La primera cooperativa del vidrio, fundada en 1947 está en un rincón de Ezpeleta, Quilmes. Una de las paredes de esta fábrica artesanal da la bienvenida con un mural desgastado por el tiempo de un soplador de vidrio con el torso desnudo, trabajando con su caña ahuecada.
La pared lleva escrita una leyenda: “El vidrio es hijo del fuego y hermano de la luz”.
Sale a recibirnos Marcelo Ebert, el director de ventas de la cristalería, entusiasmado por contarnos la historia del lugar, al que le lleva dedicados nada menos que 43 años. A medida que nos vamos acercando al interior de la fábrica la temperatura va en aumento y el ruido metálico es ensordecedor. El corazón de la Cristalería El Progreso late ahí, donde está su horno, siempre encendido entre 1300 y 1400 grados y a su alrededor, como en una coreografía, con movimientos muy precisos, equipos de hombres sacan el vidrio fundido del fuego para modelarlo con ayuda de unas herramientas rudimentarias de metal y el aire de sus pulmones que soplan por unas cañas ahuecadas dentro o fuera de una matriz.
Estos artesanos del siglo XXI trabajan de la misma manera que los primeros hombres que crearon este arte del soplado del vidrio, un siglo antes de Cristo. El mismo calor, el mismo fuego, la misma destreza, de una sabiduría que supo ser transmitida de maestro a discípulo hasta hoy en día.
Según la Biblia, el vidrio alguna vez fue comparado con el oro y apreciado como tal porque no era nada común. El arte de la fabricación del vidrio se practicó en Egipto, que utilizaba el método formado sobre núcleo, en el que se fabricaba un molde hecho en base a arcilla y estiércol, que se envolvía en vidrio fundido y se lo modelaba haciéndolo rodar por una superficie lisa.
Es a finales del primer siglo A.C. cuando se crea el método del vidrio soplado, que fue toda una revolución. Se cree que fue inventando en la costa occidental del Mediterráneo (lo que hoy sería Siria), por el pueblo fenicio, que no era guerrero sino comerciante. El soplador trabajaba con una caña con un orificio, con la que le podía dar una forma de gota hasta formas más complejas, e incluso soplar el vidrio fundido dentro de un molde.
Esta técnica creció y se difundió gracias al Imperio Romano, que hizo que fuera más accesible su acceso a la población. Después de la caída del imperio, el arte cae en desuso, sin embargo, continúa creciendo en otros países, entre ellos Irak, Irán y Egipto. A fines del siglo XVIII Venecia se convierte en el centro vidriero del mundo. El vidrio era tan precioso que hubo un tiempo en que los artesanos tenían prohibido salir de la Isla de Murano para no develar los secretos de su oficio.
Al rescate del oficio
A comienzos del siglo XX con la creación de hornos de fuego continuo, la industria comenzó a masificarse. La historia de la cooperativa El Progreso, de los pocos lugares en la Argentina donde se realiza cristalería fina artesanal a gran escala, nace en 1947, en el partido de Berazategui, cuando un grupo de 17 artesanos de la fábrica Rigolleau decidió emprender su propio camino, frente al avance de la automatización, cuenta Marcelo Ebert. Era un grupo que salía al rescate de un oficio milenario, con muchas ganas de forjarse también un porvenir con la forma de una cooperativa.
“Comenzaron a trabajar en un pequeño galpón. Y el trabajo empezó a rendir frutos. Gustaba. Hacían la composición, el empaque. Sobrevivieron a muchos embates económicos, con mucho esfuerzo de la mano de obra”, explica Ebert. Antes de trasladarse al actual espacio, pasaron por otro lugar donado por uno de los fundadores, un predio en Berazategui, que había ofrecido la familia Wainmayer. En 1949 se mudaron a la actual fábrica y cada vez eran más los socios. “Después surgió la posibilidad en Ezpeleta, había una fábrica abandonada, que pertenecía a unos alemanes, llama Almet, que estaba en remate”, cuenta sobre este espacio que ocupa casi una manzana y pudieron adquirir gracias al acceso a un crédito. “Desde 1955 hasta la fecha estamos trabajando ininterrumpidamente”,manifiesta.
Los desafíos fueron grandes, estuvieron a punto de cerrar, pero aquí están. Hay 180 asociados, y sus familias viven de ese arte que sobrevive al olvido. Al tener un horno continuo, encendido las 24 horas. Los asociados rotan en tres turnos de 6 horas. “Ahora está en 1300 grados, pero la materia prima (sílice, calcio, sodio y potasio) funde en 1430 grados. Si está demasiado líquida, no se puede trabajar. Y si está demasiado fría, tampoco se puede trabajar”, explica Ebert. (Ver video)
El consumo de gas es enorme. Pero tampoco pueden apagarlo porque el cambio de temperatura rompería los ladrillos refractarios. En cuanto al producto no se elabora con vidrio reciclado, sino con materia prima refinada y su propio descarte que pasa a fundirse nuevamente. Mientras los artesanos trabajan, ocurren pequeños accidentes, se caen copas, ya que deben manipular todo con pinzas y otros elementos de agarre. Nadie querría tocar un vaso a 900 grados de temperatura.
La fascinación de estos artesanos por el manejo de este material es tan fuerte que no les afecta si hace un calor impiadoso junto al horno, ni aunque tengan que enfriar las herramientas que manipulan bajo una ducha.
Cuenta nuestro anfitrión que los artesanos trabajan en postas de 8 personas y trabajan mancomunadamente y armoniosamente. Cada uno cumple un rol. Uno va al horno, trae la primera bola de vidrio. Otro la sopla, crea una burbuja y la gira. La lleva al fuego nuevamente para recargarla de vidrio. La bola color miel comienza a ganar volumen y llega a manos de los más experimentados que soplan dentro de una matriz sin dejar de girar la caña. La precisión debe ser exacta, como tocar un instrumento con el sonido del fuego. Todo tiene tiempos. Giros. Coordinación entre ellos para moverse con las cañas extendidas con una bola amarilla en la punta por ese espacio sin quemarse. Nadie usa guantes a pesar de las temperaturas extremas que manejan. Tienen cada movimiento estudiado y se los observa muy concentrados en sus tareas.
“¿Quemaduras? Tuve. Tengo todos los días”, relata el soplador Diego Ruiz Díaz (50). Y agrega: “Pero son quemaduras de cuando salta un vidrio. Acá tenemos que tener mucho cuidado porque no laburamos solos. Cuando tenemos en la punta de la caña el vidrio, antes de darte vuelta tenés que mirar. Te das vuelta para acá, para allá. Hay que mirar quién está detrás. Quemaduras tenemos todos. Y alguno que me haya quemado, también, pero nunca a propósito. Por suerte, fueron todas leves”.
Asado “a la pared”
Los muchachos mientras trabajan aprovechan el horno para darse gustitos y se hacen sus asados, previo a hacer “una vaquita entre todos”. A diferencia del resto de la humanidad que usa parrilla, ellos cuelgan la carne con ganchos en la pared del horno en el que están trabajando, que al tener tanta temperatura se cocina solo. Tienen que darlo vuelta cada tanto y aseguran que les sale “espectacular”. Los perros de la fábrica se acercan. Calor no les falta. Piden comida. Quien ser parte del festín.
Suena una sirena. Después del descanso para almorzar, el llamado es para que los asociados vuelvan a ocupar los puestos. En el techo asoma una maraña de caños, varios de estos son bocas que soplan aire frío que ayudan a enfriar las piezas. También hay lugares donde caen chorros de agua para el mismo fin. En el piso, hay botellas de gaseosa de 2 litros. Hace calor siempre y los artesanos deben hidratarse todo el tiempo. La garganta se seca enseguida.
Según explica el responsable de ventas, el producto es apreciado por los hoteles de primera categoría, abastecen a algunos y también a regalerías. “Aquí se valora mucho la técnica, el aprendizaje, los años de experiencia que ha tenido la asociado en la cooperativa. Y como se ve la fabricación las herramientas son rudimentarias, no son herramientas sofisticadas. Quizás una paleta de madera, una tijera, otro instrumento que tiene agua y acomoda esa pompa para que después se sople la matriz”.
“Lo que tiene de bueno la cristalería es que se trabaja como antes”, asegura José Luis Gauna (31), especialista en el moldeado de jarras, quien tiene familiares que fueron empleados de cristalerías y lo hacían como ellos hoy. “Y ni que decir que trabajamos como se hacía en la Antigüedad, como lo hacían los fenicios. No es lo mismo una máquina, en la que un empleado va y aprieta dos botones y se hace todo. Nosotros acá tenemos muchas horas de esfuerzo. Muchísimas horas de aprendizaje, estar horas y horas practicando, y eso nos diferencia de otros lugares. Todas nuestras piezas son artesanales y son únicas”, destaca este joven de 31 años, orgulloso de su oficio como ninguno.
Gauna deja caer sobre el lateral de la jarra el vidrio fundido, una consistencia melosa, espesa, con lo que dará forma al mango a medida que se enfríe. (ver video) “Es como manejar una especie de miel o dulce de leche suave, o algo así. Es una experiencia que a mucha gente le gustaría tener. Modelar el vidrio, una pieza desde cero, es algo que no tiene palabras”, expresa este hombre apasionado por el mundo del vidrio artesanal. No es para menos. Hace un trabajo manual sin tocar la pieza con sus manos.
Después de la fabricación las piezas se depositan en una cinta de enfriamiento que va bajando la temperatura de manera gradual, a partir de los 800 grados a la temperatura ambiente. Ebert suelta unos bollo hecho con diarios en la entrada de la enfriadora y vemos cómo se prende fuego. Son tres horas que dura este proceso. Después, las piezas pasan por un control de calidad y los vasos y copas van a un área de corte, pulido y tallado.
No existen visitas de escuelas porque sería peligroso para los chicos. Pero cada tanto se acercan estudiantes del soplado de vidrio. En Berazategui funciona la Escuela Municipal del Vidrio, que permite en dos años convertirse en técnico en vidrio artístico. La llama del oficio continuará viva durante mucho tiempo.
Realización audiovisual y fotos: Alejandro Beltrame Producción audiovisual y entrevistas: Gabriela Cicero
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