Los últimos días de Barreda y las humillaciones a Berta, la mujer que lo salvó y pudo ser su quinta víctima

El cuádruple femicida murió hace tres años, el 25 de mayo de 2020, en la soledad de un geriátrico. Qué contaba de sus crímenes, su pérdida de memoria, la frase que pidió para su lápida y el brutal maltrato hacia su última pareja

Ricardo Barreda y Berta "Pochi" André, la mujer que lo salvó y le ofreció su casa cuando fue dejado en libertad

Hasta el perito de parte que contrató a su favor, durante el juicio en su contra, lo consideró un femicida incurable que pudo haber matado más que a cuatro mujeres.

-Berta, pobrecita, su última pareja, se salvó porque le tenía miedo. Llegaba a contradecirlo o rebelarse, era la quinta. Barreda la hubiese matado.

Con esa seguridad, Miguel Maldonado -psiquiatra forense- recuerda el odio visceral que el odontólogo Ricardo Barreda tenía por las mujeres.

Un odio sin explicación. Y, a esta altura, tampoco se necesita ninguna explicación: los hechos se explican a sí mismos.

Maldonado es claro: “Él dijo en el juicio que volvería a cometer la matanza en iguales circunstancias. Berta terminó denunciándolo ayudada por su familia. La maltrataba, pero la situación empeoró con el tiempo y nunca sabremos qué más le hizo, pero esa pobre mujer temió por su vida”.

Barreda murió el 25 de mayo de 2020 solo en un geriátrico

Barreda siempre será recordado como el siniestro y frío autor de una masacre que lo catapultó a ser uno de los más oscuros íconos del crimen argentino. Un hombre que hasta los sangrientos crímenes no había mostrado señales que llevaran a presagiar lo que ocurriría el domingo 15 de noviembre de 1992, en La Plata, cuando mató a escopetazos a su suegra Elena Arreche, su esposa Gladys McDonald y sus hijas Adriana y Cecilia.

Ricardo Barreda murió el 25 de mayo de 2020 en un geriátrico de José C. Paz, a los 84 años, donde estaba postrado y con demencia senil.

El domingo 15 de noviembre de 1992, en La Plata, Ricardo Barreda mató a escopetazos a su suegra Elena Arreche, su esposa Gladys McDonald y sus hijas Adriana y Cecilia

En sus últimos años nunca mencionó a Berta André, la mujer que lo rescató de la cárcel, la que le dio su departamento como garantía y se ofreció para recibirlo cuando a él le concedieron la libertad condicional. Pero en 2014, poco antes de que su muerte, ella lo denunció por sus maltratos y porque le tenía miedo.

“Evalué el riesgo que la convivencia suponía para André. Y hay peligro para ella. Dada su situación mental, no está para seguir conviviendo con Barreda. Ella tiene miedo y lo ha manifestado a la Justicia. Ésta es la causal para revocar libertad condicional”, había explicado Raúl Dalto, Juez de Ejecución Penal de La Plata.

Barreda volvió a la cárcel aquel 2014 y Berta murió en un sanatorio, adonde había llegado con una enfermedad cerebral.

Ricardo Barreda junto a Berta en unas vacaciones. El femicida la maltrataba, la humillaba y la llamaba "Chochán" (Gentileza revista Gente)

El juez en su escrito se basó en los encuentros que este cronista tuvo con Barreda y Berta en ese departamento de Belgrano. Allí la llamaba “Chochán”, la humillaba y nunca mostró un gesto de amor, afecto o compasión por esa mujer que dio todo por él. Además ella declaró que esos maltratos de los que fui testigo eran menores, que la pasaba mucho peor. Nunca hubo más detalles.

La última vez que lo vi, el 20 de noviembre de 2012, Barreda me miró con odio. Me mantuvo la mirada unos segundos, detrás de esos lentes aparatosos. Esos lentes que sacó a la venta un amigo suyo por Mercado Libre, cuando el femicida murió, y que no sólo le mejoraban la visión miope: eran una especie de disfraz. Como si distorsionaran su apariencia y lo mostraran como un personaje gris. Un alfeñique encorvado, de caderas más anchas que hombros. Al decorado se sumaban las remeras a rayas horizontales, los pantalones uno o dos talles más grandes subidos hasta el ombligo y unos mocasines marrones claros que arrastraba al caminar. Esa fragilidad corporal era como su método de distracción para la mirada ajena. Un personaje de Chaplin, su ídolo.

El hombre que en 1992, después de eliminar a su familia porque según él le decían “Conchita” y lo humillaban, salió aliviado de su casona de La Plata después del cuádruple femicidio para ir a ver elefantes y jirafas del zoológico de La Plata porque lo relajaban, antes de comer pizza con su amante y tener sexo en un hotel (Foto gentileza revista GENTE)

Ese odio le daba vida a sus ojos por momentos inexpresivos. Aquella vez, Barreda manoteó los dos libros -la biografía no autorizada que había escrito sobre él y me había pedido por teléfono- y cuando leyó el título “Conchita”, hubo un silencio incómodo. Estábamos en el pasillo del edificio de Belgrano donde vivía con Berta. Llovía y él se cubría con un paraguas. Yo estaba mojado y esperaba que dijera algo.

En la tapa se veía una foto que yo le había sacado en la calle, sonriente y con lentes de sol.

–Siempre soy el último cornudo en enterarme de las cosas -dijo ya sin mirarme.

–Sé que puede sentir que lo traicioné. Pero si yo le decía que iba a escribir ese libro me iba a dar un portazo en la cara. Además, el título es la palabra que hizo famosa usted.

–No quiero verlo más. Es como si se hubiese caído un jarrón y roto en mil pedazos. Imposible de arreglar -dijo el femicida, se dio vuelta y camino hacia su departamento.

Se fue intranquilo. Nada que ver con el hombre que en 1992, después de eliminar a su familia porque según él le decían “Conchita” y lo humillaban, salió aliviado de su casona de La Plata para ir a ver elefantes y jirafas del zoológico de La Plata porque lo relajaban, antes de comer pizza con su amante y tener sexo en un hotel.

Durante un año vi más de diez veces a Barreda. Casi la misma cantidad de encuentros que tuve con Carlos Eduardo Robledo Puch, el llamado Ángel Negro que en 1972 mató a once personas por la espalda o mientras dormían. En las charlas el odontólogo no hablaba de los femicidios pero, sin nombrarla, la matanza que había cometido aparecía en la atmósfera, en algún gesto suyo o en la anterior vez que me había mirado con desprecio: cuando, mientras comíamos una picada con un vino blanco en cajita, empecé a levantar los platos para llevarlos a la cocina.

Barreda me fulminó con la mirada y me advirtió:

–Por favor no hagas eso porque me hace acordar... porque lo mismo hacían mis hijas. No hay que levantar la mesa si no se terminó de comer.

Esa escena aparece en el libro y es una de las que más lo enojó. La otra involucra a Berta André, la mujer que lo conoció cuando visitaba a un amigo preso con Barreda. Se pusieron de novios y ella se ofreció como garante del femicida. Y cuando salió en libertad lo alojó en su departamento de Belgrano.

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"Nunca se arrepintió de matar a las mujeres de su familia. Y maltrató a la mujer que le dio una oportunidad que no merecía. Lo cuidó, le dio todo, pero él la maltrataba. Le decía Chochan, ignorante, la subestimaba, pareciera no tenerla en cuenta para nada", dijo el perito que lo analizó durante el juicio (Foto gentileza revista GENTE)

“De pronto esa noche, ocurre lo impensado. Berta se despierta, ojerosa, bostezando y desperezándose, quizá en busca de una medialuna o un bizcochito de grasa. Pero no. Es sólo un amague. Saluda con la mano y vuelve a dormir.

–Qué pecado –dijo cuando vio lo que estábamos por comer con su novio.

La picada se ofrecía, obscena: salamines con orégano, longaniza, jamón crudo de Tandil, queso de cabra, aceitunas negras empapadas en aceite de oliva, roquefort, queso con pimienta, pan casero y un frasquito con ciervo ahumado.

Berta se encerró en su pieza. Barreda hizo cinco comentarios mientras señalaba la puerta de la habitación.

–Ésta mejor que no coma. Si esta come, fenece.

–Fenece.

–La gorda fenece. Chochán fenece.

Decía fenece con cierta musicalidad, como si gozara de esa palabra. Y cada vez que lo decía, señalaba la puerta cerrada de la pieza, donde su novia aún dormía”.

Eso escribí en el libro. En varios pasajes, aparece Barreda -aun delante de su novia- llamándola con ese humillante y desagradable mote. “Chochán no las entendería nunca”, me dijo cuando le pregunté si veía las películas de Federico Fellini, su director de cine preferido.

NA 162

Barreda me pidió dos ejemplares del libro. Uno se lo dio a un abogado para ver si podía iniciarme una demanda. Pero nunca lo hizo. Todo lo contrario: la Justicia, ante una denuncia de Berta por maltrato psicológico de parte de Barreda, lo mandó otra vez a la cárcel por un tiempo. En los argumentos incluyó fragmentos del libro y la palabra “Chochán” como ejemplo de maltrato humillante.

Miguel Maldonado, el perito que examinó a Barreda antes del juicio, se refirió a la relación del asesino con Berta.

–Nunca se arrepintió de matar a las mujeres de su familia. Y maltrató a la mujer que le dio una oportunidad que no merecía. Lo cuidó, le dio todo, pero él la maltrataba. Le decía Chochan, ignorante, la subestimaba, pareciera no tenerla en cuenta para nada. No le escuché ni un elogio hacia Berta. Yo dije en su oportunidad que Berta corría riesgos. Y por eso lo denunció. Una vez le dije que en iguales circunstancias, y si bien no se puede hacer futurología en estas cuestiones, Barreda, volvería a matar.

Cuando salía por el barrio algunos le pedían selfis y el exodontólgo se enfurecía

En uno de los encuentros con Barreda, lo vi tratar con amor a sus dos cotorras. Les hablaba, les decía “hijas”.

Para Pablo Martí, el biógrafo que más lo conoció y la última persona en visitarlo, el femicida no quería irse de este mundo.

–Estoy seguro que no quería morirse. Como si quisiera ser el último invitado en irse de la fiesta. Me pidió que mi libro se llame ‘No me olviden’. Por eso hubiese querido seguir viviendo. Para molestar con su presencia a quienes lo odiaban por el horror que había causado”, cuenta Martí.

En sus últimos días de vida, el cuádruple femicida decía que se arrepentía de haber matado a su esposa, su suegra y sus hijas: “Pero ya es tarde para todo”.

Barreda en uno de los lugares donde solía ir a comer antes de terminar internado en un hospital y un geriátrico

Martí cuenta que una vez le dijo a Barreda que para que el libro se vendiera iba a tener que contar qué pasó el 15 de noviembre de 1992. “Estoy arrepentido”, dijo el exodontólogo. Y ante la cercanía de su muerte le dictó la frase que quería en su lápida: “Arrepentido de mis pecados”.

Cuando ya se acercaba al final, le reveló que le gustaba cazar. Martí le respondió que no era necesario tener un arma para cazar perdices, uno de los pasatiempos que tenía Barreda. Y que no mataba liebres porque le daban lástima. Su biógrafo se sorprendió. Si había sido capaz de matar a las mujeres de su familia como si fueran presas inofensivas, cómo podía decir eso de las liebres.

Insistió y le preguntó por qué le gustaba usar la escopeta:

–Querido, hay que asegurar a la presa.

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Tres años antes había caído en el Hospital de General Pacheco, donde vivió un años y llegó a maltratar y amenazar a las enfermeras. A una médica le dijo que le iba a dar un escopetazo y que a veces iba hasta una despensa a comprar whisky

Días después, Barreda murió en soledad. La muerte parecía habérsele instalado como una máscara. Su última máscara. Una máscara que había cubierto a la anterior, que no era la misma. La otra llevaba en sus rasgos la sombra del dolor de sus víctimas, tatuada entre las arrugas, los lunares y las líneas rígidas dibujadas en la piel de cuerina, en la piel que se bifurcaba en los pliegues imperfectos de sus asesinatos.

Tres años antes había caído en el Hospital de General Pacheco, donde vivió un años y llegó a maltratar y amenazar a las enfermeras. A una médica le dijo que le iba a dar un escopetazo y que a veces iba hasta una despensa a comprar whisky.

Había llegado tras simular que era otra persona, un pobre anciano desvalido. Durante los últimos meses, Barreda creía despertar en esa casa de La Plata donde había matado a las mujeres de su familia. Usó entonces la escopeta Víctor Sarrasqueta que le había regalado su suegra.

Barreda en el hospital donde llegó haciéndose pasar por otra persona

Los tiempos finales de Barreda fueron un infierno para el femicida. Hasta que fue internado en el hospital Eva Perón de San Martín y luego en el geriátrico, se la pasaba encerrado en su pieza del Hotel España, sobre la calle 25 de Mayo. El dueño le había puesto un ultimátum: debía irse a otro lugar porque los otros pensionistas se quejaban del mal olor que salía de la habitación y de los gritos de Barreda, que solía delirar y hablar solo. Casi no salía a la calle. Se cayó tres veces y tuvo miedo de quebrarse la cadera.

El periodista Miguel Braillard lo encontró por entonces en la habitación 381 del hospital de San Martín. Este fue el increíble diálogo:

–No me sentí bien y me trajeron acá. Me tratan muy bien.

–Quienes lo encontraron dicen que no se murió de milagro.

–¿Ah, sí? Será así entonces…

–¿Lee la Biblia?

–No, acá no. ¿Por?

–Porque ahí tiene una.

–Sí, pero acá no tengo ganas.

–¿Reza?

–Sí.

– ¿Por su familia, por sus hijas?

–Me resulta difícil recordar a mis hijas después de todo…

–¿Recuerda lo que hizo con ellas, con su esposa…?

–¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio policial? No tengo más ganas de hablar.

–¿Sabe que circula una estampa suya, y que hay hombres que pese a lo que usted hizo lo reivindican?

–No recuerdo… Ah sí, sí, la vi. Es una locura, están todos locos…

En el hospital apenas podía caminar, debía usar pañales, estaba muy flaco y por momentos tenía lagunas que lo dejaban en silencio, ensimismado. “A veces decía que era dentista y que volvería a La Plata, donde lo espera una novia", dijeron a Infobae

Desde ese día, para evitar que tuviera contacto con la prensa, lo sacaron de esa habitación y lo trasladaron de piso. “Había dicho, textualmente, que tenía las pelotas llenas del periodismo, que lo volvían loco y no lo dejaban en paz. Hasta se acercó un productor de cine y no quiso recibirlo”, dijo a Infobae una fuente del Hospital Eva Perón.

Estaba muy desmejorado. Apenas podía caminar, debía usar pañales, estaba muy flaco y por momentos tenía lagunas que lo dejaban en silencio, ensimismado. “A veces decía que era dentista y que volvería a La Plata, donde lo espera una novia. El dueño del hotel había dejado sus pertenencias en la sede que el PAMI tiene en San Martín”, dijeron quienes lo trataron en sus últimos días.

“Hasta hace menos de un año se paseaba por la peatonal San Martín y sacarse una foto con él era una especie de juego. El viejo se ponía loco, no le gustaba. Lo mismo cuando comía y lo saludaban o le hablaban de los crímenes o le pedían fotos. Hasta yo tengo una selfie que me hice con él, si vieran la cara de odio que puso”, contó el mozo del restaurante Mc Lago, donde solía comer el femicida. Un comensal habitué del lugar, contó: “Más de uno lo felicitó por lo que hizo. Alguno lo habrá hecho en broma, pero yo fui testigo de eso”.

Ante la cercanía de su muerte Barreda le dictó a su último biógrafo la frase que quería en su lápida: “Arrepentido de mis pecados”

La vida de Barreda, antes de la internación, se limitaba a tres lugares. La pensión donde vivía, el supermercado chino donde hacía las compras y el bodegón. Todo lo cubría en 150 pasos de ida, 150 pasos de vuelta.

Una de las amigas que lo siguió visitando hasta poco antes de su muerte fue una enfermera del hospital de General Pacheco. A ella le dijo: “¿Sabe qué? Dicen que no me arrepiento de lo que hice. Eso es mentira. No hay día que no sienta culpa. Lo peor es que a mis hijas no las quise matar. Estaba como loco, giré, disparé y después me di cuenta de que era ella. Pero por culpa de mi suegra me odiaban y me querían ver muerto. Mi esposa y mi suegra le habían llenado la cabeza. A la última que maté fue a mi suegra. Pero los crápulas de mis abogados me hicieron decir que la última en morir había sido mi hija menor, así yo heredaba la casa. Hay días en que me olvido de lo que hice. Pero siempre vuelve el recuerdo. Y es ahí cuando prefiero ser otro. Ser Ricardo Barreda es una condena”.

La tumba del femicida (Franco Fafasuli)
El cartón sobre la tierra removida, en el lugar donde fue enterrado Barreda (Franco Fafasuli)

Una de las últimas veces que lo vieron caminar por la calle, iba con bermudas y una remera con una imagen de Bob Marley. Un joven que estaba con su novia le pidió una foto. “Dele Barreda”, le dijo. “No soy Barreda, bolas tristes, con perdón de tu novia”.

Pero en sus últimos meses, al igual que Yiya Murano, la envenenadora de sus tres amigas que murió en soledad en 2014, Barreda también había perdió la memoria.

A veces se olvidaba de quién era, qué había hecho y creía que las mujeres que había asesinado estaban vivas. Barreda estaba apagado, como si se hubiese convertido en la quinta víctima de la matanza que causó y decía haber olvidado. No recordaba nada. Ni a su esposa, ni a su suegra, ni a sus hijas. Ni a Berta, la mujer que lo salvó y por la que vivió su segunda y última vida.

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