Hace medio siglo atrás, un día como hoy, en la Argentina asumió un gobierno constitucional luego del gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse. Desde hacia varios lustros el país no podía salir de la permanente inestabilidad y cada gobierno se iba de la Casa de Gobierno dejando a la Argentina en peores condiciones. Eso lo sabía muy bien mi generación. El 25 de mayo de 1973 asumía el presidente Héctor José Cámpora luego de elecciones generales claras y limpias. El peronismo volvía al poder después de haber sido derrocado en 1955 y su Jefe, Juan Domingo Perón, se encontraba en Madrid, España. En general, la gente se preparaba para asistir a la Plaza de Mayo y ser testigo de una fiesta y nunca se imaginó que participaría de una tragedia.
En marzo de 1973 solicité ser fiscal de mesa por la Unión Cívica Radical. Como había nacido en un hogar (conservador) politizado imaginaba que la fiesta iba a sufrir graves inconvenientes, en especial porque saldrían a la superficie las organizaciones armadas. No me equivoque. En las calles de Buenos Aires reinaría lo impredecible, el terror. Lo que debió ser una fiesta se convirtió en un pandemónium y el campo de los enfrentamientos discurría entre la Plaza de los Dos Congresos y la Plaza de Mayo y sus alrededores.
El 24 de mayo se conoció oficialmente la composición del gabinete presidencial y el gobierno militar liberó a 45 detenidos a “disposición” del Poder Ejecutivo. Entre ellos figuraba Lionel MacDonald (a) “Pasto Seco”, más tarde “Capitán Raúl”, último jefe de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez del PRT-ERP.
De las 82 delegaciones extranjeras que asistieron a la asunción de Cámpora se destacaron tres presidentes. El cubano Osvaldo Dorticós, que se alojó en el Plaza Hotel y fue ovacionado a su llegada por 10.000 militantes de la Tendencia y otras organizaciones de izquierda; el chileno Salvador Allende, que se hospedó en la residencia de la calle Tagle; y el uruguayo Juan María Bordaberry. La delegación americana estuvo encabezada por el Secretario de Estado, William Rodgers, España fue representada por su canciller Gregorio López Bravo y Perú por el primer ministro Edgardo Mercado Jarrim.
Como un anticipo de los tiempos que venían las organizaciones terroristas continuaron operando.
En un simple repaso, los medios de la época recuerdan que el 20 de mayo un grupo del ERP asaltó el comando radioeléctrico policial de Merlo y murió José Luis Castrogiovanni (cuatro meses más tarde un pelotón del ERP que llevaba su nombre asalto el Comando de Sanidad del Ejército); martes 22, el ERP copó el Sanatorio Mitre de Avellaneda con su columna “Héroes de Trelew”; el miércoles 23 Montoneros atacó un destacamento policial en Mendoza; el 24 se ocuparon dos fábricas, una en Capital y otra en Bahía Blanca. La primera era propiedad de la empresa de chicles Adams y se instó a los obreros a “expropiar sin pago” de “toda la propiedad imperialista”. También se cometieron robos de armas a policías.
Las ceremonias del traspaso de la banda presidencial y la asunción de las nuevas autoridades fue cubierta por todos los canales de televisión. En la programación del día estaba previsto que la transmisión duraría de 8 de la mañana a 14. Sin embargo no fue así. Todo se alteró, tanto que tuvieron que adaptarse a lo que estaba sucediendo en las calles. “De padres e hijos”, un programa de Canal 7, conducido por Annamaría y Mario Mactas fue levantado.
A eso de las cinco de la mañana subí a un camión que pasó por la avenida del Libertador y me llevó hasta la Plaza de Mayo. No pude ingresar porque estaba cerrada la entrada por Hipólito Irigoyen, si bien se podía ver que ya había algunos cientos de personas. Hice un rodeo por Paseo Colón y caminé hasta Defensa donde se estaban juntando decenas de muchachotes, hasta que vino una columna y me colé en ella. Venía de La Plata y pertenecía a la Juventud Peronista. Cuando intentó entrar a la plaza la policía lo impidió y cargó con sus efectivos severamente. La gente se refugió donde pudo, en mi caso fui a parar a uno de los conventillos que aún subsistían en esa época. A mi lado, recuerdo, estaba un zapatero mexicano.
Recién a las 6 y 30 pude entrar por Defensa y corrí para treparme al primer árbol de la hilera que da sobre el Banco de la Nación Argentina. La misma zona donde diez años antes había sido testigo de la asunción de Arturo Illia y a no más de 100 metros de donde había estado parado en las horas que Juan Carlos Onganía meditaba con renunciar en junio de 1970.
De a poco fue saliendo el sol y alguien desde el otro árbol gritó “el sol del 25 viene asomando”, mientras una delegación militar intentó acercarse al mástil para izar la bandera y fue corrida de mala manera. Años más tarde el arquitecto Mario Suárez Mason completaría mi relato: “El 25 de mayo de 1973, mi padre el entonces general de brigada Carlos Suárez Mason, fue designado por Lanusse para izar el pabellón nacional en Plaza de Mayo. En la mañana temprano, antes de las ocho. En esa época vivíamos en la esquina de la avenida Belgrano y la calle Tacuarí. El Falcon color gris nos recogió en la puerta, y partimos hacia la Plaza. Mi padre con su uniforme de gala en el asiento trasero y adelante, el chofer y yo. Nunca pensé que sería testigo de semejante acontecimiento, lamentable para nuestra historia. El trayecto fue corto pues por Diagonal Sur se llega muy rápido. Al encarar la Plaza el auto sólo desarrolló entre 15 y 20 km/h. Recuerdo hasta hoy las banderas montoneras, del ERP, FAR y FAP. Debía esperarnos en la plaza una sección del Comando en Jefe para izar la bandera. No había nadie esperándonos. Gente colgada del mástil central y trepada a la pirámide. La bandera del ERP reinaba en la plaza izada en el mástil central. Atravesamos la plaza en medio de insultos y patadas y trompadas arrojadas a la carrocería del automóvil y pudimos arribar a la puerta lateral de la Casa Rosada. Mi padre bajó del automóvil y se dirigió hacia la entrada donde el centinela de guardia temblaba como una hoja en un temporal de viento, pues se encontraba solo ante la turba. Mi padre le ordenó dirigirse hacia el edificio del Comando en Jefe de la calle Azopardo, cosa que el soldado cumplió corriendo. Nos dirigimos entonces hacia la calle Azopardo y paramos en la escalinata de la entrada donde justamente llegaba al edificio el entonces Jefe de Operaciones y mi padre le ordenó: ‘Comunique al general Lanusse que no voy a izar el pabellón nacional en la Plaza, tomada por el terrorismo y cuyo mástil está ocupado por la bandera del ERP. Por cualquier cosa estaré en mi Comando’ (el Comando era Remonta y Veterinaria). Hacia allí nos dirigimos para la ceremonia militar de la mañana y el tradicional chocolate luego de la misma. Llegaron padres con sus hijos, sonaron tiros desde el Bajo y aparecieron grupos numerosos con las banderas y carteles de las organizaciones armadas, y coparon la primera fila. No faltaron los encapuchados, algo que no se justificaba”.
No se sabía lo que pasaba en el Congreso y cuando el discurso de Cámpora ante el pleno terminó –habló tres horas- se esperaba su llegada en automóvil descapotable. Ni pensarlo, a esa altura de la jornada los desmanes eran tremendos. Grupos bien identificados habían tomado por asalto el palco oficial. Yo seguía sin moverme de la copa de mi árbol. Se intentó entrar en la Catedral Metropolitana y las puertas fueron cerradas violentamente: no se pudo hacer el tradicional Tedéum. Mirando hacia la Casa Rosada se podía ver cómo la pintaban con consignas guerrilleras (“Casa Montonera”) y se insultaba a reconocidos visitantes. El almirante Carlos Coda estuvo a punto de ser linchado sino fuera que lo auxilió su custodia. Todo uniformado era agraviado. Uno de mis momentos más difíciles fue ver como a pocos metros se volteaba a un policía de la División Azul y se le quemaba la moto, en ese momento pensé que se suspendía todo.
“Se van, se van y nunca volverán” gritaba la gente contra los militares, azuzada por la “militancia”. En un momento, en medio de las corridas, los gases y el humo de los autos incendiados, jóvenes con brazaletes de la JP intentaron restablecer el orden. Pude observar algunas caras conocidas: Solita Silveyra sonriente, Piero con un cartel, Juan Carlos Gené, David Stivel, Bárbara Mujica y alguno que otro que desde el balcón atizaba a la multitud y que años más tarde terminaría siendo funcionario de Carlos Menem.
Con temor vi como el auto que conducía a Juan María Bordaberry intentaba ser atacado; adentro iba mi madre, ese día dama de compañía de la esposa del presidente uruguayo. Por supuesto no hubo desfile: “Quienes debían desfilar para marcar la significación del día no eran los militares, era esa juventud madura, consciente, política, que hizo posible que la Argentina recobre su lugar entre los pueblos del mundo que tienen capacidad de dirigir su propio destino”, escribió equivocadamente al día siguiente Mario Diament en La Opinión.
En el Salón Blanco de la Casa de Gobierno no entraba más gente. Era tal el desorden que el Presidente de Chile, Salvador Allene, con el notable sentido del humor que lo caracterizaba, comentó: “Un poco más y también juro yo”.
Tras entregar la banda presidencial, Lanusse salió por la puerta que da a Paseo Colón: “Yo no me ando escapando de nadie, me iré por donde vine” comentó. El almirante Coda y el brigadier Rey partieron en helicóptero mientras desde la Plaza les dirigían todo tipo de improperios. Luego, Cámpora salió al balcón a hablar a la multitud. Entre otros, estaban a su lado Dorticós y Allende. Mientras observaba la escena de la Plaza de Mayo con la multitud enfervorizada, el ministro de primera Ernesto Garzón Valdés, edecán civil de Allende, le dijo:
Garzón Valdés: -Mire Presidente, son como un tigre.
Allende: -Sí, tiene razón. Ahora, hay que tener mucho cuidado porque cuando uno se monta a un tigre no sabe a dónde lo conduce.
Finalizado el previsible discurso de Cámpora, bajé del árbol y retorné a mi casa caminando. Al pasar por el Hotel Sheraton pude ver cómo intentaban asaltarlo unos muchachos para convertirlo en el Hospital de Niños. Cansado, me encontré con un amigo de la niñez que ya no veía con tanta frecuencia. Ahí pude darme cuenta que era un militante de la Tendencia. Él desapareció tres años más tarde.
-Tata, ¿qué te pareció la movilización de la juventud peronista?, me preguntó.
Mirando a los militantes, en voz no muy alta, le dije: -No te equivoques, Gaita, estos no son peronistas. Ya vas a ver cuando venga Perón… los va a cagar a todos.
En “Los testigos del poder” de Juan María Coria, periodista de La Prensa, se cuenta: “Los periodistas salimos muy tarde esa noche de la Casa de Gobierno. Todo había pasado. La Plaza olía a orina y otros desechos. Se inició así el período de Cámpora, un hombre de hablar educado, tranquilo y que no perdía oportunidad alguna para elogiar a su jefe, el general Juan Domingo Perón. (…) Roberto Di Sandro –dice Coria—que hoy es el decano absoluto de la Sala de Periodistas y leal admirador de toda la vida del general Perón, creía que todo era pasajero… ‘Hay que esperar el regreso de Perón’, nos decía a cada rato con esa irremediable lealtad que mantuvo, hasta en los peores momentos del llamado ‘proceso de reorganización nacional’”.
Todavía no había llegado lo peor, lo que la mayoría no sospechaba, el asalto a las cárceles y la liberación de los presos que sería bendecida horas más tarde en el Congreso de la Nación. Aquello que con tanta lucidez hizo decir al Buenos Aires Herald, cuando habló de la desazón de la sociedad y en particular de los que habían arriesgado sus vidas en la lucha antisubversiva, prediciendo que iba a provocar la aparición de “escuadrones de la muerte”. Y detrás de los “escuadrones” los “desaparecidos”.
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