Unos anteojos de marcos gruesos y transparentes cubren gran parte de su rostro. Su pelo es corto y enrulado. Usa collar, aros y pulseras. Luce un top de tono marrón debajo de una camisa multicolor de manga corta, unas calzas oscuras que solo cubren sus muslos, una riñonera con varios pines y unas sandalias beige. Está sentada en un banco de madera sin respaldo. Su testimonio es el último. Ya habían contado quiénes eran y qué hacían ahí una persona no binaria, un agnóstico, una víctima de abuso sexual en un colegio religioso, una catequista a favor del aborto, una madre que vende contenido para adultos en plataformas digitales, un migrante senegalés, una migrante ecuatoriana, una estudiante estadounidense de raíces indias, una adolescente devota del cristianismo. Le toca el turno a ella. “Soy Lucía, tengo 25 años y soy de Perú”, anuncia.
Lo que prioriza después de decir su nombre, su edad y su nacionalidad es información susceptible al escenario, obedece al contexto. Cuenta que antes vestía hábito. Repite un verbo en pasado: “Fui monja, fui católica, fui creyente”. Se lo está diciendo al máximo referente del catolicismo. A menos de cuatro metros, el papa Francisco la escucha atenta. Es un relato disimulando una catarsis. “Mi fe nació desde el amor, desde la honestidad, desde una búsqueda muy sincera hacia dios y hacia las personas”, le cuenta. La descarga esconde un descontento y escala: “Ya no soy católica, ya no soy creyente, no sé qué existe, no sé que no existe. Y estoy más tranquila, me siento más feliz”.
Hace más de una hora había conocido al Papa. Lo había saludado con un beso. Ella y otros nueve jóvenes hispanos como ella y con ganas de hacerle preguntas como ella. No las mismas preguntas, ni las mismas inquietudes y cuestionamientos. Primero habían llegado los guardias suizos, quienes indefectiblemente impartieron una distancia. Asumió, en retribución, una posición defensiva. Le sorprende, al verlo caminar hacia la silla, su ancianidad. Cuando se sienta, todos los presentes notan el esfuerzo que hace para resolver un acto tan mundano. El mismo Francisco percibe el pasmo y explica que lo habían operado de la rodilla derecha hace tres días. “Estoy delante de una persona mayor”, interpreta Lucía.
El esfuerzo de Jorge Mario Bergoglio para sentarse es el mismo que hace ella para empatizar con él. Lucía Zegarra Ballón es psicóloga independiente, en las puertas de publicar su primer paper académico y dispuesta a forjar su camino como investigadora. Acompaña a personas que sufrieron violencia sexual y estudia la psiquis de sus perpetradores: su trabajo consta, por ejemplo, en hallar el rastro de humanidad en un violador. Con el Papa repite el ejercicio: agudiza la mirada para despojarlo de su custodia, de su túnica, de su sotana, de su discurso, de su naturaleza, de su aura. Y lo que ve, en un plano subterráneo, es a un anciano que está tratando de hacer las cosas bien. Distingue en él un rastro de humanidad, pero le cree poco. De las personas católicas, dice, siente desconfianza.
Para que Lucía no le crea al papa Francisco hubo un pasado. Nació en el seno de una familia de fe católica en Arequipa, una ciudad al sur de Perú rodeada de tres volcanes. Creció absorbiendo información y haciendo preguntas. La curiosidad la dominaba. Quería vivir una vida que tuviera sentido. Abordó la adolescencia con una voracidad crítica. Tenía solo quince años cuando un grupo de jóvenes carismáticos y atractivos la persuadieron. Eran catequistas reclutando inscripciones para el programa de confirmación en los recreos del colegio. Entró en la rueda de un voluntariado: la invitaban a misa, le regalaban libros, la convocaban a casas de monjas a hacer pijamadas, la introdujeron en el dogma católico. En medio de un proceso de gestación de su propia identidad, halló reparo y respuestas en este colectivo. Se mudó a Chaclacayo, Lima, a vivir en la casa de formación de una congregación religiosa. Para su familia y para sus amistades fue un sismo. Su posición, en cambio, era definitiva y antipática. “Si no lo entiendes, entonces no es mi problema”, respondía. Estaba convencida: quería ser monja.
Ahora, diez años después, desde una locación secreta en el barrio el Pigneto de Roma a veinte minutos de Santa Marta, el hogar del Papa, le dice al Sumo Pontífice que no es su primera vez en el Vaticano y otras cosas: “Llegué después de haber tenido muchas crisis de fe. Creo que dentro de la iglesia no solamente hay abuso sexual, sino también hay abuso psicológico. Creo que la formación religiosa está basada en el abuso psicológico. He vivido en una casa de formación en la que se me prohibió ver a mi familia, en la que se me prohibió tener una comunicación con personas: todos los mensajes, correos electrónicos, llamadas, eran monitoreados. No tenía acceso a la información, no podía salir de ahí. Traté de luchar con mi fe de todas las formas que pude hasta que finalmente llegué a Roma, al Vaticano, y se cerró el círculo”.
“He hecho una denuncia pública por abuso en la cara pelada de la máxima autoridad de la institución que me violentó a mí y a tantas otras personas”, gritó en su cuenta de Instagram el 17 de abril, ocho años y dos días después de haber huido de la casa de formación. En aquel 15 de abril de 2015 argumentó que debía abandonar el convento porque no podía hacer las cosas bien en un estado de salud calamitoso. Estaba orgánicamente enferma. Tenía las defensas bajas. La depresión y la culpa la habían derrumbado. Permanecer implicaba un riesgo de vida. Los médicos le pronosticaron un posible cáncer si continuaba bajo sometimiento. Nadar y jugar al vóley era lo que mayor placer le daba. Nada de eso podía hacer. Desertó. Había somatizado el abuso.
Recibió un respaldo tímido en su partida hasta que finalmente le devolvieron indiferencia y la olvidaron. Pasó del aislamiento de la casa de formación a la compasión de la casa de familia. Había padecido, según su juicio, “demasiada manipulación emocional”. Identificó los procesos de alienación en su experiencia cotidiana: “Me fui mal, deprimida, con ansiedad: me habían destruido. Cuando salí, mi familia me recibió con alegría. Me cuidaban mucho. Respetaban las decisiones que tomaba: era totalmente distinto a lo que había vivido ahí adentro”.
Lucía había dejado de ser monja pero no había dejado de ser católica. Siguió vinculada a novicias y curas de la congregación y a la fe religiosa. Asistía a misas de otras comunidades sin pertenecer a ellas. Estaba sanando su dolor. Estaba inmersa en un proceso activo de perdón. Quería condonar a las personas que la habían abusado psicológicamente y a los cómplices que habían silenciado esos despojos. “Rezaba mucho por ellos”, cuenta. A fines de 2017, se embarcó en un viaje espiritual por aquellos sitios sagrados del catolicismo. Ella, sus penas y su mochila. La ruta concluía en el Vaticano. Íntimamente sabía que era una vía para purgarse.
“De Madrid me fui a Ávila, donde estuvieron Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, cuyas obras siempre me gustaron mucho. Luego me fui a Salamanca, para ir a Lisboa y Fátima. En Fátima me quedé varios días. De regreso a España, me fui a Palencia, para visitar la trapa, donde vivió el hermano Rafael, que era mi santo favorito. Luego seguí por el norte de España, pasé navidad en Lourdes y de ahí bajé a Barcelona y me fui a Roma. Por tramos me acompañaba mi hermana, pero la mayor parte del tiempo estuve sola y fue un viaje muy intenso a nivel espiritual y emocional. Mientras tanto, iba leyendo y escribiendo mucho. Creo que ya sabía que lo que venía era dejar el catolicismo…”, narra.
Al Papa le cuenta que ha tenido una relación muy cercana con el dolor y que, de hecho, la sigue teniendo. En la religión descubrió huecos, vacíos que no se llenan ni tapan para que no se derrumbe “lo que hemos construido tan frágilmente como seguridad”. Su conclusión: “Es producto de no integrar el trauma. El dolor es un grito de auxilio por trascender, hacerse vulnerable y crecer”. Se aferró a los vestigios de fe hasta que llegó al Vaticano, el lugar donde se cerró el círculo: “Tuve delante de mi cara al mayor absurdo e incoherencia. Nos hacen creer que acumular riqueza en ese lugar tiene algún sentido y es mentira”.
“Desde este lugar de poder, desde este lugar de riquezas es muy fácil hablar de pobreza, es muy fácil hablar de sufrimiento”, le escupe a Francisco ante la mirada de María Losantos, una española de veinte años que minutos antes había dicho: “Entiendo el sufrimiento de una mujer que quiere abortar, entiendo el sufrimiento de un inmigrante, de una persona que se sienta apartada por el resto, pero cuando tienes el amor de dios eso pasa a un segundo plano. En el sufrimiento es donde te encuentras con Cristo, que es lo que te hace feliz”.
Con la paz de haber parido esa revelación, volvió a Perú. Atravesó un período de asimilación. Poco a poco se fueron disolviendo sus creencias religiosas: “Dejé de creer en lo que se plantea dentro de la iglesia católica. No soy atea. Para mí la espiritualidad es algo esencial, como sea que lo entienda cada persona. La idea es que sea algo honesto”. Seguía en la búsqueda del amor para aliviar su sufrimiento. En 2017 empezó la universidad. El escritor y educador peruano Jorge Eslava las había citado por separado: les dijo que deberían escribir un libro juntas. Así conoció a Alexia, en un curso de escritura. Tiene 25 años como ella.
“Habíamos tenido vivencias particulares y era loco: también nos gustaban cosas parecidas. Ella es una persona hermosa, de las que te cruzás y es imposible que no notes que tiene algo especial. Además es graciosísima: eso y el arte nos acercó mucho desde el inicio. Fuimos casi sin conocernos a un festival de música en la selva, nos gustaban las mismas bandas, los mismos músicos. Íbamos a obras de teatro, veíamos películas y conversábamos mucho. También nos encanta comer”, recuerda antes de reírse.
“Pero lo gracioso -advierte- es que íbamos a misa juntas. Ella me dice en broma que la última vez que se confesó fue porque yo la llevé en 2018. Las dos pensábamos que éramos heterosexuales”, relata antes de volver a reírse. En el festival de música Selvámonos, que se celebra en Oxapampa, departamento de Pasco, desde 2009, germinó el romance. Cayó en un día feriado: paradójicamente, las dos estaban preocupadas en encontrar una iglesia para asistir a misa. Después de acompañarse -o mientras se acompañaban- se enamoraron. “La iglesia cree que solo hay heterosexuales y homosexuales. La diversidad no existe. De hecho, yo soy ahora ‘la ex monja lesbiana’, como si fuera un descubrimiento”, critica en una nota publicada en este medio. Vivieron en Cuzco, se instalaron en Urubamba, una de las ciudades del Valle Sagrado de los Incas. Tuvieron que regresar a Lima por fuerza mayor, donde aún conviven. A Lucía la convocaron de la producción de un documental. Los españoles Jordi Évole y Màrius Sánchez querían que diez jóvenes latinos incomodaran con sus preguntas al Papa. Volvió a Roma a mediados de 2022 para el enfrentamiento. Amén, Francisco responde se estrenó el 5 de abril de 2023 por Star Plus para América Latina.
-Había conocido el amor de muchas formas -le cuenta Lucía a Bergoglio-. Una vez que salí de la iglesia, una vez que dejé de ser creyente, lo encontré de una forma muy auténtica. Siempre me lo he preguntado desde una curiosidad muy genuina: ¿qué es el amor para la iglesia? ¿de qué se habla de amor cuando se habla desde la religión, desde un dios que ha sido construido desde mucha violencia?
-Mirá… la verdadera iglesia está en las periferias. En el centro hay gente buena, hay gente santa. Pero también hay mucha corrupción y eso hay que reconocerlo. Hay mucho daño en la institución eclesiástica, hombres y mujeres de la iglesia. Lo que vos decís del abuso de poder es verdad. Hay historias que yo conozco que tuve que intervenir mandando inspecciones y disolviendo. Conventos dónde había abuso de poder y religiosas dónde no podían llamar por teléfono a sus familias. Lo que vos contás. Un abuso de poder total. Y a veces cuando uno está en situaciones como las que vos contaste… te creo, se da en la iglesia lamentablemente eso. El acto más valiente es tomársela. Tomar distancia y a tus tiendas, Israel. Este es un lugar malo, es un lugar de corrupción. Este convento me deshumaniza. Vuelvo a dónde salí, a buscar la humanidad de mis raíces. A mí no me escandaliza eso. A las cosas hay que llamarlas por nombre y apellido. No te quiero convencer, para nada. Te respeto. En vos veo el dolor de tantas personas que han tenido que sufrir por estos abusos eclesiásticos.
-No lo veo con dolor. Lo veo como lo mejor que me ha pasado, probablemente.
-Por supuesto. Salvaste tu vida de una situación que te tenía aprisionada psicológicamente, moralmente. Salvaste tu vida pero tu vida no terminó. Sigue caminando y aunque no te des cuenta alguien te está acompañando. Dejá que te acompañe aunque no le des bolilla. Te doy un consejo con buena intención: cuidate de no enredarte en ideologías. Ser vos, con tu personalidad y tu coherencia. No ser esclava de una ideología que te domine. Tenés que buscar la coherencia con la vida. Esa coherencia entre lo que pensás, lo que sentís y lo que hacés. El lenguaje de la mente, el lenguaje del corazón y el lenguaje de las manos. Estás en buenas manos, seguí tu camino. Te lo digo con simpatía.
Lucía respondió con una sonrisa amable. Jamás imaginó disponer de un encuentro íntimo con el Papa, jamás imaginó ver las muecas de su rostro cuando le narra su dolor. Lo hizo, aunque no por un regocijo personal. “El tema del abuso que viví siendo parte de una congregación ultraconservadora y sectaria es algo que lo he llevado siempre sola o con mis personas más cercanas. He escrito muchísimo del tema y lo pude cerrar una vez que fui a Hawaii a ‘exorcizarme’. Regresé de ese viaje sintiéndome como una pluma, como si hubiese renacido. No necesitaba decírselo directamente a la máxima autoridad de esa institución: yo no estuve ahí delante de él solamente por mí. Hay personas a las que sí les importa lo que diga Bergoglio y evidentemente ha sido liberador, sobre todo porque su respuesta fue bastante clara y contundente, diciendo que grupos como ese deberían dejar de existir. Y aunque yo no mencioné el nombre de la congregación, ellos saben muy bien quiénes son y ahora saben también que la persona a la que le deben obediencia dice que deberían dejar de existir”.
Reconoce no haber meditado el quid de la pregunta. Surgió de manera fácil, espontánea y natural, y no se lo cuestionó: “El amor siempre ha sido y seguirá siendo lo central en mi vida, es lo más revolucionario y sanador que tenemos y a la vez lo más tergiversado por algunos grupos de poder. Tenía que preguntarle por eso, porque uno de esos grupos de poder ha sido la iglesia católica”. La respuesta, sin embargo, no la dejó satisfecha: “No contestó mis preguntas. Las evadió todas y cuando mencioné el abuso que había vivido, lo trató con la ligereza de siempre: individualizando el caso, romantizando la posibilidad de haber salvado mi vida y no haciéndose responsable de nada. Como si él no pudiese tomar decisiones radicales para evitar ese tipo de situaciones”.
Después de haber denunciado públicamente el abuso y el aislamiento forzado de una institución religiosa en Perú -no la nombra por autopreservación-, no solo ningún representante de la congregación se contactó con ella para, eventualmente, disculparse sino que fue foco de amedrentamientos: “De mí han dicho que estoy loca, que cargo con muchos odios, que no me he hecho cargo de mis dolores, que estoy resentida. Es el mismo discurso de los hombres denunciados, y la impunidad es norma”.
A otras mujeres como ella les aconseja que la primera responsabilidad que tienen es consigo mismas. Habla de permisos y derechos: “Permitirse ocupar espacio, material, emocional o del tipo que sea. Que tienen derecho a disfrutar, a ser libres en cada decisión que van tomando. Y que también tienen derecho a meter la pata, que por lo general no es para tanto. Que no están solas y que construir comunidad es una posibilidad hermosa”. Guarda una salvedad y una recomendación para el final: “Importantísimo: revisen su privilegio siempre. Si corresponde, asumir y reparar tangiblemente. Y, finalmente, de ser posible, vayan a terapia”.
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