Los diarios argentinos del viernes 29 de abril de 1983 titularon con el tema de manera casi excluyente en sus tapas, pero la noticia –si así se la podía llamar– entró en los hogares del país a través de una cadena nacional que interrumpió las programaciones de radio y televisión exactamente a las diez de la noche del día anterior.
En esa transmisión nacional de 45 minutos, una voz masculina leyó un documento sobre un video montaje de imágenes que pretendían mostrar el accionar de las organizaciones guerrilleras en el campo y la ciudad, fundidas con planos subliminales de obreros agrícolas e industriales trabajando bajo la supuesta paz que habían instalado en el país las Fuerzas Armadas.
Ese fue el anticipo de lo que al día siguiente se conocería como el “Documento Final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”, un texto que militares de las tres fuerzas venían preparando desde hacía tiempo bajo el nombre en clave de “Delta” con la intención de justificar la represión ilegal perpetrada durante la dictadura y protegerse de las posibles consecuencias de sus actos criminales cuando el país recuperara la democracia.
Cuarenta años después, no se ha podido saber si la fecha elegida para sacar a la luz el Documento Final, como se lo terminó llamando, fue resultado de una estúpida casualidad o un ingrediente más de su perversión.
El 29 de abril era justo un día antes del sexto aniversario que las Madres de Plaza de Mayo habían empezado a hacer sus rondas para reclamar la aparición con vida de sus hijos secuestrados por los grupos de tareas.
También habían transcurrido casi cuatro años desde que, ante una valiente pregunta del periodista José Ignacio López por la suerte de los miles de desaparecidos desde el golpe de Estado, el dictador Jorge Rafael Videla respondiera cono inigualable cinismo:
“Frente al desaparecido en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”, había dicho.
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El Documento Final respondía ahora de otra manera a esa pregunta: si no estaban en el exterior o en la clandestinidad, los desaparecidos estaban muertos.
“De manera sintética, sus argumentos eran los siguientes: el gobierno ratificaba lo actuado en la lucha contra la subversión bajo la perspectiva de que se había tratado de una ‘guerra inédita’; reconocía haber cometido ‘errores’ durante su desarrollo y se encomendaba por ello al juicio de la Historia; ratificaba su convicción de volver a hacerlo si era necesario, y declaraba de manera definitiva que los desaparecidos estaban muertos y que no tenía más informaciones que dar”, resume la investigadora del Conicet Marina Franco en su trabajo “El Documento Final y las demandas en torno a los desaparecidos en la última etapa de la dictadura militar argentina”.
Aunque tratara de encubrirlo en medio de un fárrago de justificaciones de la represión dictatorial, el documento entero era funcional al objetivo de cerrar ese tema, algo fundamental para lograr la impunidad de sus acciones.
En realidad, preparaba el terreno para el paso final para lograrla: una ley de autoamnistía que la última Junta Militar tenía planeado decretar en septiembre bajo el engañoso nombre de “Ley de Pacificación Nacional”.
Reacciones encontradas
La difusión del Documento Final –como después la promulgación de la ley de autoamnistía– provocó reacciones de todo tipo en el espectro político argentino y terminó transformándose en uno de los ejes de las campañas electorales, donde los dos principales candidatos tuvieron posiciones encontradas, aunque hacia adentro de sus propios partidos también había miradas distintas.
Al día siguiente de conocerse el texto, el peronista Antonio Cafiero lo descalificó por ocultar la verdad. “La información que cabía esperar no es la que ha dado el gobierno. Sin esa información previa, que obviamente deben suministrar las Fuerzas Armadas, es imposible que la civilidad defina una posición, absolutoria o condenatoria. Ello impondrá al futuro gobierno constitucional el pesado lastre de indagar la verdad”, dijo.
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En el mismo sentido se pronunció otra de las figuras justicialistas de la época, Vicente Leónidas Saadi. “La Junta Militar ha puesto a las Fuerzas Armadas en una posición que las enfrenta al resto del país al hacer exactamente lo contrario de lo que todos anhelábamos y teníamos derecho a esperar. No han esclarecido nada, lo han confundido todo y con una terrible soberbia se vanaglorian de lo que todos repudian dando un documento que es esencia de cinismo”.
En cambio, el ex presidente provisional –y fututo candidato a presidente por el Justicialismo- Ítalo Argentino Luder se plantó en una posición opuesta. No resultó extraño ya que, antes del golpe, el mismo había rubricado con su firma el decreto de “aniquilamiento de la subversión” que abrió las puertas a la represión ilegal de las Fuerzas Armadas antes del golpe de Estado.
“Resulta positivo el reconocimiento que se hace de la decidida actitud del general Perón, de la señora de Perón y mía frente al fenómeno terrorista”, respondió cuando lo consultaron.
El desarrollista Rogelio Frigerio, hombre de confianza del ex presidente Arturo Frondizi y aliado al Justicialismo con miras a las elecciones que se aproximaban, fue terminante: “En el documento falta el principio elemental con el que debió concebirse: la verdad. Es inaceptable que los excesos cometidos que –según se admite– agraviaron derechos humanos fundamentales se califiquen como ‘errores’ exentos de toda explicación y eximidos de toda responsabilidad´”,
Dentro del radicalismo, el documento provocó controversias que se reflejaron también frente a la opinión pública.
Uno de los referentes del partido –y futuro senador nacional por la Capital-, Juan Trilla optó por mezclar una de cal y otra de arena. “Ningún argentino responsable y sensato puede soslayar su repudio de la subversión, ni tampoco dejar de apoyar a las Fuerzas Armadas de la Constitución en esa emergencia”, dijo por un lado. “Pero ello no implica que queden cerrados los ámbitos de la justicia. No habrá reconciliación si no existen las suficientes respuestas dignas para quienes quieran recurrir a los jueces de la Constitución para cada una de sus angustias”, agregó por el otro.
Sin esas medias tintas, Raúl Alfonsín, que aspiraba a la presidencia en las elecciones que marcarían el retorno a la democracia, condenó el documento. Para entonces ya había decidido que no había solución sin que las cúpulas militares de la dictadura asumieran su responsabilidad en la represión ilegal.
La ley de autoamnistía
Las críticas no hicieron mella en la decisión de la última junta militar -integrada por Cristino Nicolaides, Jorge Anaya y Augusto Hughes– de promulgar una ley que garantizara la impunidad de los crímenes cometidos por la dictadura.
Entró en vigor el 22 de septiembre, con la firma del presidente de facto Reynaldo Benito Bignone. Llevaba el nombre de “Ley de Pacificación Nacional” aunque nadie la llamó así, sino “ley de autoamnistía”.
En el primer artículo parecía sostenerse en la fórmula de “reconciliación” entre bandos enfrentados: “Decláranse extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982. Los beneficios otorgados por esta ley se extienden, asimismo, a todos los hechos de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas, cualquiera hubiere sido su naturaleza o el bien jurídico lesionado. Los efectos de esta ley alcanzan a los autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores y comprende a los delitos comunes conexos y a los delitos militares conexos”, decía.
Pero en el artículo quinto quedaba claro lo que buscaba: “Nadie podrá ser interrogado, investigado, citado a comparecer o requerido de manera alguna por imputaciones o sospechas de haber cometido delitos o participado en las acciones a los que se refiere el artículo 1º de esta ley o por suponer de su parte un conocimiento de ellos, de sus circunstancias, de sus autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores”.
Y lo remataba en el número 12: “Los Jueces Ordinarios, Federales, Militares u organismos castrenses ante los que se promuevan denuncias o querellas fundadas en la imputación de los delitos y hechos comprendidos en el artículo 1º, las rechazarán sin sustanciación alguna”.
Luder y Alfonsín
Faltaban menos de cuarenta días para las elecciones del 30 de octubre cuando la ley se promulgó y desde ese mismo momento se transformó en uno de los ejes de la campaña hacia la presidencia de los candidatos justicialista y radical.
El peronista Ítalo Luder sostuvo que, gustara o no, la ley promulgada por la dictadura era legalmente válida y que, si llegaba a la presidencia, no la derogaría.
El radical Raúl Alfonsín se paró en la vereda opuesta. “Se propiciará la anulación de la Ley de Amnistía dictada por el gobierno militar y se pondrá en manos de la Justicia la importante tarea de evitar la impunidad de los culpables”, dijo una y otra vez durante sus actos de campaña.
Repitió esa misma frase en su discurso de asunción, el 10 de diciembre de 1983, y pocos días después firmó el decreto que ordenaba juzgar a las Juntas Militares.
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