Casi a 47 kilómetros al sudoeste de Puerto Argentino se encuentra el caserío de Fitz Roy, enclavado en la bahía llamada Agradable. Entre islotes, galpones ovejeros y colonias de cormoranes y pingüinos de Magallanes, los británicos levantaron un monolito en recuerdo a los 56 soldados de los buques Sir Galahad, Sir Tristam y Plymouth, caídos el 8 de junio de 1982, en una acción que pasó a la historia como el “día más negro de la flota”.
Simon Weston, un guardia galés que entonces tenía 20 años y que quedó desfigurado por el ataque -46% de su cuerpo quemado y más de 70 operaciones- que es considerado un héroe de guerra en el Reino Unido, instó al primer ministro británico Rishi Sunat a desclasificar los documentos -que recién podrían consultarse en 2065- para conocer las verdaderas causas de este hecho que cobró la vida de 56 hombres. Asegura que la operación llevada adelante por los británicos en Bahía Agradable había sido “una locura”. En septiembre de 1982 hubo una investigación oficial que determinó que el resultado del ataque no se debió a un “error”, sino a “azares ordinarios de la guerra”.
Robin Green, que era el capitán del Sir Tristam, dijo en un libro que la operación había sido “montada apresuradamente sin suficiente pensamiento o planificación”.
Lo que ocurrió el martes 8 de junio de 1982 en Bahía Agradable fue un verdadero infierno.
Además de la cabeza de playa que habían establecido en San Carlos, los británicos buscaban hacerse fuertes en dos posibles lugares para avanzar sobre las posiciones argentinas que protegían a Puerto Argentino. Se pensó en Bahía del Aceite, en el noreste de la isla Soledad, con una sinuosa y estrecha entrada en la costa, pero temieron quedar encerrados por la marina argentina. Y se pensó en Bluff Cove, frente a Puerto Fitz Roy, a 14 millas al suroeste de la capital de las islas. Ese punto fue el elegido.
Tenían dos alternativas: llevar en buques a las tropas de infantería, que demoraría cinco horas o hacerlas caminar cerca de 40 millas, trayecto que cubrirían en dos días. Los británicos le temían a los ataques con misiles Exocet y tenían el dato de que había una batería de ellos en la cercanía de la capital de las islas.
El comandante de las fuerzas terrestres quería un día D en Bahía Agradable para el 6 de junio. Pero la operación no terminaba de convencer.
El objetivo era enviar al Sir Galahad hasta allí para unirse al Sir Tristam -dos buques cuyos nombres referenciaban a dos de los caballeros de la mesa redonda- que el 7 había descargado municiones. El Sir Galahad llevaría a una Compañía de Guardias Galeses junto a una sección de morteros y elementos de apoyo en Puerto Fitz Roy y debían caminar hasta Bluff Cove.
No llevaría escolta naval porque pensaban completar el viaje antes de que las fuerzas argentinas alcanzasen a reaccionar. Robin Green, capitán del Sir Tristam, consciente del peligro al que se enfrentarían, le habían prometido que le enviarían munición antiaérea adicional y veinte misiles Blowpipe, pero nunca lo hicieron.
El día 8, que había amanecido nublado y por momentos se despejaba. Las nubes estaban altas.
Los Guardias Galeses aguardaban en la cubierta del Sir Galahad. Cuando abordaron en San Carlos, su desazón fue comprobar que la mayoría de los camarotes estaban destruidos por una bomba MK-17 que no explotó la mañana del desembarco.
El plan original era que los buques llegasen hasta Bluff Cove, pero por una bajante de aguas debieron dirigirse al asentamiento de Fitz Roy, a cuatro millas de distancia. El Sir Tristam ya estaba en el lugar desde el día anterior.
Frente a Bahía Agradable, esperaban los lanchones de desembarco, que demoraron en llegar. El primero que lo hizo tenía dañada su rampa, lo que originó un nuevo retraso. De todas maneras, los galeses no tenían prisa. En el buque, aprovechaban las cañerías calientes para secar sus ropas humedecidas por los días que habían estado en trincheras y no tenían ningún apuro en bajar nuevamente a la turba húmeda. Muchos estaban en la cafetería del buque viendo una película por video cassette, mientras los jefes hacían la vista gorda.
El alto mando británico comprendió que los Guardias Galeses estaban en grave peligro, más aún cuando el comandante de la 5ª Brigada estaba convencido que esos soldados ya habían sido trasladados la noche anterior.
El movimiento de estos buques ya había sido captado por los radares de Puerto Argentino, que desde el 5 de junio seguía los desplazamientos de naves provenientes desde el norte. También advirtieron el 7 al buque de desembarco Fearless volviendo a toda máquina hacia San Carlos antes de que amaneciera. La información fue comunicada a Comodoro Rivadavia.
Por la mañana, los puestos de observación argentinos comprobaron la presencia de un buque logístico y embarcaciones menores en la zona en cuestión, en operaciones de descarga de material. La novedad fue radiada a la Fuerza Aérea Sur a las 10:26.
Era el día para atacar.
Los pilotos en Río Gallegos se prepararon. Convivían en un bungalow de madera a la que habían bautizado como “la casita Bariloche”, y entre todos se apoyaban y se daban ánimo cuando una cama quedaba vacía. Se despertaban a las siete de la mañana, se vestían con el traje antiexposición, usado en caso de tener que eyectarse, y permanecían en alerta. Sabían que podían salir en cualquier momento.
Ese martes 8 cuando sonó el teléfono, supieron que saldrían. Conocida la misión, se concentraron en ella, y siempre los últimos pensamientos antes de acomodarse en la cabina, eran para la familia.
Se prepararon nueve órdenes fragmentarias y luego otras cinco más. A las 11:55 despegó de Río Gallegos un Hércules KC-130, que los esperaría en las coordenadas 52º 00′ S / 66º 00′ O, en el límite de las 200 millas, para reabastecerlos.
Luego despegaron dos grupos de cuatro A-4B Skyhawk, armados con tres bombas retardadas por paracaídas; también lo hicieron seis M-5 Dagger, con la misma munición y otros seis, armados con cañones, con una misión de diversión sobre islas Salvajes.
Esa primera oleada estaba conformada de ocho aviones: la primera escuadrilla estaba formada por el primer teniente Alberto Fillipini; los tenientes Daniel Gómez y Vicente Autiero y el alférez Hugo Gómez. En la segunda escuadrilla despegaron el capitán Pablo Carballo, el primer teniente Carlos Cachón, el teniente Carlos Rinke y el alférez Leonardo Carmona.
Antes de despegar, los pilotos cumplieron el ritual de despedirse de los compañeros que quedaban en tierra. Los abrazos eran interminables porque el riesgo de no volver era muy alto. Se saludaban como si fuera para siempre.
Al costado de la pista, presenciando el despegue, se alineaban los mecánicos y el personal de base, quienes agitaban banderas, trapos y sus manos.
Los A4-B volaron a diez mil pies y se reabastecieron con el Hércules en el punto convenido. De esos ocho aviones, tres debieron regresar por desperfectos técnicos. Uno de los aviones lo piloteaba el capitán Carballo quien, al pasarle el mando a Cachón, le dijo “hágase cargo de la formación y condúzcala a la gloria”.
El ataque comenzó a las dos de la tarde. A unos 140 kilómetros del blanco, se ordenó el descenso casi al ras del agua. El avión consumiría más combustible pero no serían advertidos por los radares. Al mismo tiempo una escuadrilla de Dagger siguieron un rumbo de acercamiento a las islas desde el norte, volando a una altura que fueran detectables por los radares ingleses, para luego hacer un viraje y regresar a la base. El enemigo mordió el anzuelo: los Harrier salieron a perseguirlos, sin éxito.
En un primer momento los Skyhawk no veían a los buques, pero una de las máquinas, que se había elevado unos metros para acompañar el movimiento de la escuadrilla, distinguió los mástiles de los barcos en Bahía Agradable.
Por VHF, el jefe indicó que él, junto a los aviones 2 y 3 atacarían al primer buque, mientras que el 4 y el 5 se ocuparían del segundo.
“¡Al suelo!”, fue la orden desesperada en la cubierta del Sir Galahad cuando de la nada aparecieron los aviones argentinos. Enseguida oyeron un golpe fuerte y sordo y pareció que el mundo se venía abajo.
El primer A4-B piloteado por el primer teniente Cachón arrojó sus bombas en el centro del buque; el alférez Carmona quiso hacer lo propio pero las bombas no se desprendieron.
El teniente Rinke comprobó los impactos de los proyectiles y lanzó sus bombas que pasaron rozando la cabeza de los británicos, rebotaron en el agua y estallaron en la playa, donde había materiales y hombres.
El lugarteniente Roberts vio gente quemada a su alrededor y demoró segundos en darse cuenta que la piel de sus manos estaba desapareciendo, que el pelo le ardía y sentía que las llamas las tenía muy cerca del rostro.
Una de las bombas había estallado en la cafetería y otra debajo de un vehículo que llevaba combustible para las baterías de misiles Rapier. Se desató un incendio.
Los hombres gritaban, mientras se sucedían las explosiones de las cajas de municiones. La gente comenzó a agolparse en las escaleras que iban a la cubierta. La chimenea voló por el aire.
Algunos hombres temían bajar la escalerilla hasta los botes salvavidas porque les aterraba caer al agua helada al no saber nadar. Sobrevivientes que se habían lanzado por la borda fueron alcanzados por el combustible encendido, que también derritió a los botes salvavidas neumáticos.
Enseguida acudieron cuatro helicópteros Sea King, uno Wessex, cuyas aspas hacían envolver con ese humo negro a los hombres; también se arrojaron balsas y botes salvavidas, mientras que soldados del segundo batallón de paracaidistas asistían a los infortunados galeses y a los tripulantes que alcanzaron la playa en un estado lamentable.
Los tripulantes del Sir Tristam vieron cómo el avión del alférez Gómez arrojaba sus bombas, que cayeron cerca. No así las del teniente Gálvez que no estallaron pero que dos golpearon sobre la línea de flotación por popa. Murieron dos hombres y provocó un incendio.
El éxito de la primera incursión movió a planificar tres salidas más, dos de A4-B y una de A4-C, que partieron cuando la primera escuadrilla estaba aterrizando.
Pero los estarían esperando.
El primer avión vio al Sir Galahad desprendiendo una gruesa columna de humo y cerca el lanchón de desembarco Foxtrot-4. Se lanzó al ataque con la escuadrilla.
El avión del primer teniente Danilo Bolzán, un entrerriano de 26 años fue blanco de un misil Seawinder disparado por un Sea Harrier, no alcanzó a eyectarse y cayó en Hammond Point, en tierras de una estancia privada; su numeral el teniente Juan Arrarás, un platense que hacía pocos días había cumplido 25 años y que le decían “el turco”, fue derribado por Sea Harrier luego de bombardear un lanchón de desembarco y tampoco se eyectó; el tercer avión piloteado por el alférez Jorge Vázquez, rosarino de 24 años, también fue alcanzado por un misil disparado por un Sea Harrier. Cayó a dos millas al norte de la isla Middle.
Su compañero Sánchez -que por radio les había advertido a sus compañeros de los misiles- alcanzó a ver cuando el proyectil destruyó el avión de Vázquez. No podía creer que su amigo y camarada hubiese muerto de esa manera.
Sánchez, el único sobreviviente de su escuadrilla, viviría una terrible odisea. Cuando había sido reabastecido en el viaje de ida, se dio cuenta de que uno de sus tanques no se había llenado completamente. Aún sabiendo que no podría regresar al continente, continuó en la misión. A riesgo de ser detectado, tomó altura y bajó la potencia para economizar combustible. Tenía un último recurso: comunicarse con el Hércules abastecedor y rezar que aún estuviese en la zona, cosa que así fue.
El pedido de Sánchez se transformó en un ruego desesperado, y el vicecomodoro Alfredo Cano, al mando del Hércules, le pidió calma. “No se preocupe enano, que hemos interceptado su comunicación y mientras quede una chancha en vuelo, usted no se va a bañar en otro lugar que no sea el Casino de Oficiales”. Cano se arriesgó más de la cuenta porque para encontrarse con Sánchez debió volar hacia las islas, y quedó expuesto a un ataque. El aviador admitió más tarde que “la situación valió la pena”. Finalmente pudo reabastecerlo.
A las tres de la tarde despegó de Río Gallegos la segunda oleada que a las 16:50 hundió la lancha de desembarco Fearless, que transportaba vehículos, perdiendo la vida media docena de marines. La embarcación terminaría hundiéndose con su carga.
Una tercera oleada estaba formada por A-4C del Grupo 4 de Caza, armados con bombas retardadas por paracaídas. A las 15:36 despegaron el capitán Mario Caffarati; los tenientes Atilio Zattara y Daniel Paredi y el alférez Carlos Codrington. Encontraron una intensa actividad antiaérea enemiga, donde les disparaban con todo: desde misiles hasta con armas portátiles.
Decidieron arrojar las bombas en donde se concentraron las tropas y los suministros y escaparon perseguidos por los misiles. El infierno que se había desatado entre el fuego antiaéreo, las estelas de los misiles y los disparos de armas automáticas era tal que Paredi sacó de su libreta una foto de su esposa y de su hija. Si moría, quería que esa fuera la última imagen que le quedase grabada.
El mismo día, dos escuadrillas de Dagger atacaron a la fragata Plymouth, que navegaba en el Estrecho de San Carlos, cerca de Darwin y que había estado bombardeando el monte Rosalía, en la isla Gran Malvina.
Las dos secciones estaban conformadas por el capitán Carlos Rohde, jefe de la misión y los primeros tenientes José Gabari y Jorge Ratti; la segunda por el capitán Amílcar Cimatti, el mayor Carlos Martínez y el teniente Carlos Antonietti, que debió regresar antes cuando un pájaro destrozó su parabrisas.
Los Dagger se aproximaron por popa volando a tres metros sobre el agua y a 900 kilómetros por hora. El avión de Amílcar Cimatti arrojó las bombas y pasó entre los mástiles, mientras le disparaban.
Le arrojaron diez bombas, y cinco impactaron en el buque. Una afectó el departamento de carga. Otra entró por su chimenea. El bombardeo provocó que estallase una carga de profundidad, y se desencadenó un incendio. Tuvo dos heridos graves y 15 de menor consideración. Fue la última misión de este barco.
Estaba oscureciendo cuando Sánchez aterrizó en San Julián. Transpirado y shoqueado, le partió el alma ver a los mecánicos que esperaban en vano el regreso de los pilotos que habían sido derribados.
La noche del domingo 6 había compartido un asado en la casa de la familia Arcuri que, sin conocerlos, quiso homenajearlos por lo que estaban haciendo. Entre otros fueron Bolzán, Arrarás, Vázquez y Sánchez.
Mientras tanto, los heridos británicos fueron trasladados a San Carlos, mientras dos compañías del Batallón 40 de Infantería de Marina fueron movilizados a Fitz Roy.
Los ingleses declararon 50 muertos y 57 heridos, casi todos con graves quemaduras; 39 muertos y 28 heridos correspondían a los Guardias Galeses. El gobierno inglés informó ese día de solo cinco marinos heridos. Recién el 13 de junio Gran Bretaña reconoció 50 muertos y 60 heridos. Pero el buque hospital Uganda había recibido ese día, en cuatro horas, 159 heridos.
“Todavía no veo el posible final de esta guerra y el único consuelo es que tal vez los argentinos tampoco lo vean”, anotó ese día en su diario el vicealmirante Woodward.
La acción de esa jornada pasó a la historia como el “día más negro de la flota”, tal como lo definió el ministro de Defensa John Nott. Tal fue el golpe que Alexander Haig, secretario de estado norteamericano envió declaraciones de aliento al gobierno británico.
Fue la mayor derrota británica desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando se decretó el cese de hostilidades, se hizo una cena previa al regreso de los pilotos a sus unidades. El primer teniente Sánchez le pidió a vicecomodoro Cano hablar a solas. “Señor, usted es mi papá”, le dijo, y le puso en su cuello el rosario que lo había acompañado durante toda la guerra.
Fue la única vez, en esos meses, que Cano lloró.
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