La coyuntura era proclive: el clima político en el mundo presentaba vientos de cambios. En mayo de 1968, la imaginación había intentado sin suerte tomar el poder, jaqueando al gobierno del libertador de Francia, Charles De Gaulle; en México, la sangre de los estudiantes muertos por la represión del gobierno del Partido Revolucionario Institucional todavía no terminaba de secarse en el suelo de Tlatelolco; en la Iglesia Católica, revolucionada por el Concilio Vaticano II, miles de sacerdotes hacían su opción por los pobres; y la figura del argentino Ernesto Che Guevara, capturado y asesinado un año y medio antes en Bolivia, se había transformado en un símbolo revolucionario global. La Guerra Fría se cocinaba en el tercer mundo.
Y en Argentina se replicarían los estallidos sociales que estaban ocurriendo en otros lares. Hacia el 15 de mayo de 1969, el teniente general de caballería (RE) Juan Carlos Onganía llevaba 1.051 días empotrado en el sillón presidencial. Ese jueves, la policía reprimió una marcha estudiantil que se dirigía al rectorado de la Universidad Nacional del Nordeste: los alumnos se movilizaban en contra del aumento de un 500% en el comedor universitario y las balas de los uniformados se cobraban la vida del estudiante de Medicina Juan José Cabral. El militar de bigotes tupidos -a quien la revista Tía Vicenta había caricaturizado de manera inmortal como La Morsa- desconocía que un día después su gobierno comenzaría a agonizar en las calles de Rosario.
En las calles, contra Onganía
En la Argentina, a principios de mayo de 1969, la dictadura de Onganía -que tenía planeado permanecer en el poder veinte años- hacía agua pero todavía flotaba, un poco a la deriva, sostenida por un sector de las Fuerzas Armadas, la derecha de la jerarquía católica y un sindicalismo colaboracionista que soñaba quedarse con el envase de un Juan Domingo Perón -exiliado en Madrid- al que consideraban definitivamente no retornable. Los partidos políticos estaban proscriptos y la represión de las protestas sociales crecía en brutalidad.
El mes había empezado con movilizaciones y protestas. El martes 13 de mayo, en Tucumán, un grupo de trabajadores había ocupado el Ingenio Amalia, donde retuvieron a uno de los gerentes, en reclamo por los sueldos atrasados. El miércoles 14, en Córdoba, 3.500 obreros automotrices reunidos en el Córdoba Sport Club salieron a manifestar en las calles por la eliminación del “sábado inglés” -que les permitía cobrar como “extras” las horas trabajadas ese día– fueron reprimidos por la policía, con un saldo de 11 heridos y 26 detenidos. El jueves 15, los estudiantes correntinos habían marchado contra el aumento del 500% en el menú del comedor universitario y la policía había matado a Cabral con un disparo de arma de fuego.
Fue el primer muerto de mayo, habría muchos más. También los argentinos asistirían por esos días a un fenómeno inédito en la historia del país: la confluencia de las protestas de trabajadores y universitarios contra un gobierno, acuñada en una consigna que se repetiría en los años siguientes: “Obreros y estudiantes, juntos y adelante”.
Rosario se moviliza
El asesinato de Cabral en Corrientes desató asambleas y protestas en casi todas las universidades públicas del país. El viernes 16 de mayo, en la Universidad Nacional de Rosario, el rector José Luis Valentín Cantini intentó frenar las asambleas en las facultades con la suspensión de las clases durante tres días. Resultó ser un tiro por la culata: los estudiantes de todas las facultades, lejos de desmovilizarse, confluyeron en el comedor universitario -ubicado en avenida Corrientes al 700- que seguía abierto. Después de la asamblea, cerca de medio millar marchó por las calles céntricas de la ciudad.
Al día siguiente, pese a que era sábado, casi quinientos estudiantes volvieron a reunirse frente al comedor. La asamblea transcurrió de manera pacífica, aunque bajo una intimidante presencia policial. Cuando los jóvenes se movilizaron e hicieron estallar algunos petardos frente al Banco Alemán Transatlántico, se desató una represión desmesurada, en la que no faltaron los disparos con armas de fuego.
Al escuchar los tiros, los manifestantes intentaron dispersarse. Un grupo que corría por la avenida Corrientes trataba de escapar doblando por la calle Córdoba se encontró con que la policía estaba esperándolos. Algunos lograron sortear a las fuerzas represivas, aunque la mayoría, junto con no pocos transeúntes -entre ellos varios chicos- trataron de refugiarse en la galería Melipal. Las tiendas de compras se transformaron en una trampa.
Disparos y muerte en la Galería Melipal
La encerrona resultó mortal. La policía ingresó a palazos a la galería, donde a la hora de repartir golpes no diferenció entre estudiantes y desprevenidos transeúntes. En medio de la batahola, uno de los jefes del operativo, el oficial inspector Juan Agustín Lezcano, desenfundó su arma reglamentaria e hizo un disparo.
Minutos después, cuando los policías se retiraron hacia la entrada de la galería y la mayoría de los manifestantes se había refugiado en los pisos superiores, al pie de una escalera pudo verse a un joven tirado en el piso: se llamaba Adolfo Bello, era estudiante de Ciencias Económicas y tenía un balazo en la cabeza.
Bello murió pocas horas después en un hospital. En los tres días que siguieron, el lugar donde había caído se transformó en un santuario, donde estudiantes y vecinos dejaban flores. Mientras tanto, en Rosario seguían creciendo las protestas, esta vez bajo la forma de "actos relámpago" para zafar de brutalidad policial. La CGT de los Argentinos, conducida a nivel nacional por Raimundo Ongaro, se solidarizó con los estudiantes y organizó una olla popular para contrarrestar el cierre del comedor universitario.
Rosario estalla
La mañana del miércoles 21 de mayo el aire se cortaba con un cuchillo en Rosario. Unos 4.000 estudiantes secundarios y universitarios, a los que se sumaron obreros convocados por la CGT de los Argentinos, se reunieron cerca de la intendencia para realizar una "marcha del silencio".
La policía provincial intentó reprimirlos nuevamente, pero fue avasallada. Rosario estalló. De inmediato, la Gendarmería y la Policía Federal se sumaron a la represión, pero los obreros y los estudiantes -juntos en la lucha callejera- armaron barricadas, quemaron autos y trolebuses, y los hicieron retroceder. La ciudad quedó en manos de los manifestantes.
Desde la Casa Rosada, Onganía ordenó al jefe del Segundo Cuerpo del Ejército, Roberto Fonseca, que se hiciera cargo de la represión, pero la escalada de violencia no se detuvo y los enfrentamientos se multiplicaron en las calles. Cerca de los estudios de LT 8, donde los manifestantes intentaron pasar una proclama, cayó herido de bala el estudiante secundario y aprendiz metalúrgico Luis Blanco, de 15 años. Fue el segundo muerto del Rosariazo.
El general Fonseca declaró el estado de sitio en la ciudad, impuso la justicia militar y la pena de muerte. Pese a eso, la CGT convocó a un paro activo para el viernes 23 que incluía acciones de sabotaje. La agitación era tal que un grupo de sacerdotes santafesinos se rebeló contra el obispo Guillermo Bolatti, a quien acusaron de insensibilidad social, y se sumaron a la protesta de los obreros y los estudiantes.
El entierro del adolescente Blanco fue multitudinario y se transformó en una marcha de repudio a gobierno nacional y a la represión. Pese a la presencia amenazante de las tropas, más de siete mil personas acompañaron a pie el ataúd con los restos del pibe Blanco a lo largo de las 87 cuadras que separaban la casa del joven asesinado -donde se realizó el velatorio- hasta el cementerio.
Frente a la tumba, desobedeciendo las órdenes del obispo Bolatti, el párroco Federico Parenti pronunció una oración flamígera: “Que esta sangre vertida, que esta sangre que llega al cielo, no sea en vano, que ella lleve la liberación que ansiamos, el instante de justicia que está reclamando el mundo, Dios dio su sangre por la liberación del hombre, para que el hombre se despoje de su esclavitud”.
En el Rosariazo entraron en escena, por primera vez juntos, todos los actores que marcarían a fuego los próximos años de la vida argentina. “En Rosario se hace efectiva, en los hechos, la unidad obrero estudiantil y emergen los sacerdotes del Tercer Mundo. Los jefes militares por su parte primero definieron estas luchas como ‘protagonizadas por extremistas’, a los que luego llamó subversivos”, escribió la historiadora Beba Balvé, coautora de Lucha de calles, lucha de clases, quizás el mejor libro escrito sobre las protestas populares de 1969.
Finalmente, el Ejército recuperó el control de la ciudad, pero las protestas no se detuvieron. El domingo 25 de mayo, tanto en Rosario como en muchas localidades vecinas, los sacerdotes se negaron a oficiar el tradicional tedeum oficial.
Y después, el Cordobazo
Ese era el clima previo, el caldo de cultivo podría decirse, en que los obreros industriales de Córdoba fueron al paro el jueves 29 de mayo. Reclamaban por el sábado inglés, derogado por la resolución 106/69 de Onganía. Esa reivindicación unificaba en la protesta a las dos regionales de las CGT, la Azopardo –colaboracionista– y la de los Argentinos, enfrentadas a nivel nacional.
Por eso, en las columnas que marcharon hacia el centro de Córdoba capital se pudieron ver juntos a organizaciones gremiales que tenían distintas tonalidades: a los obreros automotrices dirigidos por Elpidio Torres, con los de Luz y Fuerza, con Agustín Tosco a la cabeza, a los colectiveros, liderados por Atilio López y a los metalúrgicos, que tenían a Alejo Simó al frente. “Esa situación unifica a todos, diluye la separación y distinción de los sindicatos organizados en nucleamientos ideológico-políticos, como las 62 organizaciones peronistas y los independientes. A la vez, la forma de lucha, huelga general con movilización, hace al mecanismo del proceso de centralización y dirección de la lucha que permite la recuperación de la iniciativa por parte de la clase obrera”, señalaba Balvé.
A las columnas obreras se agregaron otras integradas por estudiantes, sensibilizados por las muertes de sus compañeros en Corrientes y Rosario.
Como en Rosario, pero aún con más violencia, los manifestantes hicieron retroceder a la policía y avanzan hacia los edificios públicos.
En Córdoba Rebelde, los investigadores Mónica Gordillo y James Brennan definen así lo sucedido en las calles de la ciudad: “Por la mañana protesta obrera, después del mediodía rebelión popular, por la tarde, tras el repliegue de la policía, insurrección urbana”. Jorge Canelles, compañero de lucha de Agustín Tosco, recuerda: “No hubo ninguna cosa mesiánica de toma del poder. Aunque hubiéramos podido hacerlo a la una de la tarde porque ya no quedaba un solo cana en la calle, ni guardia en la Casa de Gobierno”.
El Ejército intervino con una sospechosa demora que algunos leyeron como una maniobra del comandante en jefe, Alejandro Lanusse, contra el dictador Onganía. Los estudiantes se replegaron finalmente al barrio de Clínicas, donde siguieron resistiendo por unas horas.
Al día siguiente, cuando el Ejército finalmente controló la ciudad, el panorama era el de un campo de batalla: barricadas, autos quemados, vidrieras destrozadas, edificios públicos arrasados. Los principales dirigentes, entre ellos Tosco y Torres, estaban detenidos, a disposición de los tribunales militares. Nunca pudo establecerse cuántos fueron los muertos de la jornada: algunos investigadores hablan de 4; otros, de 14.
Los "azos" que cambiaron al país
El Rosariazo y el Cordobazo pasaron como un huracán, pero su sello -el de todo mayo de 1969- marcaría a fuego los años por venir. La espontánea reacción contra la dictadura señalaría un rumbo a no pocas organizaciones revolucionarias, que por entonces debatían la incorporación de la lucha armada en la resistencia a la Revolución Argentina y, en algunos casos, como un paso adelante en la lucha revolucionaria.
Un año más tarde, el 29 de mayo de 1970, Montoneros irrumpiría en la vida política argentina con el secuestro y la ejecución del dictador Pedro Eugenio Aramburu. También durante 1970, en su quinto congreso, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) decidiría la creación del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Onganía -que había planeado quedarse 20 años en el poder- tenía los días contados. El 8 de junio de 1970 era relevado por otro militar, Roberto Levingston, que a su vez menos de un año después era desplazado por otro general, Alejandro Lanusse.
La Argentina ya no sería la misma: ninguno pudo doblegar la protesta social y los métodos autoritarios, finalmente, dieron lugar a una convocatoria electoral donde ganaba el peronismo tras casi 18 años de proscripción.
* La versión original de esta nota se publicó el 16 de mayo de 2019.
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