Los diarios de la mañana del viernes 29 de mayo de 1970 llevaban en sus portadas – sin excepción – el anticipo del acontecimiento oficial del día: la celebración del Día del Ejército que, como en toda dictadura militar que se preciaba de serlo, sería con gran despliegue de tropas y discursos alusivos. Se anunciaba la presencia del teniente general de Caballería que por entonces se apoltronaba en la Casa Rosada, Juan Carlos Onganía, y las palabras de ocasión estarían a cargo del jefe del Ejército, Alejandro Agustín Lanusse.
Además de la fecha conmemorativa, ese 29 de mayo se cumplía un año del estallido del Cordobazo, la rebelión popular que – aunque todavía no se sabía – quedaría en la historia como el hito a partir del cual comenzó la debacle de la autodenominada “Revolución Argentina”. De ese otro aniversario no se publicaba nada.
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Todo apuntaba a que ese viernes transcurriera como otro día gris en tiempos grises de la Argentina hasta que, a media mañana, un grupo de jóvenes perteneciente a una hasta entonces desconocida organización armada, Montoneros, entraron a un departamento de la calle Montevideo, en la Capital Federal, y secuestraron a otro general, Pedro Eugenio Aramburu, que había encabezado la dictadura anterior, también autodenominada “Revolución”, pero en aquel caso adjetivada como “Libertadora”, la que había derrocado a Juan Domingo Perón.
La noticia conmocionó al país. Ese mismo día se montó un gigantesco operativo para encontrar al militar secuestrado, pero tanto él como sus secuestradores parecían haberse esfumado.
Lo poco que se supo durante los tres días siguientes fue a través de los comunicados que Montoneros hizo llegar a los medios de comunicación. En ellos se adjudicaron el secuestro y anunciaron que Aramburu sería sometido a un juicio popular.
Las versiones que corrían eran de lo más dispares. Pese a que un grupo guerrillero se había adjudicado el operativo, no faltaban quienes sostuvieran que en realidad era una maniobra de un sector del Ejército – después de todo, se sabía que los secuestradores habían usado uniformes del arma – destinada a desestabilizar a Onganía.
Otros apuntaban a una autoría similar, pero con diferente objetivo: sacar del medio a Aramburu, a quien se le adjudicaba la intención de ser protagonista de un proceso de apertura democrática que la dictadura no estaba dispuesta a permitir.
Se demoraría en saber que Juan Carlos Aramburu fue ejecutado la madrugada del 2 de junio mediante un disparo de pistola 9 milímetros en el pecho y dos tiros de gracia. Y pasaría más tiempo aún antes de que algunos de los integrantes del comando que lo secuestró contaran paso a paso la operación que habían llegado a cabo y cómo había sido el final del general secuestrado.
Los primeros montoneros
El comando que sacó a Aramburu de su casa, lo trasladó a una estancia en la localidad de Timote – propiedad de la familia de uno de los integrantes del grupo - en el partido bonaerense de Carlos Tejedor, lo sometió a un “juicio revolucionario” y lo mató con un disparo de pistola 9 milímetros en el pecho y dos tiros de gracia estaba integrado por Mario Eduardo Firmenich, Norma Esther Arrostito, Ignacio Vélez, Emilio Maza, Carlos Alberto Maguid, Fernando Abal Medina, Carlos Ramus, Carlos Raúl Capuano Martínez y otras dos personas no identificadas. El número de diez participantes en la operación fue precisado por Arrostito.
Por entonces no había muchos más. Cuando el 29 de mayo de 1970 los todavía desconocidos Montoneros secuestraron al general Pedro Eugenio Aramburu, en lo que llamaron “Operación Pindapoy”, la organización estaba integrada por apenas doce miembros.
Sólo tres integrantes de aquel comando se refirieron públicamente alguna vez a la acción que habían llevado a cabo. Norma Arrostito y Mario la contaron con detalle en una entrevista publicada en la revista Causa Peronista el 6 de septiembre de 1974, en coincidencia con la decisión de Montoneros de pasar a la clandestinidad. El tercer testimonio es el de Ignacio Vélez, otro de los fundadores de Montoneros, recogido por el periodista e historiador Marcelo Larraquy.
Objetivo: Aramburu
El núcleo fundador de Montoneros se conformó entre fines de 1968 y principios de 1969 en total secreto. Fuera de sus integrantes y algunos otros pocos, nadie conocía la existencia de la organización. Decidieron sacarla a la luz con una acción que golpeara a la dictadura de Juan Carlos Onganía y causara un fuerte impacto en la opinión pública: el secuestro del segundo presidente de facto de la llamada Revolución Libertadora y responsable último de los fusilamientos de militares y civiles de la Resistencia Peronista en junio de 1956. “Trabajábamos en silencio: la ejecución de Aramburu debía significar precisamente la aparición pública de la organización”, relata Firmenich en la entrevista publicada en Causa Peronista.
Conformar el grupo operativo, con integrantes a jugarse en una acción arriesgada fue el primer paso. “El ajusticiamiento de Aramburu era un viejo sueño nuestro. Concebimos la operación a comienzos de 1969. Había de por medio un principio de justicia popular -una reparación por los asesinatos de junio del 56-, pero además queríamos recuperar el cadáver de Evita, que Aramburu había hecho desaparecer. Pero hubo que dejar transcurrir el tiempo, porque aún no teníamos formado el grupo operativo. A fines del 69 pensamos que ya era posible encarar el operativo. A los móviles iniciales, se había sumado en el transcurso de ese año la conspiración golpista que encabezaba Aramburu para dar una solución de recambio al régimen militar, debilitado tras el Cordobazo. Por la Importancia política del hecho, por el significado que atribuíamos a nuestra propia aparición, fuimos a la operación con el criterio de todo o nada. El grupo Inicial de Montoneros se juega a cara o ceca en ese hecho”, explica.
El “cara o ceca” de Firmenich no era una metáfora, de fracasar en el intento, Montoneros moriría antes de nacer. En el mismo reportaje, Arrostito puso la cuestión en números: “Toda la ‘organización’ éramos doce personas, entre los de Buenos Aires y los de Córdoba. En el operativo jugamos diez”.
La vigilancia
Elegido el objetivo, a principios de 1970 el grupo empezó a relevar los movimientos de Aramburu para, a partir de ellos, planificar el secuestro. “El edificio donde él vivía está frente al colegio Champagnat, y averiguamos que en el primer piso - de ese colegio - había una sala de lectura o una biblioteca. Entonces nos colamos y fuimos a leer ahí. Más que leer, mirábamos por la ventana. Nos quedábamos por periodos cortos, media hora, una hora. Nunca nadie nos preguntó nada”, relata Firmenich.
Desde esa ventana lo vieron por primera vez, pero pronto se dieron cuenta de que Aramburu no tenía rutinas fijas. “Solía salir alrededor de las once de la mañana, a veces antes, a veces después, a veces no salía. Lo vimos tres veces desde el Champagnat. Después fichamos desde la esquina de Santa Fe, en forma rotativa. Llegamos a hacer relevos cada cinco minutos. Teníamos que hacer así porque en esa esquina había un cabo de consigna, uno rubio, gordito, y no queríamos llamar la atención”, cuenta Arrostito.
En la calle no, adentro
Esa ausencia de rutinas fue lo que los hizo descartar la primera alternativa en la que habían pensado, secuestrarlo en la calle cuando salía a caminar. No podían permanecer mucho en el lugar sin llamar la atención. “Pensábamos llevar uno de esos autos con cortina en la luneta y tapar las ventanillas con un traje a cada lado. Le dimos muchas vueltas a la idea hasta que la descartamos y resolvimos entrar y sacarlo directamente del octavo piso. Para eso hacía falta una buena ‘llave’. La mejor excusa era presentarse como oficiales del Ejército. El Gordo (Emilio) Maza y otro compañero habían sido liceístas, conocían el comportamiento de los militares. Al Gordo Maza incluso le gustaba, era bastante milico, y le empezó a enseñar a Fernando los movimientos y las órdenes. Ensayaban juntos”, explica Firmenich.
Los uniformes no resultaron un problema. Los compraron en una sastrería, haciéndose pasar por jóvenes oficiales del Ejército. “Fernando Abal tenía 23 años, Ramus y Firmenich 22, Capuano Martínez, 21. Cortándose el pelo pasaban por colimbas. Así que allí compramos las insignias, las gorras, los pantalones, las medias, las corbatas. Un oficial retirado peronista donó su uniforme: simpatizaba con nosotros, aunque no sabía para qué lo íbamos a usar. El problema es que a Fernando le quedaba enorme. Tuve que hacer de costurera, amoldárselo al cuerpo. La gorra la tiramos -era un gorrón- le bailaba en la cabeza pero usamos la chaquetilla y las insignias”, cuenta Arrostito.
La falsa custodia
Además de los uniformes, para entrar al departamento de Aramburu sin problemas necesitaban una excusa. “Una cosa que nos llamó la atención es que Aramburu no tenía custodia, por lo menos afuera. Después se dijo que el ministro Imaz se la había retirado pocos días antes del secuestro, pero no es cierto. En los cinco meses que estuvimos chequeando, no vimos custodia exterior ni ronda de patrulleros. Solamente el portero tenía pinta de cana, un morocho corpulento. A alguien se le ocurrió: Si no tenía custodia, ¿Por qué no íbamos a ofrecérsela? Era absurdo, pero esa fue la excusa que usamos”, dice Firmenich.
La noche del 28 de mayo, un integrante del grupo llamó por teléfono al departamento de Aramburu y pidió hablar con él con una excusa. “Aramburu lo trató bastante mal, le dijo que se dejara de molestar o algo así. Pero ya sabíamos que estaba en su casa”, relata Arrostito.
Con esa seguridad, decidieron que lo secuestrarían el día siguiente, 29 de mayo, Día del Ejército.
“De casualidad”
Para Ignacio Vélez, la coincidencia con la fecha fue casual, no algo previamente planificado. “Hay cosas que la historia hace de casualidad. El 29 de mayo, Día del Ejército. Yo creo que no se pensó la fecha. Por ahí, el Gordo (Maza) y Fernando (Abal Medina) la pensaron”, dice en el testimonio recogido por Larraquy.
Ya tenían listos todos los autos necesarios para el operativo. “Dentro de Parque Chas dejamos estacionados esa noche los dos autos operativos: la pick-up Chevrolet y un Peugeot 404 blanco; y tres coches más que se iban a necesitar: una Renoleta 4L blanca mía, un taxi Ford Falcon que estaba a nombre de Firmenich, y una pick-up Gladiator 380, a nombre de la madre de Ramus. La mañana del 29 salimos de casa. Dos compañeros se encargaron de llevar los coches de recambio a los puntos convenidos. La Renoleta quedó en Pampa y Figueroa Alcorta, con un compañero adentro. El taxi y la Gladiator cerca de Aeroparque, en una cortada, el taxi cerrado con llave y un compañero dentro de la Gladiator”, detalla Arrostito.
El despliegue
Poco antes de las 9 de la mañana del 29 de mayo, ya estaban todos en posición. “Llegamos en un Peugeot, Capuano al volante, yo al lado, Fernando y Maza. Estacionamos en el garage (Del Colegio Champagnat), vamos los tres al edificio, se queda Capuano. A Mario, a Maguid y a Arrostito no los vi porque era un operativo compartimentado. Fernando y el Gordo (Maza) estaban vestidos de militares, yo de civil con pelo cortito y un sobretodo. Teníamos muy buena formación para actuar como militares. Yo voy al séptimo piso. El Gordo (Maza) y Fernando, al octavo”, relata Vélez.
“En el Peugeot 404 subieron Capuano Martínez, que iba de chofer, con otro compañero, los dos de civil pero con el pelo bien cortito y detrás, Maza con uniforme de capitán y Fernando Abal, como teniente primero”, corrobora Arrostito.
Mientras tanto, Ramus se mantenía al volante de la camioneta, mientras Firmenich, con uniforme de policía, parecía estar autorizándolo a que se detuviera en ese lugar. Carlos Maguid, vestido de cura, se quedó en la vereda, cerca de la entrada del colegio. A metros de él, Norma Arrostito, con peluca rubia, parecía estar esperando a alguien. Todos tenían armas y su tarea era hacer la contención.
“Nosotros seguimos hasta la puerta del Champagnat y estacionamos sobre la vereda. “El cura” y yo nos bajamos. Dejé la puerta abierta con la metralleta sobre el asiento, al alcance de la mano. Había otra en la caja al alcance del otro compañero. También llevábamos granadas”, relata Firmenich.
El secuestro
Mientras, en el séptimo piso, Vélez mantenía abierta la puerta del ascensor, para evitar interrupciones y poder salir rápido, Abal Medina y Maza tocaron el timbre en el 8° A. Los atendió Sara Herrera, la esposa de Aramburu. “No le infundieron dudas: eran oficiales del Ejército. Los invitó a pasar, les ofreció café mientras esperaban que Aramburu terminara de bañarse. Al fin apareció sonriente impecablemente vestido. Tomó café con ellos mientras escuchaba complacido el ofrecimiento de custodia que le hacían esos jóvenes militares”, relata Firmenich.
Pasaron pocos minutos hasta que Fernando Abal Medina le dijo a Aramburu:
-Mi General, usted viene con nosotros.
Aramburu se puso de pie y salió con ellos.
En el ascensor los esperaba Vélez. “Bajamos los cuatro, todos juntos en el ascensor. Él estaba convencido de que iba a una asonada. Y ahí caminamos, subimos al Peugeot. Soy el único que está vivo de ese viaje: en la ida, hasta detrás de la Facultad de Derecho, donde estaba la camioneta, una Jeep Gladiator, y se hizo el transbordo”, recuerda en el testimonio recogido por Larraquy.
“¿Si se resistía? Lo matábamos. Ese era el plan, aunque no quedara ninguno de nosotros vivos”, dice Firmenich en la entrevista de Causa Peronista.
Traslado y dispersión
Trasladaron a Aramburu en el Peugeot hasta las cercanías de la Facultad de Derecho, donde los esperaba la camioneta Gladiator. “Capuano, la Flaca (Arrostito) y otro compañero subieron adelante, Fernando y Maza con Aramburu, atrás. Allí se encontró por primera vez con ‘el cura’ (Maguid) y conmigo. Debió parecerle esotérico: un cura y un policía; y el cura que en su presencia empezaba a cambiarse de ropa. Se sentó en la rueda de auxilio. No decía nada, tal vez porque no entendía nada. Le tomé la muñeca con fuerza y la sentí floja, entregada. Maza, “el cura”, la Flaca y otro compañero se bajaron en Pampa y Figueroa Alcorta, llevándose los bolsos con los uniformes y parte de los fierros. Fueron a la casa de un compañero a redactar el Comunicado número uno. Quedaron Ramus y Capuano adelante, Aramburu, Fernando y yo atrás, Seguimos hasta el punto donde estaban los otros dos coches. Bajamos, Capuano subió al taxi, y nosotros nos dirigimos a la otra pickup, la Gladiator, donde había un compañero”, recuerda Firmenich.
Allí Vélez y otros miembros del comando se separaron del grupo. “Yo había dejado una Renoleta estacionada cerca de los bosques de Palermo. Y nos quedamos en Buenos Aires viendo algunos detalles operativos; dejar los fierros, ese tipo de cosas. Y después, camino a Córdoba, pasamos por Rosario y dejamos en dos o tres baños los comunicados del secuestro de Aramburu, con lo cual dispersábamos la búsqueda. Llegamos a Córdoba bien”, relata.
La Gladiator tenía un toldo y cargaba fardos de pasto en la caja, que en realidad camuflaban una puertita. Subieron ahí a Aramburu, custodiado por Abal Medina y otro integrante del comando. Partieron hacia Timote, con Ramus al volante y Firmenich, todavía con uniforme de policía, como acompañante. Adelante, un taxi manejado por Capuano, controlaba si había controles policiales. En caso de verlos, daría aviso por un walkie talkie.
Llegaron a La Celma, el campo de la familia Ramus en Timote, a las seis de la tarde. “Aramburu no habló en todo el viaje salvo cuando los compañeros tuvieron que buscar el bidón en la oscuridad. ‘Aquí está’, dijo”, recuerda Firmenich.
“General, vamos a proceder”
Aramburu estuvo secuestrado tres días en un dormitorio del casco de la Celma. Durante ese tiempo fue sometido a dos “juicios revolucionarios”: por los fusilamientos de junio de 1956 y la desaparición del cadáver de Eva Perón.
La madrugada del 2 de junio, Fernando Abal Medina le comunicó que había sido “sentenciado a la pena de muerte”.
Firmenich reconstruye así los últimos momentos de Aramburu antes de su muerte:
“Ensayó conmovernos. Habló de la sangre que nosotros, muchachos jóvenes, íbamos a derramar. Cuando pasó la media hora lo desamarramos, lo sentamos en la cama y le atamos las manos a la espalda. Pidió que le atáramos los cordones de los zapatos. Lo hicimos. Preguntó si se podía afeitar. Le dijimos que no había utensilios. Lo llevamos por el pasillo interno de la casa en dirección al sótano. Pidió un confesor. Le dijimos que no podíamos traer un confesor porque las rutas estaban controladas.
“-Si no pueden traer un confesor -dijo-, ¿cómo van a sacar mi cadáver?
“Avanzó dos o tres pasos más. ¿Qué va a pasar con mi familia? preguntó. Se le dijo que no había nada contra ella, que se le entregarían sus pertenencias.
“El sótano era tan viejo como la casa, tenía setenta años. Lo habíamos usado la primera vez en febrero del 69, para enterrar los fusiles expropiados en el Tiro Federal de Córdoba. La escalera se bamboleaba. Tuve que adelantarme para ayudar su descenso.
“-Ah, me van a matar en el sótano-, dijo. Bajamos. Le pusimos un pañuelo en la boca y lo colocamos contra la pared. El sótano era muy chico y la ejecución debía ser a pistola.
“Fernando tomó sobre sí la tarea de ejecutarlo. Para él, el jefe debía asumir siempre la mayor responsabilidad. A mí me mandó arriba a golpear sobre una morsa con una llave, para disimular el ruido de los disparos.
“-General -dijo Fernando-, vamos a proceder.
“-Proceda -dijo Aramburu.
“Fernando disparó la pistola 9 milímetros al pecho, Después hubo dos tiros de gracia, con la misma arma y uno con una 45. Fernando lo tapó con una manta. Nadie se animó a destaparlo mientras cavábamos el pozo en que íbamos a enterrarlo”.
El cuerpo de Aramburu, enterrado en “La Celma”, fue recuperado a mediados de julio de ese mismo año. Una patrulla policial llegó al lugar siguiendo una pista que señalaba que allí podían estar refugiados algunos miembros de Montoneros, pero lo único que encontraron fue el cadáver.
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