“¿Puede usted recordar alguna época tan llena de muerte como la actual?”
Esa pregunta formulaba Sigmund Freud en una carta escrita en 1920. Le había tocado a él, a sus afectos. Y, a partir de ese momento, no podía dejar. Eso que él había planteado de manera abstracta, se había vuelto concreto, se había convertido en una presencia constante, insoportable.
El final de la Primera Guerra Mundial parecía el comienzo de una historia luminosa, en la que la vida se impondría. Pero el mundo no podía despejar la nube de muerte que oscurecía cada día. La Gripe Española hacía estragos desde hacía dos años. Cuando comenzó en 1918 se pensó que en unos meses todo habría pasado. Pero, implacable y voraz, desplegó su poder letal hasta bien entrado 1920. Atacó por olas. Y encada una de ellas su poder era cada vez más destructor y más lejano. Se esparció por todos los rincones del mundo. Si la Gran Guerra había dejado un tendal impresionante de muertos, la pandemia multiplicó esas cifras por cuatro. Se estima que la Gripe Española provocó más de 50 millones de muertes.
Una de esas víctimas fue Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. Aunque él haya seguido con vida. La Gripe Española mató algo dentro suyo, lo transformó de manera definitiva. Casi como en un juego del destino, debió enfrentarse con la muerte en tiempos de paz.
En julio de 1919, se pegó un tiro en la sien Viktor Taut, uno de sus discípulos dilectos. Con pesar, Freud escribió que Taut era un hombre de muchas mujeres, que su creciente depresión era una sombra que se cernía sobre él y que no había logrado reponerse de las cosas que había vivido combatiendo en el frente. Había un cierto dolor, algo de consternación, pero no sorpresa en sus palabras.
El 20 de enero de 1920, también murió un colega de cercano. Anton Von Freund tenía 40 años.
Pero el verdadero cimbronazo para Freud llegó cinco días después. Su quinta hija, la que muchos dicen que era su preferida, Sophie, moría tras haber contraído la llamada Fiebre Española.
Sophie había nacido en 1893. Era vivaz, inquieta, muy bella e inteligente. Fue, según el testimonio de algunos de sus cinco hermanos, la única que logró ablandar a su padre, la que penetró en el carácter hosco y poco afectuoso de Sigmund.
Sophie se casó, a los veinte años, con Max Halberstadt, un fotógrafo de Hamburgo. Freud aceptó el casamiento con alegría. La pareja se quería y Max parecía confiable y trabajador. La única condición que le puso a su hija es que estuvieran comunicados todo el tiempo, que no dejara de escribirle. Así la correspondencia entre Sophie y su padre fue muy prolífica y detallada. En este punto podemos apreciar algunas de las diferencias de trato de Freud con Sophie. Se conservan muchas cartas entre él y Anna, otra de sus hijas (la que luego sería una reconocida psicóloga). Ella en varias ocasiones le reclama a su padre que no recibe respuesta a sus cartas. Le pide más frecuencia y más velocidad en la respuesta. Freud no parecía inmutarse.
El matrimonio de Max y Sophie le dio dos nietos a Freud: Ernst y Heinz.
Luego de quedar embarazada de Heinz, Sophie le escribió a su padre contándole que la situación económica de la pareja era un poco apretada. Freud le dijo que se despreocupara, que él los iba a ayudar. Pero menos de dos años después, sin buscarlo, llegó el tercer embarazo. Conociendo el pésimo carácter de su padre, Sophie tomó sus recaudos a la hora de contárselo, en especial porque su familia dependía de los aportes económicos de Sigmund Freud. Pero su padre reaccionó de manera inesperada para ella. La tranquilizó con dulzura y comprensión (tal vez modos que sólo lograba sacarle Sophie, en su calidad de hija favorita): “Tu madre pasó por circunstancias mucho más difíciles y aceptó los embarazos uno tras otro. Si no lo hubiese hecho tal vez Max no tendría esposa o tendría otra muy distinta. ¿Qué hay que hacer de acá en adelante? Tomarse muy en serio la tarea del control y ya que en Hamburgo los médicos son tan retrógrados, viajar a Berlín y conseguir el único método de protección confiable”, le escribió.
La enfermedad golpeó a Sophie de improviso. Y con velocidad. Desde los primeros síntomas hasta su fallecimiento pasaron sólo cinco días. Freud y su esposa se enteraron de la muerte de su hija dos días después de acaecida. La carta tan temida pasó bajo la puerta de su domicilio.
Esa misma noche Freud le escribió al pastor Oskar Pfister: “Esta tarde nos dieron la noticia de que la neumonía por el virus de la influenza nos arrebató a nuestra dulce Sophie en Hamburgo. Nos la arrebató a pesar de que tenía una salud radiante y una vida plena y activa como buena madre y amante esposa, todo en cuestión de cuatro o cinco días, como si nunca hubiera existido”.
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Freud se preocupaba por la salud de Anna. Ella parecía frágil y había tenido varias internaciones; le preocupan la anemia y la extrema delgadez, signos- de esos tiempos- de que algo no funcionaba demasiado bien en su cuerpo. Pero nunca supuso que Sophie podía estar en peligro.
Freud, también, reconoció que él estaba preparado para la muerte de sus hijos varones. Eso es lo que hacía la guerra: matar a los varones. Pero los padres seguían conservando a las hijas, a las mujeres. Sintió que la situación era doblemente antinatural. Perdía a quien no debía y además el orden se había alterado: por lo general, primero se van los padres.
La carta a Pister, escrita en carne viva, continuaba: “Aunque estuvimos preocupados durante un par de días, manteníamos la esperanza, pero juzgar desde la distancia es muy difícil. Y esta distancia debía seguir siendo distancia, no pudimos partir inmediatamente, como habíamos previsto después de las primeras noticias alarmantes, porque no había ningún tren, ni siquiera para una situación de emergencia. La evidente brutalidad de nuestros tiempos pesa sobre nosotros. Mañana la cremarán”.
Freud y su esposa no pudieron ni siquiera asistir al funeral de Sophie.
En una carta que escribe veinte días después, en febrero de 1920, Sigmund Freud consigna: “No sé si alguna vez volveremos a ser alcanzados por la alegría. Mi esposa está muy golpeada. Esta tragedia la abatió con dureza”.
En 1933 durante una sesión de terapia, la poeta Hilda Doolittle hizo referencia a la Primera Guerra Mundial. Freud le dijo que lo que él recordaba de ese tiempo era la Gripe Española y le mostró un medallón que tenía colgado junto a su reloj de bolsillo. “En esa época perdí a mi hija más adorada pero al menos la llevo acá”, dijo mientras le mostraba la foto de Sophie que siempre lo acompañaba.
El desconsuelo por la ausencia de su hija lo hizo hasta desear ser creyente: “Como soy profundamente ateo, no tengo a nadie a quien culpar”. Tal vez la religión, la creencia de una vida ulterior, supone, lo habría ayudado: “No sé qué más se puede decir. Es un hecho de efecto tan paralizante, que no puede inspirar reflexión alguna a quien no es un creyente, cosa que le evitaría a uno todos los conflictos consiguientes”.
El caso de su hija sirvió también para que expusiera sus ideas sobre la anticoncepción. Dado que la evidencia científica en ese tiempo era débil, atribuyó la muerte fulminante de Sophie al haber estado cursando un embarazo. Eso la habría debilitado permitiendo que la Influenza hiciera su trabajo letal. Aunque hoy algunos especulen con que el deceso de Sophie se debió a un aborto clandestino. Por eso en su correspondencia posterior, en la que transmitía su dolor y las maneras en que transitaba su duelo, se queja con amargura de que las autoridades no incentiven la anticoncepción en las parejas casadas (hace la aclaración de “casadas”). “El infeliz destino de mi hija parece albergar una advertencia que no suele tomarse muy en serio. Por una ley necia e inhumana que obliga a continuar el embarazo a mujeres que no quieren hacerlo, se vuelve evidente que los médicos deben indicar los medios adecuados e inocuos para prevenir embarazos (matrimoniales) no deseados. Espero que al menos casos como el de Sophie sirvan para que los ginecólogos reconozcan la importancia de su tarea”.”
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A principios de la década del veinte, a Freud le descubrieron un cáncer en la boca. Además de los problemas médicos, del dolor y de la incertidumbre, le traía enormes dificultades para hablar, comer y fumar. La enfermedad lo acompañó largos años, modificando (empeorando aún más) su carácter.
Sin embargo el golpe más duro, el definitivo, llegó poco más de tres años después. El segundo hijo de Sophie, su nieto Heinz (al que le decían Heinele) de cuatro años murió de tuberculosis el 19 de junio de 1923. El chico, desde la muerte de su madre, estaba al cuidado de Mathilde, su tía, la hija mayor de Freud. El desconsuelo del creador del psicoanálisis fue incurable. El chico era frágil y simpático. Y Freud tenía con él una relación de mayor cercanía que con el resto.
El progreso de la enfermedad de su nieto volvió previsible el final. Esta vez no hubo sorpresa pero el estar avisado no lo ayudó ni a prepararse ni a morigerar el dolor. Unas semanas antes del deceso, Freud, conociendo el inexorable destino, le escribe a Lajos Levy: “Esta pérdida es insoportable. No creo haber pasado jamás por una pena tan grande. Quizá mi propia enfermedad contribuya al disgusto. Trabajo por pura necesidad porque todo ya perdió significado para mí”.
Uno de los biógrafos de Sigmund Freud afirma que la muerte de Heinz provocó que, por única vez en su vida adulta, Freud llorara. Esa muerte, coinciden los investigadores, fue la que más lo afectó. Ni la de su padre, ni siquiera la de su hija Sophie se pueden comparar, pese al profundo desgarro que ocasionaron. En marzo de 1928, cinco años después de la partida de su nieto, Freud en otra carta, esta vez a Ernest Jones escribía: “Sophie era una hija muy querida pero no era una niña. Pero tres años después cuando Heine murió, me cansé para siempre de la vida. Él era un espíritu superior y tenía una inefable gracia espiritual”.
Algo murió dentro de Sigmund Freud luego del deceso de su nieto Heinz. Quedó roto, perdió todo impulso vital. Ese golpe fue insoportable, mucho peor incluso que el cáncer. “Ese nene había tomado, para mí, el lugar de todos mis hijos y del resto de mis nietos. Y desde que murió, no me ocupo más de mis nietos, no les presto atención. Tampoco encuentro ninguna cosa disfrutable en la vida. Ese es el secreto de mi indiferencia -que alguno llamaron coraje- a la amenaza hacia mi propia vida”.
Tiempo después reconoció que desde lo de Heinz ya no pudo generar nuevos afectos. Sólo conservaba los anteriores pero morigerados, como en sordina.
Más allá del análisis de los casos clínicos, la experiencia personal modificó de manera definitiva su concepción del duelo. Esas muertes lo atravesaron y lo modificaron. No siguió pensando lo mismo. El dolor profundo y los diferentes estadios y transformaciones del mismo a través del tiempo se le presentaron como evidentes.
Si en 1915 hablaba de sustitución del objeto amado y perdido, tras sus propias pérdidas varía esas conclusiones, las complejiza y completa. Sostenía, a partir de su propio dolor, que toda muerte de un ser querido deja a las personas inconsolables, que se tiene conciencia de que son irremplazables y que el hueco que dejan es imposible de llenar. Y en caso de que algo venga a ocupar ese lugar, será absolutamente distinto y sólo perpetuará la ausencia anterior.
En 1929, nueve años después del fallecimiento de su hija y seis después del de su nieto, escribía en una carta a uno de sus discípulos: “Aunque sabemos que después de una pérdida así el estado agudo de pena va aminorándose gradualmente, también nos damos cuenta de que continuaremos inconsolables y que nunca encontraremos con qué rellenar adecuadamente el hueco, pues aun en el caso de que llegara a cubrirse totalmente, se habría convertido en algo distinto. Así debe ser. Es el único modo de perpetuar los amores a los que no deseamos renunciar. El dolor siempre está ahí”.
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