Alicia Tomaszuk vive en la provincia de Chaco, y es hija y nieta de productores agrícolas. Muchos le dicen que la caracteriza “la curiosidad y el empuje”, porque cuando algo le interesa no hay quien la pare. Aunque siguió la tradición familiar, nunca se imaginó que sumaría una actividad más en la chacra, ni mucho menos que se convertiría en su gran pasión. Todo empezó cuando uno de sus hijos terminó la secundaria, se fue del campo para estudiar una carrera universitaria, y le dejó a cargo cuatro colmenas de abejas que había estado cuidando durante cinco años. Hoy el muchacho trabaja como ingeniero agrónomo, y su madre descubrió su vocación como apicultora: se involucró con las problemáticas, se asoció con un grupo de mujeres que emprende en la industria apícola, y hace 18 años brindan capacitaciones para afrontar juntas cada desafío.
Con el canto de los gallos de fondo, Alicia atiende el llamado de Infobae en la localidad Colonia Domingo Matheu del departamento O’Higgins, San Bernardo. “¿Sabés que estoy haciendo justo ahora?”, consulta del otro lado del teléfono. “Me estoy lavando las manos porque recién termino de cargar frascos de miel”, dice entre risas, porque no podría estar más a tono con la conmemoración que se avecina. La ONU (Organización de las Naciones Unidas) declaró el 20 de mayo como el Día Mundial de las Abejas, que rinde tributo a la fecha de nacimiento de Anton Janša, pionero en las técnicas de apicultura de Eslovenia en el siglo XVIII.
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Todo los años, durante el mes mayo los productores apícolas realizan varias campañas para concientizar sobre la importancia de la labor de las polinizadoras, que permiten la reproducción de muchas plantas y de los cultivos de alimentos. Particularmente en la Argentina se dedican a promover el consumo de la miel, porque ante la falta de un mercado interno, la mayor parte de la producción se exporta a otros países. “Realmente fue tan casual mi acercamiento a este mundo, porque mi hijo era un emprendedor, desde que empezó la secundaria agrotécnica, que tenía materias de emprendimientos, y la apicultura era una, así que se convirtió en un loco de las abejas”, dice con humor.
El adolescente le pidió a su abuelo que le consiguiera algunas colmenas para empezar la tarea, y así comenzó un proyecto que mantuvo hasta que se graduó en quinto año. “No tenía ni el traje adecuado para trabajar, pero igual se las ingeniaba, y fue incrementando su número de colmenas hasta 24, que son las que me dejó cuando se fue a estudiar a la facultad y me dijo: ‘Mami cuidámelas, que después yo voy a volver y sigo’, porque su idea era venir de nuevo al campo cuando se recibiera”, recuerda. Risueña por naturaleza, Alicia confiesa enseguida: “Yo le dije que sí, que se las cuidaba, cuando en realidad él apenas me había podido explicar cómo era el tema, y yo sabía cero de abejas”.
Con honestidad, expresa que incluso le daba un poco de miedo acercarse, por el temor a una picadura. “El desconocimiento y la falta de difusión hacen que esa sea la reacción más común”, aclara. En esos tiempos su rutina implicaba estar varias horas por día lejos del campo, iba y venía a la Subsecretaría de Agricultura de Ganadería de la Nación para capacitarse sobre lineamientos de la agricultura familiar, y también tenía reuniones en la Federación Agraria Argentina (FAA). “De pronto fui a mirar los cajones y me di cuenta de que no tenían casi nada de abejas; me quería morir, pensaba en cómo le iba a fallar a mi hijo”, comenta. Quería reivindicarse cuanto antes, y empezó a preguntarle a algunos conocidos, pero nadie sabía qué decirle, ni qué consejo darle.
“Siendo mujer, queriendo saber de apicultura, no había muchos lugares para consultar. Me fui a la Asociación de Productores Apícolas, y ahí tuve la suerte de que un hombre que tenía algunas colmenas me ayudó y me explicó qué tenía que hacer, qué comprar, y me enseñó todo con sus palabras, de una forma muy sencilla”, agradece. Así supo que la forma de vincularse era a través de asociaciones, cooperativas, y organismos, para seguir aprendiendo y estar en contacto con colegas.
Durante un encuentro en el INTA, (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria), donde estaban abordando una problemática de cultivo de algodón -área en la que también tiene experiencia por el legado familiar- le recomendaron que se anotara con otros productores en el programa nacional “Cambio Rural”, para perfeccionarse y unir voluntades. “Aprendí muchísimo sobre las buenas prácticas rurales, asistir a eventos, y como parte de ese proyecto me asocié a una cooperativa con otras cinco mujeres apicultoras”, explica. Cuanto más se instruía, más se maravillaba sobre el proceso que hacía posible la creación de un alimento que luego podía sumar a su mesa, a la de otras familias, y además el abanico de productos de colmena que se despliega hasta los usos gastronómicos, cosméticos y medicinales.
“Dejé de tener miedo cuando me capacité. Cuando vas a distintos lugares, escuchás a gente que conoce, que trabaja hace muchos años, y te dicen cómo tenés que comportarte, que no te pongas en el camino de las abejas ni en la piquera, que no te pongas jabón o un perfume antes de trabajar, entendés los factores que hay que considerar y que siguiendo esos parámetros, no te van a picar”, explica con seriedad. Uno de los puntos de inflexión fue cuando viajó a Iguazú en 2010 para asistir a una de las ediciones de FILAPI (Federación Internacional Latinoamericana de Apicultura), y pudo dimensionar desde una perspectiva más amplia el mundo en el que estaba inmersa.
“Ahí conocí a Isabel Cuevas Castro, una eminencia de la apicultura, que es reconocida internacionalmente, y ahí nació la idea de tener una organización distinta, de empezar formalmente con la Fundación de Mujeres Apícolas con eventos, explicando quiénes somos y qué queremos”, sostiene. Lo llevaron del pensamiento a la acción y delimitaron la respuesta al segundo interrogante: “No solo queremos que se produzca miel, sino que se consuma la miel”. Alicia actualmente está manejando alrededor de 300 colmenas, y cuenta con dos colaboradores que la ayudan en las tareas diarias. Con toda al experiencia que acumuló en casi dos décadas, manifiesta que están atravesando tiempos críticos.
“Este año también nos toca un año bastante difícil, porque por las condiciones climáticas, la sequía, la falta de floración, la falta de humedad y de agua, que consumen mucho las abejas, hubo poca miel, y la poca que hubo es de un colorímetro un poco más oscuro de lo que requiere la exportación”, revela sobre los requisitos de la demanda de países de Europa y Estados Unidos. “Es un tipo de miel que no dista en sabor ni en calidad, al contrario, pero el mundo requiere la miel clara, entonces lamentablemente quedaron galpones enteros con miel”, expresa con pesar. En este sentido, retoma una de las misiones que se propusieron en la fundación, de incentivar el consumo en nuestro país, con el deseo de que en algún momento exista un mercado interno más contundente y rentable.
“En Argentina estamos hablando de entre 250 y 300 gramos de miel por habitante, cuando en otros países consumen mínimo 2 o 3 kilos”, ejemplifica. En un viaje a sus recuerdos de la infancia se acuerda que su papá le contaba que antes era común que los productores agrícolas también tuvieran abejas como parte de la ganadería. “Se las consideraba como parte de los animales que había que tener para polinizar, y seguramente tenían infinita cantidad porque había muchas en la zona, y mi padre me contaba que cuando venían chicos o vecinos a la casa, mi abuelo iba y buscaba un pedacito del panal para cada uno, como un postre que compartían; son costumbres que se han perdido”, remarca.
Como parte de las actividades, muchas veces fueron a visitar escuelas para brindar charlas a los más chicos, y se llevaron una sorpresa al confirmar que muchos ni siquiera habían probado la miel. “Cuando les decíamos que les íbamos a hablar de las abejas, lo primero que nos decían eran comentarios sobre picaduras: ‘Yo le tengo miedo porque la picó a mi mamá’, y aunque saben que son insectos que hacen miel, que trabajan, que polinizan, que andan en las flores, el 70% no había comido nunca, y por eso les mostrábamos un desayuno con tostadas y miel, para ponerlo en el té, toda la degustación y las variedades”, asegura.
Luego de detectar que el temor sigue siendo la primera respuesta, otro de los proyectos fue capacitar personal para rescates de enjambres, y también para la apicultura. “Cuesta mucho conseguir personas que quieran trabajar de esto, justamente por el miedo que les da, y se necesitan nuevas generaciones porque sino vamos a ser unos pocos viejos que seguimos produciendo”, dice con preocupación. “Hay una migración de las abejas a las ciudades por la mano del hombre, que hizo fumigaciones excesivas, y como no tienen flores ni dónde resguardarse, van a otros lugares más habitados, lo que hace que la gente se desespere, por más que cuando ponen enjambre no es para picar, sino para ubicarse, genera mucho miedo”, continúa.
Alicia cuenta que en su momento ofrecieron capacitaciones a Defensa Civil para que sepan cómo y con qué equipamiento actuar frente a ese tipo de situaciones. “Hay grupos preparados de apicultores que hacen los rescates, pero eso tiene un costo, porque hay que prepararse, a veces el enjambre está en la altura, y hay que armar toda una logística; pero no siempre los vecinos quieren invertir en eso, sin entender que el procedimiento no es el mismo que usa un bombero para apagar el fuego”, sentencia. Comprometida al máximo con la realidad que descubrió, cree que más que nunca es necesario hablar sobre los beneficios y las propiedades de la miel 100% artesanal y orgánica.
“Sirve para la gastronomía, y hay que incentivar que los chefs la usen, no solamente en preparaciones dulces, sino también en carnes, verduras, que hay muchas recetas riquísimas. Empezar a pensar la miel no solamente como un producto que se come, sino como suplemento de dietario, como elemento de cosmética, como una ayuda para distintas enfermedades con la apiterapia, con el polen y la jalea real que se utiliza mucho en lo medicinal”, enumera. Desde hace un buen tiempo empezó a fabricar de forma artesanal jabones de propóleo y aloe, y otros también realizan de forma artesanal bálsamos labiales, y mieles saborizadas.
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“La industria farmacéutica es muy fuerte, contra los artesanos y los productos naturales de la colmena, pero es algo en lo que habría que seguir brindando formación sin dudas”, enfatiza. Como mujer rural, cada amanecer la lista de tareas por cumplir es larga, pero lejos de renegar, busca formas de reiventarse continuamente con la ayuda del asociativismo. “Por más que tengo una chacra chica, hay que trabajarla, tengo gallinas, la producción de huevos, y somos más o menos 50 mujeres de la zona que trabajamos en el campo y nos capacitamos constantemente”, revela. Debido a la escasez de agua esta temporada no tuvieron frutos en la huerta, pero gracias a otro productor que tuvo excedente de calabazas, van a hacer dulces para comercializar.
“Hoy estamos todas comunicadas por Whatsapp, aplicando la tecnología, cuando la verdad es que algunas apenas sabían leer y escribir. Nos inscribimos en un red para que cada quien sepa dónde ubica su gallinero, y hacemos ferias al costado la ruta donde cada una ofrece lo que tiene de excedente”, comenta. Son tiempos de curar las colmenas contra la varroa, para que puedan pasar el invierno, y esa es solo una parte del trabajo. “Se hace para que en primavera estén sanas, y la apicultura como todas las actividades del campo es diaria, porque cuando no tenés que abrir colmenas, tenés que restaurar material para poner un poquito mejor las cámaras, pintarlas, sacar la cera que reciclamos de las cosechas; limpiar todo, así que todo el invierno estoy súper entretenida con materiales, poniendo en condiciones todo; y en primavera y verano se controlan las colmenas para que las abejas hagan su trabajo, tranquilas y sanas”, explica.
La “apicultora casual”, como ella misma se bautizó, asegura que queda mucho camino por transitar, y sobre todo, reconocer las debilidades para hacer algo al respecto. “La mayoría de los productores apícolas tienen una actividad principal distinta, por ejemplo, son abogados, médicos, profesores, algunos tienen carpinterías, herrerías, son albañiles, o sea que no se dedican 100% a la apicultura. Somos muy pocos en la Argentina los que nos dedicamos principalmente a la apicultura, esa a es la realidad, y tal vez nos está pasando todo esto porque no hay pureza en la actividad”.
A eso se suma que en las últimas producciones agrícolas no pudieron salvar si quiera los gastos. “Para vivir del campo afrontamos varias actividades a la vez, y como siempre, nos arreglaremos, nos achicaremos, nos adaptaremos; somos muy resilientes y vamos a salir adelante, pero es triste cuando muchos compañeros sienten que están haciendo algo que a nadie le interesa; por más que la exportación de miel genera divisas en el país, no se está teniendo en cuenta”, manifiesta. Se acuerda de otro dicho de su padre, que en las etapas más duras, se repetía a sí mismo: “Dios no nos va a abandonar, él quiere que trabajemos la tierra”.
Otra cuestión que la moviliza es que aunque le consta que las mujeres apícolas siempre han existido, en los datos concretos y en los relevamientos, no aparecen. “La gran mayoría no está registrada, porque el registro de productor apícola lo tiene el esposo, y no la mujer, y en los censos tampoco está discriminado cuántas mujeres son las que se dedican a la actividad; y eso es todo una falla de la organización apícola, más allá del diseño del censo en sí mismo”, argumenta. A modo de anécdota, cuenta que cuando se declararon en estado de emergencia varias actividades de la agricultura a nivel nacional, Alicia fue a registrarse en el municipio que le corresponde por la ubicación de su campo, y cuando preguntó cuántas mujeres había ido, le contestaron: “Ninguna, usted es la única”.
“Somos pocas, no estamos tampoco en los órganos de decisión de las organizaciones. Siempre colaboramos, pero somos ‘satélites de’, y eso eso hace que no tengamos números ni políticas para las mujeres, y sería buenísimo que se diseñe algo únicamente para mujeres apícolas”, proyecta. Sueña con que la labor invisible alguna vez tenga el reconocimiento que siente que merecen, y que se sepa que la apicultura muchas veces “es un trabajo con manos de mujer”.
Hoy es madre de dos ingenieros agrónomos, que van de visita cada vez que pueden, y ella también sigue estudiando. “Me metí en varias carreras, como maestra de grado y hasta analista de sistemas, para aprender de tecnología, y sigo haciendo cursos, sobre liderazgo en las mujeres, cooperativismo, para estar actualizada y acercar conocimiento a donde no está llegando”, comenta. Atenta a su entorno, y luchadora de causas propias y ajenas, Alicia logra capitalizar sus momentos de desesperación y transformarlos en aprendizaje. Aquella preocupación por mantener vivo un proyecto con tanto amor maternal, pasó a ser algo mucho más grande. “Es curioso que mientras todos heredan esta actividad de sus padres, yo la heredé de mi hijo”, concluye.
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