El establecimiento de escuelas y bibliotecas en los pueblos de la campaña bonaerense fue una preocupación sarmientina, consistente con el fomento de la alfabetización de la población rural. El 19 de octubre de 1860, siendo ministro de Gobierno del Estado de Buenos Aires, Sarmiento dirigió una nota al Juez de Paz de San Isidro, instando a la formación de una biblioteca, contando para ello con algunos libros que poseía el gobierno en el “depósito de escuelas”, y enriqueciéndola con otros que pudieran donar los vecinos u obtenerse tanto en el país como en el exterior.
El Juez de Paz debía conseguir un local donde guardarlos (y “un estante con llave”, decía el instructivo), redactar un reglamento para su consulta y nombrar un bibliotecario. Si el funcionario local obtenía estas facilidades, la Dirección de Escuelas le entregaría cinco títulos de variado tema: Diarios de Sesiones de la Convención; Manual de Urbanidad; Cría de Abejas; Historia de Belgrano y La Educación del Género humano.
El local fue gestionado con éxito (aunque ignoramos su ubicación) y, más allá de esta dotación bibliográfica inicial, hubo otras donaciones y adquisiciones. También se aprobó un reglamento y se nombró un bibliotecario a sueldo.
Este primer ensayo de biblioteca funcionaba gratuitamente y tanto los miembros promotores como los vecinos del partido podían llevarse un volumen por vez a su casa, para una lectura más cómoda. En tal caso, debían pagar una tasa de 5 pesos por el plazo de un mes, pudiendo canjearlo por otro título. También se preveían “lecturas públicas”, dos noches a la semana. Además, se organizaban disertaciones y conferencias literarias, que no eran gratuitas, pero que podían convocar a numerosos vecinos y vecinas.
El esfuerzo germinal de la biblioteca se iba instalando en el medio pueblerino.
Nace la “Biblioteca Popular”
Aquella iniciativa fue el impulso para crear un ambiente proclive a la lectura y a la práctica de la circulación bibliográfica. Y fructificó en 1873, cuando don Manuel Martín y Omar fundó la “Biblioteca Popular de San Isidro”, con una dotación inicial de 327 volúmenes adquiridos con un subsidio de $ 4.000, que otorgó el Gobierno de la Provincia. Era el comienzo y todavía no llevaba el nombre de Juan Martín de Pueyrredon.
Esta biblioteca funcionaba en la sede del Juzgado de Paz, pero se desconocen los detalles de las actividades en aquellos primeros años. No disponiendo de una sede propia, fue mudada en 1900 a la casa parroquial. Ese mismo año se reformó su reglamento y asumió la presidencia Martín y Omar, quien demostró sus dotes como activo reorganizador, motivando favorables respuestas en el seno de la misma comunidad, donde era una figura de prestigio.
La biblioteca se trasladó, luego, a un local ubicado en la calle 9 de Julio, entre 25 de Mayo y Chacabuco y, más tarde, a otra sede, en la misma calle. Las sucesivas mudanzas, si bien se verificaban dentro del casco histórico del pueblo, no debían ser confortables ni definitivas. De ahí que, en 1903, se intentó recaudar fondos para construir una sede, sin resultados alentadores.
En 1905 comienza a plantearse seriamente la necesidad de finalizar el ciclo de mudanzas y disponer de un edificio propio. Para ello continuaron las acciones en procura de fondos, que incluyeron, el 8 de diciembre de aquel año, una función en el teatro de la Sociedad Italiana, que arrojó un magro beneficio líquido de apenas 87 pesos.
En el Informe presentado a la Asamblea General por la Comisión Directiva (presidida por J. B. Germano) el 22 de diciembre de 1905, se contabilizaba como un logro el hecho de que aquella comisión “se ocupó desde el principio del año en conseguir un local propio y al efecto se ha adquirido en propiedad una fracción de terreno de nueve metros y medio de frente por 39 de fondo, poco más o menos, situado en la calle 25 de Mayo entre Belgrano y 9 de Julio, cuyo importe de mil doscientos pesos ha sido pagado con fondos de la institución. Más una fracción contigua y de las mismas dimensiones que generosa y espontáneamente donó el señor Avelino Rolón…”
En efecto, don Avelino Rolón, figura patriarcal por entonces, contribuyó con la suma necesaria para adquirir el terreno. Al gesto inicial de Rolón se sumaron otros contribuyentes. Es remarcable, asimismo, el esfuerzo de compra del lote “con fondos de la institución” que, de esta manera, pasaba a disponer de un terreno englobado de 19 metros de frente por 39 metros de fondo, con una superficie total de 704 m2, exentos de impuestos municipales. Con esta exención, también la autoridad comunal sumaba su apoyo al emprendimiento.
Sin embargo, con todo lo promisorio de este impulso y pese a disponer de la parcela, la construcción no pudo ser iniciada porque los fondos remanentes no alcanzaban ni para encarar una quinta parte de la obra y porque se verificaba en aquellos días un aumento excesivo en el costo de la construcción, que aconsejaba un compás de espera.
En 1906, Adrián Beccar Varela, que era vicepresidente de la Biblioteca, publicó su Reseña histórica de San Isidro, en la cual dedicó algunos párrafos a la institución, (dentro del capítulo de “Jalones del progreso”), transcribiendo algunos documentos, consignando estadísticas de cantidad de volúmenes, consultas y asociados y destacando la compra del terreno para el edificio. Concluía diciendo que “la Biblioteca Popular de San Isidro, es hoy de gran importancia, y es una asociación floreciente que, con la ayuda del vecindario y sus asociados, está llamada á prestar valioso concurso en el progreso moral y científico de la localidad”.
El 30 de junio de 1907 fueron aprobados los planos del edificio propio, en una asamblea que, además, resolvió aprobar un “empréstito popular” para obtener el fondeo necesario.
La concreción del edificio propio en su marco epocal
El anhelado edificio propio de la institución tendría principio de concreción recién en 1910, cuando la Argentina celebraba su primer centenario como Nación emancipada, en un marco epocal que, en lo tocante a la cuestión de las bibliotecas (y también de las escuelas), se solidarizaba con el paradigma de la “educación patriótica”.
En cualquier caso, la efemérides del Centenario de la Revolución de Mayo venía a aportar un contexto celebratorio propicio al despliegue de logros materiales para las instituciones populares de cultura. Un edificio propio era, sin duda, una marca de identidad y el resultado bien visible de las energías fundadoras y gestoras, a la vez que un dispositivo de representación y legitimación ante la comunidad. En otras palabras, un “contenedor material” jerarquizado rubricaba la trascendencia social de los “contenidos inmateriales” implicados en el ideario, en el estatuto y en las acciones concretas de una institución que acreditaba ya varios años de funcionamiento.
A su vez, la emergencia de una “arquitectura oficial” como expresión programática y simbólica del Estado nacional, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, fue fijando una serie de pautas de lenguaje y calidad que las organizaciones de la comunidad también apropiaron en sus programas edilicios. Cuando el general Julio A. Roca, en el mensaje al Congreso, al inaugurar su primera presidencia, definía las características de los edificios que debían servir como asiento a los poderes federales (asignándoles esa trilogía de notas compuesta por la dignidad, la comodidad y el aspecto), fijaba además, sin querer, un canon para los edificios de las asociaciones civiles privadas con propósitos sociales. La vara se hallaba bien alta en esa Argentina de antes.
Sin duda que el repertorio clasicista garantizaba esas tres consignas, aunque en el caso de las entidades civiles, algunas audacias antiacadémicas permitían ensayar concesiones a una moderada vanguardia. Por ejemplo, no sería descabellado imaginar el edificio para un conservatorio de música en estilo art-nouveau, o un club deportivo en estilo normando. Aunque, reiteramos, para las bibliotecas y las escuelas, el menú de referencias griegas y romanas (pasadas por el filtro académico de la Beaux Arts francesa) ofrecía las mayores seguridades.
Habiendo fracasado el intento de recaudar un empréstito popular, se apeló a un crédito de $ 10.00, otorgado por el Banco de la Provincia de Buenos Aires, que aún no había instalado su sucursal en San Isidro. La suma alcanzaba, apenas, para dar inicio a los trabajos, cuyo costo total se estimaba en $ 52.225. Pero las expectativas eran optimistas en un poblado que iba a dejando atrás las señas de su ruralidad original y que, sin despojarse todavía de ciertas notas arcaicas, aspiraba a dotarse de los recursos de una incipiente modernidad urbana.
El ambiente de época, dinamizador de aquellas fuerzas morales que fermentaban y operaban en los núcleos dirigentes de la comunidad, podría caracterizarse diciendo que los aires triunfales del Centenario y la fe en un progreso infinito que parecía derramarse copiosamente sobre la Argentina de 1910, y que se irradiaban desde su Capital, obraban su efecto contagioso en los poblados de la comarca bonaerense. Tras una era somnolienta y patriarcal que, en muchos casos, se alargaba desde tiempos coloniales, aquellos suburbios (donde todavía el paisaje de la campaña invadía la traza, y donde las chacras, las quintas y las huertas se repartían entre calles de barro) comenzaban a experimentar el deseo de convertirse en verdaderas ciudades, a imagen y semejanza de una Buenos Aires que copiaba a las grandes capitales europeas. Una metamorfosis inevitable en un país centralizado, cosmopolita y expectable para los inversores extranjeros. Pero, a la vez, una metamorfosis cuya concreción en obras tangibles, más allá del deseo, requería del liderazgo de hombres ejecutivos y visionarios, capaces de imaginar un nuevo paradigma para aquellos “pagos chicos”, apegados con frecuencia a atavismos y resistencias de parte de los núcleos que podríamos designar como “más conservadores”. San Isidro no fue la excepción.
Con tales incentivos de contexto, la piedra fundamental del edificio situado en la calle 9 de Julio nº 501 se colocó el 27 de marzo de 1910, durante los primeros tramos del segundo mandato como intendente municipal de don Andrés Rolón, y dos meses antes de la celebración jubilosa del Centenario, que fue muy lucida en San Isidro, lo mismo que en otros pueblos de la provincia. Una bella plaqueta acuñada en uno de los establecimientos de fabricación de medallas más importantes de la Capital conmemoró aquel acontecimiento.
La autoría del proyecto, los constructores y las etapas de la edificación
Es tradición reiterada que los planos de 1907 habían sido realizados por el ingeniero Manuel Ocampo. Ello daría respuesta a la cuestión de la autoría proyectual.
Su condición de vecino del partido durante los meses de descanso vacacional pudo haber motivado un vínculo de adhesión con los intereses pueblerinos y, de ahí, su participación en el proyecto de mayor visibilidad cultural encarado por esa comunidad.
La construcción estuvo a cargo de los contratistas Crespo y Burani.
Como solía ocurrir en emprendimientos de esta naturaleza, los fondos eran siempre escasos y ello determinaba que las obras se continuaran durante varios años y durante diversos períodos directivos. De este modo, las tareas iniciadas bajo la presidencia de Juan Germano, se concluyeron en 1913, bajo la presidencia de José María Pirán. Todavía en 1911 pesaba sobre las cuentas de la Biblioteca una deuda insoluta de más de $ 40.000, la cual pudo reducirse en 1916 a $ 7.000.
Años más tarde, en 1922, se realizaron mejoras y se construyó la vivienda del casero.
Es digno de mención el hecho de que la institución haya permanecido, hasta el presente, en el mismo solar donde se construyó aquel edificio tan sólido y de tanta prestancia.
El lenguaje arquitectónico y las características constructivas del edificio
Lo primero que se destaca es la singular ubicación del edificio, formando ochava en una de las esquinas más identitarias de San Isidro, separado de la “manzana cívica” por la calle 9 de Julio. Su volumen compacto, su jerarquía monumental y su privilegiada implantación escénica, son valores que se imponen, todavía hoy, en el paisaje urbano del “casco histórico”.
El lenguaje elegido por el proyectista es el Academicismo Ecléctico con referencias italianizantes y afrancesadas y textura muraria de sillares ejecutados en símil-piedra.
Este lenguaje expresivo se corresponde, tanto con las estéticas dominantes a comienzos del siglo XX, como con la tipología de una “biblioteca” entendida como programa de arquitectura. Vale decir, la referencia academicista a los estilos clásicos parece adecuada a la representación de la ciencia que proveen los libros y la lectura, y que es la función estatutaria de la entidad. Escuelas y bibliotecas eran considerados “templos” del saber y la ciencia. Sin embargo, la rigidez de este canon clásico se verá relajada en aspectos puntuales concesivos a una moderada vanguardia decorativa, según veremos.
La fachada principal presenta un acceso sobre una corta escalinata de cuatro gradas de mármol de Carrara, enmarcada en un pórtico de dos columnas (sobre plintos), cuyos capiteles se complejizan epocalmente con el modelado de una decoración floral Liberty (rosas). Ostenta un frontón triangular, en cuyo tímpano luce el relieve de un libro, una pluma y hojas de laurel, alegoría de la gloria asociada a la lectura y la escritura como vehículos del saber.
Se destaca, asimismo, la puerta de tres hojas de madera de roble, con banderola dividida, ejecutada en la carpintería de Comino (establecimiento pionero en su rubro en San Isidro que proveyó carpinterías y mobiliario a tantas casas del pueblo), cuyo taller se ubicaba por entonces en la calle 25 de Mayo, a pocos metros de la biblioteca. Luce un correcto trabajo de talla en el remate de los paños, en la coquille del tablero central, y en la trama de los tableros inferiores, realizada con técnica de marquetería y formando una superficie “escamada” con rombos.
La herrería en la angosta fenestración de las hojas laterales ostenta las iniciales “B” y “P” correspondientes a “Biblioteca Popular”. Como una rareza, la letra “B” fue colocada en posición invertida en sentido vertical, y la “P” ha sido girada en sentido inverso a su lectura).
La planta alta ofrece como elemento principal un balcón sobre el pórtico, decorado con tres vasos, sostenido por dos artísticas ménsulas (ornamentadas con hojas de laurel) y dotado de dieciocho balaustres (catorce al frente y dos en cada lateral). En el frente de su rodapié se han calado, en la mampostería, las letras con el nombre “Biblioteca Popular”.
Sobre la cornisa se alza un frontón triangular de gran tamaño, en cuyo tímpano luce el relieve de una tarja ejecutado en cemento.
Una nota del remate del edificio es su parapeto de mampostería que adopta una morfología almenada, como concesión a un medievalismo historicista, meramente ornamental, admitido en el eclecticismo del menú Beaux Arts de la época. El remate de la fachada se completa, en el ático, con tres elementos de coronamiento.
La condición de volumen exento de muros medianeros favorece la jerarquía del núcleo del edificio, amortiguado de este modo en sus visuales frontal y laterales, y estabilizado por encima del nivel peatonal, merced a la breve escalinata.
Una valoración patrimonial integral
La Biblioteca Popular “Juan Martín de Pueyrredon” postula esa valoración binaria que nuestra actual mirada busca asignar a los bienes patrimoniales: lo material y lo inmaterial en unidad indisoluble y virtuosa.
En el aspecto inmaterial, la institución se reconoce continuadora del esfuerzo que desde finales del siglo XIX realizó la comunidad local para dotarse una biblioteca pública que contribuyera a formar hábitos de lectura y a acrecentar la cultura popular. La memoria de ese esfuerzo, la épica de sus directivos y asociados, el apoyo municipal y la palabra iluminadora de sus conferencistas invitados, son todos valores intangibles de los cuales la institución no se ha despojado. Antes bien, los atesora como un empeño de fundación privada e índole comunitaria, ya que la institución nunca perteneció al organigrama municipal ni provincial.
La continuidad de uso, en la misma función de biblioteca y espacio de cultura y educación popular, durante un siglo y medio, es otro valor a destacar.
Por su parte, la materialidad del edificio llega hasta nuestros días en condiciones de notable autenticidad, destacándose la integridad de su fachada, aún cuando su espacialidad interior haya sufrido una alteración funcional a través de un entrepiso ajeno al proyecto de origen que, quizá algún día, sea removido, para dejar visible otra vez el hermoso vitral cenital.
Sin duda, goza del aprecio identitario de los vecinos sanisidrenses y es un punto de referencia topográfica inconfundible.
El lenguaje de su arquitectura y las características de su construcción expresan modos de proyectar y de construir propios de una época, dentro de los cánones del Academicismo Ecléctico que tanto arraigo encontró en nuestro medio nacional. Estas razones formales, sumado a ello su escala monumental y su singular emplazamiento y amortiguación visual, libre de medianeras o de volúmenes emergentes por detrás de su silueta, hacen de este edificio un ejemplo singular en San Isidro, que dialoga amigablemente con el entorno, se adecua al skyline dominante y complementa la edificación cívica del área.
En suma, a la hora de testimoniar aquellas iniciativas epocales vinculadas al desarrollo de las bibliotecas populares como auxiliares de la instrucción pública en la provincia de Buenos Aires, la Biblioteca Popular “Juan Martín de Pueyrredon” aparece como una institución pionera y modélica.
Tal vez siga siendo válida aquella frase pronunciada con la certeza de un aforismo, cuando el entonces presidente, el ya nombrado José María Pirán, dijo, al inaugurar las conferencias del año 1916 (ese año que tanto brillo alcanzó en San Isidro con motivo de los festejos del Centenario de la declaración de la Independencia): “Si no disfrutamos del holgura económica, poseemos sin embargo este edificio cuya ubicación y construcción le asigna un valor de importancia”.
Quizá la poca holgura económica siga siendo una constante (para ésta y para otras bibliotecas populares del país), pero, por fortuna, la institución sigue existiendo, revestida con la pátina de estos 150 años de historia y servicio, que se dispone a celebrar el próximo 22 de mayo.
[Las fotografías que ilustran esta nota, con excepción de la primera, en blanco y negro, son de Marcela Fugardo]
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