¿Qué es el terror? ¿Cómo se siente el miedo extremo? ¿Se traduce en el cuerpo? ¿Tiene olor? ¿A qué huele el espanto? Ninguna de esas preguntas se hizo Rodrigo Abd en el año 2012, acostado sobre un hilo de agua, adentro de un túnel totalmente oscuro en un páramo de Siria. No había tiempo ni lugar para preguntas. Quizá no habría después. Afuera aullaban bombas y disparos. Lo rodeaba la muerte. Era una presencia física. Como si estuviera ahí. Un monstruo detrás de la puerta.
Abd, nacido Adrogué, conurbano sur, todavía no era padre de Victoria. Tenía 35 años. Había sido enviado desde Guatemala, donde vivía y trababaja para la agencia internacional de noticias AP, a registrar, para contarle al mundo, lo que pasaba en la guerra civil de Siria, la tierra de sus ancestros. Había estallado la primavera árabe. Y él eligió contarla desde el lado de los rebeldes.
Pero tras un tiempo en el que ganaron terreno y tomaron ciudades, los opositores al gobierno de Bashar al-Assad empezaron a retroceder, apretados por el Ejército oficial, que no escatimaba en ataques indiscriminados, bombardeos aéreos y asedios a ciudades.
Rodrigo vio llorar a los rebeldes abrazados a sus fusiles. Eran pibes que hasta poco tiempo antes laburaron de carpinteros, mecánicos o panaderos, los oficios de siempre. Un vocero de la guerrilla le comunicó una mañana: “Hay que salir de acá o nos matan”.
Ni Abd, ni los otros cuatro civiles que estaban con él, incluido Ahmed, su amigo camarógrafo, que hablaba español, árabe e inglés, sabían qué cerca estaba el Ejército. Solo les repitieron, tajantes y aterrorizados: “Nos tenemos que ir hoy”.
Salieron temprano de donde estaban refugiados y caminaron hasta una mezquita. Allí les avisaron que iban a intentar escapar por un desagüe pluvial que los depositaría en una zona por la que podrían caminar durante horas hasta alcanzar una ciudad todavía en poder de los rebeldes. Si llegaba, desde allí Rodrigo podría escapar de Siria.
El riesgo era total: intentar salir por una única boca del desagüe y rogar que no estuvieran esperando los soldados del Ejército. En la mezquita, los rebeldes rezaron la oración de la tarde, llamada Asr.
Tras los ruegos fueron hacia el túnel, donde unos 15 hombres reptaron a ciegas. Antes de meterse como topos en pánico, uno de los rebeldes les pidió que descartaran todo salvo lo imprescindible porque necesitaban las manos para arrastrarse y tocarse unos a otros, cosa de no desviarse y separarse en alguna bifurcación del camino: solo cámara, computadora y teléfono satelital.
En la tierra de sus ancestros, con el aliento espeso de la muerte que amenazaba con cerrar el círculo familiar, Abd dejó casi todas sus cosas, un principio de despedida que arrancaba en la materialidad de su ropa y su bolsa de dormir. Pero tenía algo más. “La matera”, sonríe tanto tiempo después y levanta las cejas. “Como en Siria se toma mate, con Ahmed compartíamos todo el día. Y le digo ‘tengo que dejar la matera’”.
Sin embargo, Ahmed se negó, con la solemnidad de la inminencia: “La matera sos vos, si vamos a morir, que sea con la matera, porque eso es parte de lo que sos”. Ya en el año 2023, Abd lo recuerda y ríe con la boca bien extendida. Cruzó con la matera. Y salió vivo. Del otro lado del túnel no hubo soldados y caminaron seis horas hasta que pudo salir de Siria, todavía con las bombas alrededor, aún con el terror en el cuerpo.
Pasó una década y sobre una mesa de un bar en Palermo, evidentemente vivo, Rodrigo abraza una taza de te bien caliente y pone en silencio su teléfono, que no para de sonar desde que se anunció que había ganado, por segunda vez, el premio Pulitzer por su cobertura de la guerra de Ucrania junto al equipo de noticias de Associated Press enviado a Kiev.
Es otoño en Buenos Aires, una multitud de estudiantes bulliciosos de escuela primaria hace la fila para entrar a la Feria del Libro. Abd volvió a la Argentina hace dos años y está a gusto aquí, después de vivir en Guatemala y en Perú, regresó a casa. Sigue saliendo por el mundo para contar su belleza y su horror, pero ahora con base en el país natal. Su hija tiene 9 años, ya no es tan sencillo irse un mes a Afganistán, como hará desde la semana que viene con el objetivo de registrar la vida en Kabul una década después de la guerra con su cámara de madera, que, justamente, adquirió en su paso anterior por aquel país asiático, donde unos fotógrafos ambulantes le enseñaron a usarla.
A través de la mirada de Rodrigo los conflictos y los dramas sociales del planeta llegan a los ojos del mundo. De las pandillas asesinas de Haití a las maras salvatruchas. Del drama ambiental en la zona petrolera de Venezuela a los talibanes en Afganistán. De las protestas contra Piñera en Chile a los festejos de la Selección argentina tras la conquista de la tercera estrella alrededor del Obelisco, ahí mismo donde, de alguna manera, todo comenzó.
Abd pensaba que sería periodista. Entró a la UBA para cursar Comunicación. Pero le costaba contar desde la escritura. Por esa época descubrió la fotografía. No casualmente de vacaciones, como mochilero por distintos puntos del país, primero, y luego por Bolivia y por Perú. Intuitivamente, allí, en los primeros retratos a indígenas, Rodrigo sintió que podía narrar el mundo con la mirada.
Estudió fotografía en la escuela municipal de Avellaneda y enseguida se dio cuenta que le gustaba estar donde pasaban las cosas. Era pleno quiebre social del 2001 y Abd, desde las páginas de La Razón y con sus iniciáticos proyectos personales, registraba a los primeros cartoneros, los primeros piqueteros, los ahorristas estafados. Se abría un universo de aventura y conocimiento para el hijo de un arquitecto y una ama de casa, típica familia clase media.
“Soy un tipo con mucha suerte. No me creo talentoso ni me creo bueno. Soy cabeza dura, le meto, cuando creo que tengo que hacer algo me expongo, pero no creo que sea un buen fotógrafo”. Abd no transmite falsa modestia.
Dice que el Pulitzer, los reconocimientos, el acceso a los lugares desde donde elaboró sus fotorreportajes premiados, son el producto de muchos años, muchas oportunidades, “de haber tenido suerte en un recorrido inesperado, porque le dediqué mucho tiempo de mi vida a esto, es por insistir y estar, viajar, muchas horas de malas fotos, no es por un talento innato”.
- ¿Y por qué es?
- Es porque me perdí estar con mi familia, ver a Banfield con mi viejo, los cumpleaños de mis amigos, durante 15 años en mi cumpleaños estuve afuera, en un avión entre Bolivia y México, en Afganistán, o solo en una montaña.
Abd nació un 27 de octubre. El día que cumplió 33 estaba frente a una tv en Kabul, capital afgana, cuando vio la noticia en la señal local: había muerto Néstor Kirchner. Empezó a llamar a su familia, miró a su alrededor, alguien lo notó inquieto y le preguntó qué pasaba, él explicó que se trataba de un presidente argentino y la persona, entonces, le preguntó dónde quedaba Argentina.
- Eso es lo interesante de este trabajo. Ves la realidad de una forma más global. Argentina no es el único país donde pasa lo que pasa. Nuestros problemas no son los más graves ni nuestras virtudes son las mejores. Los problemas que tenemos son infinitamente menores a los de un guatemalteco, un hondureño, un haitiano, un mexicano de Chiapas, un migrante, un pakistaní, un afgano, y da tristeza que el país sufra crisis económicas brutales y es doloroso ver pobreza, pero no tenemos masacres, ni fosas comunes, ni convoys de narcos secuestrando gente, ni bombardeos indiscriminados, no tenemos nada de eso.
“Nada de eso” es todo lo que él vio gracias a su pasión por comunicar a través de sus fotos en más de dos décadas de fotoperiodismo, desde sus inicios en La Razón. En 2003, mientras trabajaba en La Nación, recibió una oferta de Associated Press para trabajar en Guatemala, un destino poco pretendido para la mayoría pero no para él. Y se fue.
Y al poco tiempo estaba metido en el mundo de las peligrosas maras salvatruchas, esos jóvenes pandilleros que habían salido de Centroamérica 20 años antes, de niños junto a sus padres, en medio de las guerras civiles de la región, con destino a Estados Unidos. Entrado el siglo XXI ya no había conflictos y fueron deportados todos de vuelta a casa, por peligrosos y violentos.
“Sabían usar armas, eran sofisticados y marginales completamente, así armaron estas bandas. Me empezaron a mostrar lo que hacían, sus familias, sus fierros, su intención de reinsertarse en la sociedad pero también sus trabajos como sicarios, y me invitaron a los funerales y estuve al lado de los mareros jugando a las cartas pegados al féretro emborrachándose y llorando. Entré en confianza”, cuenta. Por aquel trabajo, lo supo unos años después, su jefe en AP le armó una carpeta y lo postuló al Pulitzer. No ganó, pero ya llamaba la atención por su trabajo.
“De Adrogué a las maras”, ríe, “metido en los márgenes de la marginalidad”. Allí Abd vio los primeros muertos, sintió el olor de la sangre derramada, pisó escenas del crimen. “Yo estaba alucinado”, cuenta.
Su trabajo, su valentía y su pasión por el oficio no pasaron desapercibidos para sus jefes en Nueva York. Ya había trabajado en conflictos sociales en Bolivia y Perú. Ya había caminado por entre los escombros del fatal terremoto de Haití. Le tocaría estar la guerra en Libia, en las elecciones presidenciales de Venezuela y en muchos otros sitios del mundo. Pero en 2010 fue enviado dos veces a Afganistán para cubrir la guerra incrustado en las tropas estadounidenses que operaban en la provincia de Kandahar.
- Se llama “empotramiento”: te asignan una unidad militar y hacés lo que hacen ellos, reportás, hablás con los soldados, les preguntás por su vida, fotografiás, dormís donde duermen, si te tiran de un helicóptero al medio de la puna, dormís ahí. Es muy interesante hablar con ellos, y convivís, cagás en las letrinas, te bañás con botellas de agua mineral caliente que tiran desde los helicópteros, vas a buscar víberes en camillas, y si te cagan a tiros estás ahí, si tiran comida después de una semana sin comer vas, sacás tres fotos y te ponés a cargar como un soldado más. Otra no te queda.
Fueron misiones peligrosas pero nunca sintió tan cerca la muerte como en Siria. Aunque en Afganistán también le pasó demasiado cerca. Una de esas misiones la compartió con Joao Silva, fotógrafo del New York Times. “Estábamos esperando unos helicópteros para ser asignados a otros empotramientos, y él fue para un lado, yo para el otro y al otro día le pasó a él, pero podría haberme pasado a mí”.
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El 23 de octubre de ese año, Silva pisó una mina y perdió prácticamente ambas piernas. En la tarjeta de memoria de su cámara, mientras él luchaba contra la muerte en la cama de un hospital, encontraron las fotos que él mismo disparó mientras explotaba la bomba en sus pies. Un año después, Joao volvió al trabajo, sobre dos piernas ortopédicas.
- Yo nunca quise ser corresponsal de guerra, nunca me interesó. Siento una atracción por el conflicto pero no es lo único que hago. En Guatemala hacía concursos de reinas de belleza de tercera edad, festivales folclóricos y al otro día hacía una masacre en una cárcel. Convivo con distintas realidades dentro del fotoperiodismo. Y eso me permite sobrevivir. Hacer solo conflicto es muy desgastante. Conozco amigos que sufren estrés postraumático. Están con psicólogo durante años.
- ¿Y cómo sobrellevás los momentos de tristeza o las imágenes desgarradoras de las que sos testigo?
- Nos preparamos para eso, estamos entrenados para esas situaciones, que son todas diferentes y reaccionamos diferente. A veces te la bancás y a veces no. A veces quebrás. Soy de los que creen que no debemos quebrarnos.
- ¿Y nunca quebraste?
- Muchas veces estuve (hace silencio) lagrimeando abrazando a alguien.
- ¿Existe la frontera entre el fotógrafo y lo fotografiado? ¿El fotógrafo tiene que ayudar o registrar el momento?
- Es que no hay frontera. Eso es de las películas, del fotógrafo héroe, solitario. No hay un debate del fotógrafo que elige la foto en lugar de ayudar. Hacés todo. El cine, la TV, armaron una especie de personaje heróico, egoísta, del fotógrafo de guerra, aventurero, ni es tan así ni las cosas funcionan de esa manera. La realidad es menos romántica y más lineal. Uno hace lo que puede, ayuda mientras puede, hace las dos cosas a la vez. Al menos para mí está por encima la persona, la vida, ayudar, la foto viene después, pero no quita que uno está retratando a las víctimas y las socorra, o al revés, por ahí las estás molestando y te tenés que ir, ya está. O no sos bienvenido donde creés que sí y chau. Es adaptarse a las circunstancias, entender los códigos. Todo momento tiene un significado diferente.
Rodrigo recuerda que en Afganistán, un hombre “de dos metros” que se presentó como custodio del presidente del país lo agarró del cuello cuando lo vio retratando en la calle a una mujer que caminaba cubierta con la burka.
“Le dije que era periodista y me dijo ‘peor, tenés que saber’. Me llevó a la comisaría, los policías me decían que era culpable, y me sacaron después de cinco horas. Vos decís, el periodismo retrata el sufrimiento de las mujeres, pero no. Hay que entender las culturas. Son otras reglas, adaptate, comprendé. Estamos todo el tiempo descifrando y adaptándonos. En Jamaica me tiraban naranjas, uno piensa, Bob Marley, porro, paz, y nada que ver, es re denso. Fui a cubrir la captura de un narco en una barriada y era un quilombo, todos tipos armados y la fotografía no eran nada bienvenida y me tuve que ir”, relata, entre las varias de las veces que fue preso, como en Venezuela cuando lo detuvieron por sacar fotos de pescadores que trabajan en una zona petrolera contaminada.
- ¿Hasta cuándo un fotógrafo puede cubrir acontecimientos con semejante exposición y desgaste? ¿Creés que vas a parar en algún momento?
- No quiero perder el ánimo, nunca hice esto sólo porque es un laburo. No me hubiese ido a Guatemala. ¡Viví nueve años ahí porque era alucinante trabajar en un lugar desconocido! Lo haré hasta donde me dé el cuero. Estamos bajo el sol, tenemos que trepar la montaña, caminar, estar en la trinchera, cerca del que dispara, cuando caen las piedras. ¿Cuánto tiempo se puede aguantar eso? Por ahí mañana largo. Lo único que quiero es no perder la pasión.
La entrevista ocurre ahora mientras Abd camina por una calle de Palermo. De pronto frena. Lleva cruzado en su pecho un bolso pequeño y, adentro, una cámara. Nunca se sabe dónde está la noticia. Entonces frena. El sol de la tarde otoñal le da en su cara de árabe sirio cuarentón. Dos autos, uno en cada vereda, están destrozados. Un árbol les cayó encima. Rodrigo mira, saca la cámara y se agacha. Justo pasa un niño en un triciclo rojo, entre el fotógrafo y los autos aplastados. Abd dispara algunas fotos y se levanta, satisfecho. “Nadie que yo conozca hace este laburo por fama. Te ganás el Pulitzer y mañana estás en la misma marcha que estuviste en el 96”, dice. Y mete su cámara en el bolsito.
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