Fructuoso Álvarez González era pariente político de los Bagnato: estaba casado con una prima de José, el padre de la familia. Asistía a las fiestas familiares y hasta habían compartido algunas vacaciones. A comienzos de la década del ‘90, José Bagnato había empezado a tener dificultades económicas en su fábrica de zapatillas -Rainbow-: la apertura comercial de las importaciones acorralaba su competitividad en el mercado. Pensó en cerrarla, dejar la fabricación y dedicarse solo a la distribución hasta que Fructuoso Álvarez González, Cacho para todos, le ofreció una solución. “¿Estás loco? ¿Cuánto es lo que te está faltando? El lunes voy y lo hablamos”, le dijo a José.
“Ese lunes, cuando mi viejo llegó a casa a la noche, le dijo a mi mamá: ‘Vino Cacho, a Cacho lo mandó Dios’”, recordó siempre Matías Bagnato, el mayor de los tres hermanos. Cacho era dueño de agencias de automóviles y salas de videojuegos. También el administrador de Casandra, un prostíbulo. Se hicieron socios. Habían acordado que Cacho pagaría la deuda que sacaría del ahogo a José y se cobraría el préstamo en cheques. Pero la sociedad no duró más que un año. Cacho exigía el pago de un interés mensual que no había sido convenido en la construcción del pacto. Uno reclamaba el pago de cientos de miles de dólares. El otro creía que solo eran 40 mil.
Álvarez González citó a Norma, la mamá de José, para discutir el monto de la deuda reclamada. La mujer asistió a la reunión con ánimo de componer las cosas. Ella era la dueña del edificio donde funcionaba la fábrica de zapatillas. Lo que sucedería en ese encuentro fue un funesto anticipo de lo que pasaría después. El hombre esperaba a Norma Bagnato con un abogado: quiso instigarla a firmar un documento reconociendo una deuda muy superior a la real. Ella se negó. Él empezó a ejercer violencia física: le tiraba de los pelos y la golpeaba en la cara. El abogado le aconsejó que fuera prolijo: “No le pegues fuerte, no le dejes marcas”. Como ella no cedía, la obligó a aspirar cocaína.
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En ese momento, bajó las escaleras la esposa de Fructuoso y le rogó que “a la tía no le hagas eso”. Él replicó: “Subí porque si no te mato a vos y a tu hija”. Ella no tuvo más remedio que obedecer. La siguiente presión a la abuela de Matías fue la vejación sexual: Fructuoso Álvarez González se bajó los pantalones y refregó sus genitales contra la cara de la mujer, obligándola a tocarlo.
Afortunadamente, la esposa había atinado a llamar a la casa de José, su primo, para contarle lo que estaba pasando. Los padres de Matías llegaron corriendo y pusieron fin a la tortura. El hombre huyó por los techos de la casa. La familia Bagnato hizo la denuncia en la comisaría 45. Era octubre de 1993.
Fructuoso Álvarez González, entonces, empezó el hostigamiento por teléfono. Llamaba a la familia Bagnato por la madrugada. A veces atendía José, a veces atendía Alicia. Del otro lado de la línea el que hablaba siempre era Cacho. “Levanten la denuncia porque los quemo a todos”, los amenazaba y les cortaba. Después volvía a llamar para pedir disculpas. Se comunicaba también por la tarde, cuando los hijos del matrimonio estaban solos en su casa. “Hacía ruidos, respiraba, hacía como la voz de un monstruo”, contó Matías. Él y su hermano, Fernando, sabían que el que se escondía del otro lado del teléfono se trataba de Cacho, el ex socio de su papá.
El 16 de febrero de 1994, Norma viajó a Mar del Plata. José y Alicia querían alejarla de la pesadilla vivida y ponerla a salvo de nuevas agresiones. Esa noche, Alejandro, el menor de los hermanos, invitó a un amigo a dormir en la casa: estaba libre la cama de la abuela. Al día siguiente, el 17 de febrero, Fructuoso Álvarez González cumplió su amenaza: incendió la casa con toda la familia adentro.
En una nota publicada en Infobae en 2019, Matías Bagnato contó que esa madrugada se despertó con la sensación de tener “una madera atravesada en la garganta”. Se asomó por la ventana y descubrió que sobre la calle estaba Norberto, un vecino, que le ordenaba que saltara. “¡Prendieron fuego la casa!”, le gritaba. Era un caos, una pesadilla real. Se le había presentado en su habitación y en su casa. Matías le pidió a su vecino que esperara, que antes iba a avisarle a sus papás. Se sacó la remera para cubrirse la boca. Abrió la puerta de su cuarto, pero no pudo avanzar. El fuego lo amenazaba desde el pasillo. Antes de escapar por la ventana, gritó que no se preocuparan por él. Tal vez alguien lo escucharía.
“Cuando miré para abajo, vi que había fuego hasta la mitad de la calle”, relató Matías, años después. No recuerda cómo llegó a la vereda de su casa del barrio de Flores, ubicada sobre Baldomero Fernández Moreno, casi esquina Pumacahua. Lo que supo fue a través de la reconstrucción de los testigos. Desde la vereda, escuchó el grito desesperado de su hermano Fernando: “¡Me quemo, me quemo!”.
Fernando, de 14 años, murió. Sus padres, José, de 42 años, y Alicia, de 40, también. Su hermanito Alejandro, de 9, y el amiguito que dormía ahí, Nicolás Borda, de 11, también. Solo Matías, de 16 años, sobrevivió a esa madrugada que fue bautizada por los medios como la masacre de Flores.
Los bomberos extinguieron las llamas después de seis horas de trabajo. Las pericias determinaron que hubo cinco focos de incendio: tres en la planta alta y dos en la planta baja. Matías siempre lo supo: Cacho había sido el autor de la matanza. “Él fue a matar. Conocía la casa a la perfección”, explicó. La justicia lo condenó, en 1995, a prisión perpetua por “homicidio agravado por un medio idóneo para crear un peligro común”, y en 2004 consiguió la extradición a España, su país de origen. Por una incongruencia en las condenas -en España no existió la cadena perpetua hasta 2015- y por un error en el fallo inicial -figuraba que el asesinato había sido en 1990 y no 1994-, Fructuoso quedó libre el 22 de noviembre de 2008.
Según los registros de la Policía Aeroportuaria y Migraciones, Álvarez González pudo entrar al menos seis veces a la Argentina. Tenía la libertad firmada en España y en el país nadie se había opuesto a su ingreso. Le habían dado aviso al juez Axel López pero sin haber obtenido respuestas. Una madrugada cualquiera de 2010, a las 3.30, sonó el teléfono en la casa de Matías, que por entonces era tripulante de cabina de Aerolíneas Argentinas. Pensó que podía ser algo relacionado a su trabajo y atendió. “Te quemaste”, le dijeron. Reconoció en esa voz impostada y en la respiración exagerada a la misma persona que lo llamaba por las tardes cuando era un adolescente para amenazar a su familia. Matías volvió a caer en el trauma. Había estado meses sin poder bañarse porque el vapor le hacía recordar al humo del incendio. Le tenía pánico al fuego: había tardado años en volver a encender una hornalla o una estufa.
Fructuoso Álvarez González fue detenido el 4 de diciembre de 2011 por agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA) durante un allanamiento en una casa en Tortuguitas. “Es un psicópata que no tiene ningún tipo de recuperación, como demostró cuando salió libre y me amenazó. En los estudios disciplinarios del penal de Ezeiza dice claramente que no tiene arrepentimiento ni empatiza con el dolor ajeno, que demuestra un marcado desprecio y odio hacia mi persona”, relató Matías, convertido con los años en un incansable luchador por la integridad de las víctimas, responsable del Observatorio de Víctimas de Delitos.
Detenido en el penal de Ezeiza, su defensa intentó que vuelva a ser deportado del país en 2018, que se fijara la duración exacta de su pena y que se le concediera la prisión domiciliaria. Todos los pedidos fueron rechazados. Pero el 3 de febrero de 2023, la jueza subrogante María Jimena Monsalve ordenó que sea incorporado en un programa de “prelibertad”. La Justicia solicitó que a Fructuoso Álvarez González se le realicen los estudios correspondientes para determinar si está en condiciones de acceder a ese beneficio, tal como establece la ley. Los plazos le daban, su conducta no.
Lo habían operado de la cadera. Se le había infectado la prótesis. Desde el 4 de abril estaba internado en el hospital de Ezeiza. Lo atacaron múltiples paros cardiorrespiratorios. Los intentos por reanimarlo fueron estériles. Tenía 63 años. Murió a las 9 de este domingo, 29 años, dos meses y 13 días después de haber cumplido con su amenaza.
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