Ricardo Capelli no pudo – tampoco quiso – olvidar nunca los hechos de la noche del 11 de mayo de 1974 a metros de la puerta de la Iglesia San Francisco Solano, en el barrio de Mataderos. Los tuvo siempre en su memoria y, a veces, los revivió como una pesadilla. No solo porque esa noche recibió cuatro balazos en el cuerpo, sino porque allí asesinaron con once disparos de ametralladora a su amigo y mentor, el padre Carlos Mugica, “el cura de los pobres”.
“No me olvido más. Cuando terminó la misa salí hacia el coche porque la gente solía esperar a Carlos para charlar, para felicitarlo. Era un tipo muy carismático. En la puerta lo llama alguien, le dice padre Carlos”. Yo estaba de espaldas a él. En ese momento comenzó una balacera. Caos, gritos, yo recibí cuatro balazos. Cuando estaba en el suelo vi a Carlos de espaldas a la pared, deslizándose y a Almirón a un metro, con una ametralladora envuelta en nylon, acribillándolo. Después sentí un coche que ‘araba’”, contó una vez más hace unos pocos años, cuando ya tenía más de 80, con la misma claridad que el primer día.
El Almirón que nombra Capello era Rodolfo Eduardo Almirón, el “culata” de mayor confianza de José López Rega y, aunque entonces Capello no lo sabía, el jefe operativo de una organización parapolicial surgida de las entrañas del gobierno peronista que todavía no se llamaba Triple A.
La identificación del asesino que hizo Capello está fuera de toda duda. Tanto él como Mugica lo conocían del Ministerio de Bienestar Social y sabían que era de los hombres más cercanos al “Brujo”, como la izquierda del peronismo apodaba al ministro y secretario privado de Perón.
“Era Almirón, el que yo conocía de Bienestar Social, donde trabajábamos con Carlos. En ese momento no se sabía de la existencia de la Triple A y pensé que estaban ahí porque habían decidido ir a una misa de Carlos. Tal vez muy inocente. Nunca pensé que venían a matarlo”, relató años después.
Tiempos violentos
Juan Domingo Perón cursaba su tercera presidencia y hacía apenas diez días que había roto públicamente con el ala izquierda del movimiento, durante el acto en la Plaza de Mayo, cuando hablaba desde el balcón de la Casa Rosada.
Ese día, desde las columnas de la Juventud Peronista y de Montoneros se había increpado al presidente: “¡Qué pasa, ¡qué pasa, qué pasa, General, está lleno de gorilas el gobierno popular!”, fue la consigna que le cantaron. “¡Estúpidos, imberbes!”, les había respondido Perón.
El ala derecha del peronismo había ganado la batalla palaciega por el rumbo del gobierno y Carlos Mugica, aunque no pertenecía a Montoneros, porque no aprobaba la lucha armada, había quedado del otro lado de la vereda. Se había convertido – sin pretenderlo, solo por su posicionamiento a favor de los pobres, de los villeros – en un enemigo, sobre todo para López Rega.
El 11 de mayo a la mañana, los diarios argentinos informaban que el presidente había nombrado al nuevo jefe de la Policía Federal.
El elegido, el comisario general Alberto Villar, alias “Tubo”, encarnaba una señal política clara: anticomunista fanático, iba a encabezar la represión de la izquierda peronista y de la izquierda a secas, siguiendo las directivas de “depurar” el movimiento de los “infiltrados”, como había ordenado el propio Perón en un “documento reservado”.
Rodolfo Almirón también era un hombre surgido de la Federal, y muy cercano al nuevo jefe.
Así estaban las cosas la noche del sábado 11 de mayo, cuando Mugica fue a celebrar la misa a la humilde iglesia de Mataderos. Después del oficio religioso, con Capello tenían planeado ir a comer un asado en la villa para festejar el cumpleaños de un catequista.
En cambio, las balas del grupo de tareas de la Triple A los llevaron al Hospital Salaberry, donde Mugica llegó agonizando. De esa noche de pesadilla, Capello jamás olvidará las últimas palabras que le escuchó a su amigo Carlos antes de morir: “Fuerza, Ricardo, fuerza”, le dijo el cura con un hilo de voz.
“Podría haber sido mi muerte. A veces tengo la culpa de que él tendría que haber vivido y no yo”, dirá muchos años después Ricardo Capello.
Te puede interesar: 15 balas para el padre Mugica: cuando Montoneros lo acusó de “traidor” y la Triple A lo condenó a muerte
Nacido en cuna de oro
Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe nació en Buenos Aires el 7 de octubre de 1930. Era uno de los siete hijos del matrimonio de Adolfo Mugica y de Carmen Echagüe.
Su padre era un político conservador, fundador del Partido Demócrata Nacional. Fue diputado nacional y después ministro de Relaciones Exteriores durante la presidencia del radical intransigente Arturo Frondizi. Carmen provenía de una familia de terratenientes.
Carlos hizo la primaria en el colegio Domingo Faustino Sarmiento, y sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos Aires, del que egresó en 1948.
La familia era católica practicante, aunque con un enfoque de la religión del que, con los años, el futuro cura se iría alejando.
“Nací en el palacio Ugarteche, creo que lo llaman el palacio de los Patos y siempre viví en Barrio Norte; el colegio, mis amigos eran todos como yo. Mi familia tenía una honda fe cristiana y fui criado en un clima de piedad religiosa; pero era una fe trascendentalista, muy preocupada por la salvación del alma, que no turbaba para nada la conformidad que sentíamos hacia todo lo que nos rodeaba. El otro mundo, el mundo de los humildes, no lo conocía”, contó en una entrevista que la revista Cuestionario le hizo en 1973.
Cuando terminó el secundario se inscribió en la carrera de Derecho, pero abandonó en tercer año. “Hasta los diecinueve años no se me había cruzado por la cabeza que yo podría ser sacerdote. A los veintiún años entré en el seminario”, relató en esa charla.
La otra iglesia
A fines de 1954 comenzó a colaborar pastoralmente con el padre Juan José Iriarte en las misiones a conventillos y casas de la parroquia Santa Rosa de Lima, en la zona sur. Con ese cura, Carlos Mugica descubrió que había otra iglesia, muy distinta a la que había conocido en su infancia.
“El padre Iriarte visitaba a la gente de la parroquia; no la esperaba, la iba a buscar. No se trataba solamente de ir con la palabra de Dios; se trataba de recoger la palabra de los hombres. Tratábamos de hablar con la gente, de comprender. Era un barrio popular y la gente humilde siempre tiene problemas; había por supuesto, que evangelizar, llevar a cada uno la seguridad de que todos eran hijos de Dios, pero aparte, había que tratar de llegar a todo lo demás. A fines de 1954 y durante todo el año 55, íbamos con el padre Iriarte a visitar a la gente en sus casas. Una vez por semana, íbamos a un conventillo que quedaba en la calle Catamarca y charlábamos con la gente. Yo preparaba unos muchachos que luego tomaron la primera comunión; los domingos jugábamos al fútbol”, recordaba de aquella primera experiencia.
Por entonces, era un ferviente antiperonista, como toda su familia, pero la labor pastoral también lo cambiaría políticamente.
“Yo fui antiperonista hasta los 26 años y mi proceso de acercamiento al peronismo coincidió con mi cristianización. Es decir, en la medida en que descubrí en el Evangelio, a través de la Teología que la Iglesia es de todos pero ante todo es de los pobres, como decía Juan XXIII y que Cristo evangeliza a todo sin distinción de personas, pero sí con distinción de grupos y prefiere a los de su propia condición, a los pobres, empecé a mirar las cosas desde otro punto de vista”, contó una vez.
En 1968, después de un viaje a Europa, donde asistió a las revueltas del Mayo Francés, se incorporó al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, comprometido con lo que se conocía como “la opción por los pobres”.
Te puede interesar: Adelanto exclusivo: el asesinato del padre Padre Mugica según los archivos desclasificados de la Iglesia
El cura villero
Un año antes había viajado a Bolivia con su amigo Roberto Guevara, el hermano del Che, para reclamar sin suerte los restos del guerrillero fusilado en la escuelita de la Higuera. Para entonces también conocía a los jóvenes que, poco después, constituirían el núcleo fundamental de Montoneros, como Mario Firmenich, Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus.
Había sido su asesor espiritual en la Juventud Estudiantil Católica (JEC), y en 1966 habían viajado a Tartagal, en el Chaco santafecino, para predicar y trabajar con los hacheros más pobres.
Sus caminos se bifurcarían con el surgimiento de Montoneros y su opción por la lucha armada. Cuando Ramus y Abal Medina murieron en un enfrentamiento con la policía en William Morris se sintió culpable.
En su libro “Diario de un clandestino”, el periodista Miguel Bonasso cuenta que Mugica le dijo: “Yo debería estar en Montoneros, porque me siento responsable del camino que tomaron estos chicos, ¿te das cuenta? Yo los forme en aquellas excursiones de scoutismo católico, yo los lleve a la villa de Retiro, para que vean de cerca cómo vivían sus hermanos... Pero no puedo estar ahí y por eso me separe de ellos hace tiempo, porque estoy dispuesto a que me maten pero no estoy dispuesto a matar”.
Por entonces ya trabajaba de lleno en la Villa 31 de Retiro, lo que también le ganó enemigos en los sectores sociales de los cuales provenía y lo puso en la mira de la represión de la dictadura que se llamaba a sí misma “Revolución Argentina”.
“Mugica era el que más y mejor llegaba a los pobres de las villas, el que había visibilizado su causa, el que fascinaba a los medios con su verbo álgido, crítico, irreverente. Y también al que parecía no temerle a nadie: a mediados de 1971 le habían puesto una bomba en el frente del edificio donde vivía, en Gelly y Obes 2230. Su familia le pidió que se fuera del país. Él prefirió quedarse”, escribió hace poco el historiador y periodista Marcelo Larraquy sobre esa etapa de la vida del “cura de los pobres”.
Cuando Perón retornó al país en noviembre de 1972, Mugica lo llevó a visitar la Villa 31 y la capilla del Cristo Obrero. El líder del justicialismo elogió su trabajo allí y eso le valió que, retornado el peronismo al gobierno, lo convocaran a trabajar en el Ministerio de Bienestar Social, el búnker del oscuro paje de Perón, José López Rega.
Antes, le había propuesto encabezar a lista de candidatos de diputados del FREJULI, pero no aceptó por recomendación de sus compañeros del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
En la mira del Brujo
Desde el principio, Mugica y su obra fueron una molestia para José López Rega, que no quería saber nada con ese asesor sin sueldo que, de alguna manera, le había impuesto Juan Domingo Perón.
También le molestaban declaraciones como la que Mugica le hizo a la revista 7 Días en coincidencia con la vuelta del líder:
“Del Evangelio no podemos sacar en conclusión que hoy, ante el desorden establecido, el cristiano deba usar la fuerza. Pero tampoco podemos sacar en conclusión que no deba usarla. Cualquiera de las dos posiciones significaría ideologizar el Evangelio, que más que una ideología es un mensaje de vida. Pasará Marx, pasará el Che Guevara, pasará Mao, y Cristo quedará. Por eso pienso que es tan compatible con el Evangelio la posición de un Luther King como la ideología de un Camilo Torres”.
En el ministerio, Mugica trató de llevar adelante sus propios proyectos – que no eran otros que los de los villeros – a pesar de tenerlas todas en contra.
Promovió la urbanización y la construcción de viviendas de mayor calidad en la Villa 31, al tiempo que se opuso férreamente al traslado compulsivo de los vecinos a los complejos de viviendas del “Plan Alborada”, en el conurbano, que promovía López Rega.
Incluso buscó – con el acuerdo de los vecinos – una solución de compromiso: se mudarían pero con la condición de participar, organizados en cooperativas de trabajo, en la construcción de las viviendas.
López Rega rechazó también esa propuesta: ya tenía acordada la construcción de los complejos con empresas privadas.
Además lo acusó de haberles dado un uso poco claro a 34 millones de pesos del ministerio destinados a la Villa 31.
Frente a esa acusación y la imposibilidad de cristalizar los proyectos de los villeros, Mugica renunció a su cargo el 28 de agosto de 1973. Cuando comunicó su decisión en una asamblea del Movimiento Villero Peronista, dijo que lo hacía porque el ministerio le negaba a los vecinos de las villas “toda participación creadora en la solución de sus problemas”.
Los meses siguientes, Mugica lo vivió bajo constantes amenazas de muerte. A principios de mayo, decidió hablar de su situación con la más alta jerarquía de la iglesia. Pidió una reunión con Pío Laghi, el nuncio apostólico.
-Me están amenazando – le dijo.
-Bueno hijo, quedate tranquilo, te vamos a proteger, vamos a rezar por vos – le contestó Laghi.
Una semana después, Carlos Mugica, el cura de los pobres, fue asesinado a balazos por la Triple A.
Seguir leyendo: