La mañana del martes 4 de mayo de 1982 desalentaba a cualquier persona que quisiera volar. Chaparrones, niebla, fuertes vientos y una espesa nubosidad que reducían la visibilidad invitaban a quedarse en tierra. Sin embargo, era ideal para los aviones de combate, ya que había menos probabilidades de ser detectados por el enemigo.
La operación que terminó con el ataque al destructor Sheffield había comenzado la noche anterior cuando se ordenó un vuelo de exploración sobre Puerto Argentino para comprobar si estaba libre para el ingreso de tres Hércules que despegarían de Comodoro Rivadavia.
Como explorador, se usó un avión Lockheed Neptune, al mando del capitán de corbeta Ernesto Proni Leston, y con una tripulación de diez hombres. Construido al final de la Segunda Guerra Mundial, eran naves usadas para búsqueda antisubmarina. Era uno de los pocos que aún volaban, con instrumental que superaban los treinta años de antigüedad. En el resto del mundo ya eran piezas de museos. Había dos de ellos en el teatro de operaciones.
El Neptune despegó a las 4 y cinco de la mañana de ese martes 4 de mayo de 1982. Su orden fue de posicionarse al sudoeste de Puerto Argentino.
Para los británicos, no fue una jornada productiva. Antes del amanecer un avión Vulcan arrojó 21 bombas de mil libras para destruir la pista en Puerto Argentino. Pero el proyectil que cayó más cerca fue a unos sesenta metros de la cabecera oeste y solo logró sobresaltar a la guarnición del regimiento de infantería 25.
Del portaaviones Hermes se despacharon tres Sea Harrier para atacar el aeródromo de los Pucará en Darwin. Dos fueron derribados por la tercera sección de la Batería B del GADA 601 y un tercero arrojó una bomba y escapó del lugar.
Cuando el 1 de mayo la Fuerza Aérea desplegó 57 misiones, el vicealmirante John Sandy Woodward, comandante de la Task Force británica, eligió la prudencia: dio la orden de que la flota se situase en un lugar más alejado del alcance de los aviones argentinos.
Los buques se habían dispuesto en una formación habitual como para defenderse de un ataque aéreo. Los portaaviones Hermes y el Invincible estaban protegidos por los destructores Sheffield, Coventry y Glasgow. Entre ellos y los destructores estaban las fragatas Arrow, Yarmouth y Alacrity y el destructor Glamorgan. Detrás tres buques menores fueron dispuestos para confundir a los radares argentinos.
Ese 4 de mayo desde el Hermes los británicos no tenían señales claras de la inminencia de un ataque a la flota.
El destructor Sheffield había sido botado en 1971. El armamento que disponía para defenderse de un ataque aéreo constaba de misiles Sea Dart, un cañón Vickers de 4,5 pulgadas y dos cañones de 20 mm.
Nuestro país tenía dos destructores de ese tipo, el Hércules y la Santísima Trinidad.
El Sheffield estaba junto a sus gemelos el Coventry y el Glasgow. Tenía una tripulación de 288 hombres, quienes hacía cinco meses que estaban a bordo. Venía de realizar maniobras en el Mediterráneo y su capitán era James Salt, cuyo papá, capitán del submarino Triad, fue declarado desaparecido en la segunda guerra. El propio Woodward había sido su primer comandante.
A las 6 y cinco el Neptune, que participaba de vuelos en búsqueda de náufragos del Crucero General Belgrano, detectó por radar a un buque enemigo a unas 90 millas y dos horas después comprobó que navegaba hacia el norte. A las 8:45 la pantalla del radar indicó tres buques, dos medianos y uno grande. Reportó el hallazgo.
Se decidió atacar.
Esa mañana, en la base de Río Grande, la escuadrilla se preparó para el vuelo, se determinó el lugar de reabastecimiento en aire y determinaron el perfil de ataque.
A las nueve de la mañana comenzaron a alistar dos Super Etendard, armados con misiles Exocet AM 39. En 1979 nuestro país había cerrado una operación con Francia para la adquisición de 14 Super Etendard a la Dassault-Breguet para renovar a los Skyhawk A4Q. Asimismo se habían comprado misiles Exocet.
A fines de 1981 llegaron cinco aviones y cuando estalló la guerra el resto permaneció en un depósito naval en Francia.
Francia tranquilizó a Gran Bretaña sobre los misiles, informándole que para ser disparados restaba hacerles una puesta a punto, que había quedado pendiente.
Los cuatro Super Etendard esperaban su momento de entrar en acción en la base aeronaval de Río Grande, en la II Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque, cuyo jefe era el capitán de navío Jorge Colombo. Un quinto avión se usó para repuestos.
El avión 3-A-202 estaba piloteado por el capitán de corbeta Augusto Bedacarratz, guía de la formación y segundo comandante de la escuadrilla y el otro, el 3-A-203 por el teniente de navío Armando Mayora, numeral, quienes ya habían volado junto y se entendían muy bien. Despegaron a las 9 y media de la mañana en medio de muchos ‘viva la Patria’ y de aliento a los pilotos.
Primero despegó Bedacarratz; diez segundos después, Mayora. También lo hizo un Hércules, que debía reabastecerlos en aire.
Dos caza bombarderos Mirage M-5 Dagger de la Fuerza Aérea les brindarían protección durante un tramo, mientras dos Lear jet del Escuadrón Fénix -aviones civiles sin artillar- volaron para mostrarse en los radares ingleses con el propósito de distraer a los Harriers. Infobae consultó al entonces primer teniente Eduardo Bianco y al teniente Luis Herrera, participantes de ese vuelo. Aclararon que ellos debían cumplir una orden pero ignoraban la misión principal que se llevaría a cabo.
Volaban bajo, casi al ras del agua para no ser detectados por los radares enemigos. La orden fue apagar la radio y la comunicación entre los pilotos eran por señas. Concentrados, minuto a minuto repasaban mentalmente todos los detalles de la misión que habían planificado minuciosamente en tierra.
A 240 kilómetros al oeste de Malvinas completaron sus tanques de combustible con el Hércules KC-130 al mando del vicecomodoro Eduardo Pessana que los esperaba en el lugar convenido. Las dos máquinas continuaron su vuelo rasante. El avión Neptune, luego de transmitirles la posición de un par de blancos, había virado hacia el sur, simulando que se dirigía al lugar donde había sido hundido el crucero General Belgrano y volvió al continente.
El momento culminante fue cuando, a unos 180 kilómetros del blanco, los aviones descendieron casi al ras del agua. En esa instancia volaban sin escolta, porque lo que primaba era el factor sorpresa.
La única duda era si el misil funcionaría. La puesta a punto había sido realizada por los técnicos de la Armada.
Los pilotos armaron los misiles para que impactasen en el blanco que aparecía más grande. Treparon para emitir con el radar y confirmar la dirección del proyectil, con el enorme riesgo de ser detectados por los británicos.
A 25 kilómetros de donde estaban las naves, Bedacarratz dio la orden de disparar. Eran las 11:04. Por el ruido, Mayora no alcanzó a escucharlo y disparó su misil cuando vio que lo hacía su compañero.
Ese segundo y medio que demora el Exocet en desprenderse y encenderse les pareció eternos, ansiosos y expectantes.
Los pilotos sintieron el sacudón del avión cuando el misil -que se transporta debajo del ala derecha- se desprendió. Se lanzó a 550 nudos -cerca de los mil kilómetros por hora- y a una altura de 150 metros para evitar que fuera por debajo del agua.
Las dos máquinas viraron violentamente a la derecha y emprendieron el regreso. El Hércules los esperó para un nuevo reabastecimiento, pero los hombres tenían combustible suficiente. Aterrizaron en Río Grande minutos después del mediodía, sin saber si habían dado en el blanco.
La confirmación llegaría a través del noticiero de la BBC de las nueve de la noche cuando el portavoz del ministerio de defensa Michael Nicholson se encargó de confirmar el ataque.
La velocidad del proyectil hizo que en el Sheffield lo detectaran unos segundos antes del impacto. Solo alcanzó para dar una sola orden. “¡Cúbranse!”. El misil ingresó en el medio, por estribor, justo en el compartimento dos, cerca del cuarto de máquinas y de la sala de operaciones. Entró a unos cuatro metros por debajo de la cubierta y explotó para afuera y para arriba. El otro misil se habría perdido en el mar cuando se le terminó el combustible aunque se asegura que también había hecho impacto.
De todas formas, el misil paralizó a todo el buque.
Se declaró un importante incendio que afectó a las bombas de agua, y no había forma de combatirlo. La cubierta comenzó a tomar temperatura que los hombres percibían en los pies, aun con los calzados. El metal alrededor del boquete que había abierto, estaba rojo candente.
Un espeso humo negro, con penetrante olor acre, inundó el buque y varios hombres murieron por su inhalación.
Los británicos temían un ataque submarino y desde el Glasgow se arrojaron cargas de profundidad.
Después de cinco horas, se resolvió que el buque era irrecuperable y fue alejado de las otras naves. Seis días después se lo intentó remolcar a las Georgias, pero dio una vuelta de campana y se hundió.
Tuvo 20 muertos -un herido moriría días después- y 63 heridos. La fragata Arrow rescató a los sobrevivientes.
El ataque obligó a los británicos a modificar los planes de la flota. El Sheffield se convirtió, en las heladas aguas del Atlántico Sur, en el primer barco de la armada inglesa en ser alcanzado por un misil desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
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