Darío Villarroel aprendió a pelearla desde el momento que dejó el vientre de su madre hace 42 años en Palpalá, Jujuy. A los pocos meses de su nacimiento le diagnosticaron acondroplasia, la enfermedad que lo acompañaría toda la vida y que lo convertiría en un hombre de talla baja.
El jujeño enfrentó el bullying en el colegio y un día mientras hacía rehabilitación descubrió que lo apasionaba el entrenamiento en el gimnasio. Desde allí no paró hasta convertirse en el hombre más fuerte del mundo. Levantó 4 veces su propio peso, con 50 kilos y 122 centímetros de altura, levantó 200, ante un auditorio repleto en Mar del Plata que lo aplaudió de pie.
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El cineasta Fernando Arditi siguió la vida de Darío durante los últimos años y estrenó un documental llamado El hombre más fuerte del mundo en la edición de este año del BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires.
Sacrificio y voluntad
“Apenas nací mi mamá se asustó un poco, pero enseguida entendió que debía tratarme como un bebé normal – recuerda Darío en diálogo telefónico con Infobae-. Mirta es la columna en la que me apoyo para todo lo que hice. La que me enseñó sobre el esfuerzo para hacer las cosas y la que me fortaleció para que me pueda desarrollar en la vida”.
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Mirta mandó a Darío a una escuela normal en Palpalá. “Eso me hizo más fuerte. Me trataban como un chico normal pese a mi estatura”, recuerda Villarroel. Ante algún intento de bullying de sus compañeros, el futuro hombre más fuerte del mundo respondía con su fortaleza. “No elegía pelear, pero si había que hacerlo lo hacía. Sabía que seguramente me iban a pegar bastante, pero tenía que defenderme”, relata el deportista.
Así pasó al secundario y llegaron los primeros bailes e intentos de relacionarse con chicas. “Tuve rechazos como todos los chicos de esas edad. Costaba un poco más por mi condición –admite Darío-. Con el tiempo me fui dando cuenta que lo importante es la personalidad y como tratas a la otra persona. No tanto el aspecto físico”.
Darío estuvo en pareja con una atleta de Mar del Plata que se fue a vivir con él a Jujuy. “Después de dos años no funcionó y nos separamos. Pero guardo un muy lindo recuerdo de ella”, explica Villarroel.
Darío entra al gimnasio
En la adolescencia para tratar de mejorar su condición física, Darío empezó a ir a un gimnasio. “Mi papá trabajaba en Altos Hornos Zapla y con la obra social pagábamos un kinesiólogo que me entrenaba para que baje de peso y poder moverme mejor”, cuenta el pesista.
Ahí se produce el clic y el cambio de vida. Empieza su recorrido entre mancuernas y pesas que no se frenaría nunca más. Pero la historia tiene sus vaivenes. Echan a su papá de Altos Hornos Zapla y tuvo que dejar el gimnasio. “Con un amigo nos íbamos a las vías abandonadas y hacíamos pesas levantando fierros viejos para poder seguir en forma”.
Su mamá lo descubrió y nunca más lo dejó ir a esa zona. Sentía que estaba en peligro. Sin plata para pagar el gimnasio, Darío le propuso al dueño ayudarlo con la limpieza a cambio de la cuota gratis para poder entrenar. “En ese momento no paré más. Me pasaba gran parte del día entre las mancuernas y las barras”, recuerda Villarroel.
Un entrenador le vio posibilidades de competir entre los juveniles. Estudió el reglamento y vio que podía hacerlo en las categorías de menor peso. “Entre al torneo con 50 kilos y me enfrentaba a pibes que pesaban hasta 75″, explica Darío. En el primer intento levantó 90 kilos y hubo aplausos entre el público. Fue a su segunda chance y subió a 100 y en el tercer intento alcanzó los 110. “La gente me ovacionó de pie y me llamaron pequeño gigante”.
Darío siguió con sus entrenamientos y en un torneo en Córdoba logró el récord nacional en la categoría juvenil entre los más livianos. Habíá levantado 142 kilos, casi tres veces su propio peso.
Darío, atleta paraolímpico
Villarroel tenía un sólo objetivo: llegar a competir en forma internacional. La disciplina paraolímpica de pesas no existía en Jujuy. El deportista manda mails, golpea puertas e intenta llegar hasta las máximas autoridades de estos eventos. Lo logra. Una tarde llega un mail y para poder leerlo tuvo que viajar desde su casa en Palpalá hasta la capital de Jujuy.
En el correo electrónico le informaban de una convocatoria para competir en Mar del Plata. Se abría una puerta para lograr su sueño. Llega a conocer el mar y en el precalentamiento antes de su participación hace 20 repeticiones con 100 kilos de peso. Sus rivales lo miran y no creen que eso pueda estar sucediendo. “Ya en el torneo levanté 150 kilos. Fue un impacto muy grande para todos los entrenadores”, recuerda Darío. Así, el pesista se muda a la Ciudad Feliz. Su objetivo era viajar a los Juegos Panamericanos de río de Janeiro en el 2007.
Ya en Brasil, luego de un año de entrenamientos y sacrificios, Los veedores le cuestionan el agarre, que no apoya los pies en el piso para levantar las pesas y lo descalifican. No lo consideraban un discapacitado. Darío insiste y logra que lo dejen participar a modo de exhibición por fuera de la competencia. Levanta 160 kilos, 15 más que el ganador de la medalla de oro de ese día. “Sentí una gran impotencia. Era el mejor de mi especialidad pero no me había llevado ni una medalla, ni nada. Sólo el aplauso del público”, cuenta el deportista.
Villarroel vuelve a Jujuy y quiere largar todo. No volver nunca más a levantar una pesa en su vida. En ese momento, su mamá le insistía para que vuelva, que lo intente otra vez. Al poco tiempo se vuelve a contactar con su entrenador. “Vos vas a levantar 200 kilos. Tenés todas las condiciones para hacerlo”, le planteó su coach a modo de desafío.
En busca de quebrar sus marcas
Darío se pone en movimiento otra vez. En su cabeza sonaba la canción de Rocky Balboa mientras hacía flexiones, barra o levantaba mancuernas casi tan grandes como su cuerpo. Su entrenador consigue una chance de ir a competir a Egipto. Hacen una colecta entre amigos y familiares. Así logran viajar a El Cairo a competir. Fueron los únicos de América Latina entre deportistas rusos o ucranianos. Muchos ex soldados amputados que se dedican al deporte paraolímpico.
En la previa del torneo, el entrenador le aconseja a Darío que no muestre todo su potencial. “Me ponía 100 kilos y actuaba como que no podía ni moverlo -se sonríe Villarroel, mientras lo recuerda-. Yo veía la cara de los rusos enormes que no entendían nada”.
Llega el momento del pesaje antes de la competencia. Darío debía marcar 48 kilos y estaba pasado en unos gramos. Así no podía competir. Se fue a correr una media hora en la cinta del gimnasio. volvió y aún así no daba el peso. “Me saqué el slip y desnudo dí justo el peso para competir”, recuerda. en Egipto, Villarroel levantó 170 kilos, se acercaba al objetivo impuesto por su entrenador, pero fue observado y no logró ganar la medalla. Otra vez, volver a Jujuy con la frente alta pero las manos vacías. A eso se sumó que ese mismo año, el 2008, se quedó afuera de los Juegos Paraolímpicos de Beijing.
Su entrenador no lo dejó caerse y una vez más le planteó un objetivo: levantar 200 kilos durante un evento en Mar del Plata con público y certificado por un escribano. Era su último acto antes de dejar las pesas para siempre. Darío se preparó y el evento incluyó una charla motivacional para el público. “Iba sumando de a 10 kilos mientras hablaba y les contaba todo el esfuerzo que había realizado en mi vida. En un momento llegué a los 200 y todos me ovacionaron”, relata. Así, el protagonista de esta historia se convirtió en el hombre más fuerte del mundo. Había levantado cuatro veces el peso de su propio cuerpo.
El deportista dejó las pesas, pero quería seguir con el entrenamiento. El fisicoculturismo era una buena oportunidad. “Seguí levantando peso, pero era diferente. Ahora hacía más repeticiones con menos cantidad para afinar mis músculos para las demostraciones”, explica.
Participó en torneos provinciales y regionales. Tuvo que acomodar su cuerpo a la nueva realidad. Mucha depilación y una crema especial que en un video de TikTok se ve que le pasa su mamá para lucir durante los torneos. Siempre una sonrisa en el momento de contraer los brazos y las piernas para convencer al jurado.
Darío tiene su última revancha un torneo para discapacitados de fisicoculturismo en Acapulco, México. Allí compitió con otros deportistas en silla de ruedas o amputados que también trabajaron sus músculos a base entrenamiento y proteínas. El deportista ganó el torneo sudamericano y por fin pudo colgarse la medalla en su pecho. “En el momento de la premiación sentís que toda tu vida pasa como una película. Desde que salís del vientre de tu mamá, todos los entrenamientos y las veces que me esforcé, pero me rechazaban por algún detalle técnico pese a que había sido el mejor del torneo”, relata y se le quiebra la voz al recordarlo.
Villarroel abrió un gimnasio en la parte de adelante de la casa de su mamá en Palpalá. Aprovecha para tenerla cerca y compartir mates por la tarde cuando el trabajo lo deja. Allí, entre barras y mancuernas, prepara a otros jóvenes que sueñan como él algún día colgarse una medalla de campeón en el pecho. Cada tanto, Darío se calza el slip de algunos de sus torneos y vuelve a soñar. Contrae sus brazos y sus piernas. Hace las mismas poses y la sonrisa con las que ganó la medalla en Acapulco. ¿Que ve cuando se planta frente al espejo de su gimnasio? “Me siento bien con mi cuerpo. Veo mi espíritu grande y todo el esfuerzo que tuve que hacer para llegar hasta acá”.
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