó dos estrategias: en primer lugar, comenzar a calificar a las denuncias como parte de una “campaña antiargentina” llevada adelante por “la subversión internacional”; y, en segundo término, buscar el consejo y el apoyo del secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger.
La crudeza de Kissinger
El encargado de hablar con Kissinger fue el ministro de Relaciones Exteriores, el vicealmirante César Guzzetti. Ese ministerio, en el reparto de poder de las tres armas, quedaba bajo la égida del jefe de la Armada, Eduardo Massera.
La reunión entre Guzzetti y Kissinger fue el 10 de junio durante una Cumbre de la Organización de Estados Americanos (OEA). Allí tuvieron un diálogo privado, cuyo contenido fue conocido años después, cuando el Departamento de Estado de Estados Unidos desclasificó cables secretos relativos a la Argentina. El tenor de la conversación resulta tenebroso y la fuente es inobjetable.
Guzzetti abordó el tema preguntándole al secretario de Estado del presidente Gerald Ford qué aconsejaba hacer con los refugiados chilenos por cuya suerte reclamaba la ACNUR.
-Siempre pueden mandarlos de vuelta – le respondió Kissinger.
-Por elementales razones humanitarias no podemos devolverlos a Chile. Probamos con terceros países pero ninguno quiere recibirlos. Hay muchos terroristas – le explicó Guzzetti.
-¿Probaron con la OLP? (La Organización para la Liberación de Palestina). Ellos necesitan más terroristas. En serio, no podemos decirles cómo manejar a esa gente.
-El problema terrorista es general a todo el Cono Sur. Para combatirlo estamos alentando esfuerzos conjuntos de integración con nuestros vecinos.
-¿Con cuáles?
-Con todos: Chile, Paraguay, Bolivia, Uruguay y Brasil – explicó el canciller argentino, en clara referencia al Plan Cóndor.
-Entiendo que me habla de actividades económicas conjuntas.
-Sí. Actividades en los dos frentes: económico y terrorista.
-Ah! Pensaba que se refería sólo a medidas de seguridad. Es imposible tener éxito si se concentran en el terrorismo e ignoran sus causas – insistió Kissinger.
-Hay incomprensión internacional ante la virulencia terrorista – replicó Guzzetti.
-Los gobiernos militares no siempre son los más efectivos para enfrentar esos problemas. Los que no entienden la situación comienzan a oponerse a los militares y la situación se complica. Por eso en Chile están cada vez más aislados. Lo mismo podría ocurrirle a Argentina. Si tienen que hacer ciertas cosas, háganlas rápido y vuelvan lo antes posible a la normalidad – respondió Kissinger dando por terminada la charla.
La “campaña antiargentina”
Como ministro de Relaciones Exteriores, Guzzetti se sentía en la primera línea de fuego ante la ola de denuncias. Razones personales no le faltaban: sus embajadores en los países europeos y él mismo eran los que tenían que dar la cara por los crímenes de la dictadura.
Apenas unos días antes de esta conversación con Kissinger, a fines de mayo, Guzzetti -siempre bajo la órbita de Massera- le había enviado una carta a Jorge Rafael Videla para que quedara registrada en los expedientes oficiales, aunque no se daban a conocer de modo público.
Allí, el canciller expresaba “la necesidad de programar y realizar una acción concertada tendiente a neutralizar el efecto negativo que, sobre la imagen externa del Proceso de Reorganización Nacional, podría ejercer una campaña relacionada con la situación de ciudadanos chilenos que se encuentran en la República”.
Para entonces, la cuestión de los refugiados chilenos era apenas un frente de los múltiples que debía enfrentar la dictadura frente a la comunidad internacional. La cantidad de denuncias por violaciones de los derechos humanos ya era abrumadora.
Los embajadores argentinos en varias capitales europeas pedían instrucciones y, por primera vez, comenzaron a hablar a coro de “campaña antiargentina”.
El 3 de junio, en un Boletín Confidencial del Departamento de Europa Occidental, los diplomáticos exigían: “Ante la mecanizada campaña que los medios de difusión vienen realizando en Italia y Francia en contra de autoridades e instituciones argentinas, los jefes de misión piden instrucciones dirigidas a neutralizar esa acción”.
Además, los diplomáticos -algunos de carrera, otros puestos a dedo por la dictadura- recordaban al Palacio San Martín que “la Cancillería ha instruido a las Representaciones de Europa Occidental para que las mismas informen permanentemente sobre las actividades de las organizaciones subversivas internacionales y en particular las relaciones que mantienen éstas con las locales (ERP y Montoneros)”.
El Centro Piloto de Massera
Las denuncias se incrementaban al ritmo que las víctimas aumentaban y las respuestas de la dictadura no conformaban a nadie. En el seno de la Junta Militar las diferencias sobre cómo abordar el tema eran evidentes: había videlistas y masseristas, quizás algunos pretendían ampararse en que solo eran “personal de carrera”.
Para 1977, Massera y el staff de la ESMA –convertido en uno de los mayores centros clandestinos de detención- decidió jugar una carta propia. Como se dijo más arriba, la Armada se había quedado con el Ministerio de Relaciones Exteriores en el momento de repartir carteras una vez consumado el golpe. Podía manejarlo a voluntad.
En mayo de ese 1977, Massera puso al frente del Palacio San Martín al vicealmirante Oscar Montes, en reemplazo de Guzzetti, que había sido gravemente herido en un atentado. Montes no era un militar cualquiera; hasta ese momento había sido el jefe del Grupo de Tareas 3.3.2, asentado precisamente en la ESMA, una pieza clave de la represión ilegal.
De ese modo, Montes ponía en marcha un plan que combinaba las acciones de contra-propaganda internacional a favor de la dictadura con tareas secretas de inteligencia e, incluso, represivas en Europa.
Una de las primeras instrucciones de Massera a Montes, a dos meses de asumir, fue crear un Departamento de Prensa en la Cancillería destinado a establecer las tareas que debía cumplir el personal diplomático en el exterior. El grado de perversión de Massera no tenía límites: algunos de los detenidos y sometidos a la esclavitud o la muerte, eran llevados a prestar funciones –secundarias- en esa estructura.
Una serie de documentos desclasificados por la Cancillería en 2014, indican que esa oficina tenía que “transmitir informaciones favorables” y contrarrestar la actividad de los exiliados que denunciaban las desapariciones. También debían “contactar periodistas” -y comprarlos- en los diferentes países para influir en la difusión a favor de la dictadura.
Operaciones de prensa
Carlos Gabetta, periodista argentino exiliado en París, recuerda: “Cuando recibíamos algún cable que fuera incómodo para la dictadura, el jefe de turno de la agencia France Press, Alberto Carbone, decía directamente ‘a la poubelle’ (tacho de basura). Es decir, cuando un corresponsal enviaba información incómoda para la dictadura, el Servicio para América Latina no lo incluía entre los cables a los medios abonados, cosa que no sucedía con los servicios de otras regiones”.
Eso costaba dinero. Hasta ese momento, el área de Prensa de Cancillería recibía la magra cifra de 20 mil dólares, mientras que con la asunción de Montes ese 1977 el monto subió cuarenta veces: pasó a recibir 832 mil dólares.
Ese dinero no solo era para, eventualmente, “seducir periodistas”, sino para apoyar a otros marinos que reportaron en la ESMA con Montes y que viajaban con identidad fraguada para hacer inteligencia en países europeos. Los documentos falsos que usaban se confeccionaban en las mismas mazmorras de la ESMA. La base de operaciones de los marinos, conocida como “El Centro Piloto”, estaba en la propia Embajada Argentina en París.
Al gol en contra de la dictadura con el Mundial ‘78 y el rebote mundial del reclamo de las Madres de Plaza de Mayo en simultáneo al puntapié inicial del campeonato le siguió una misión internacional. El 6 de septiembre de 1979, una comitiva de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) visitó el país y recogió centenares de denuncias de crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura. Para entonces ya a nadie creía en “la campaña antiargentina” de la que hablaba la Junta Militar.
* La versión original de esta nota se publicó el 3 de junio de 2021.
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