Para los médicos, el caso de Matías Melnik rompió con todos los pronósticos, al punto de definirlo como “un milagro”. Esas fueron las palabras que le dijeron a su mamá, Clarita, que recuerda la odisea que vivieron hace casi dos décadas y un solo adjetivo se le viene a la mente para describir cómo fue: “Terrible”. En diálogo con Infobae, ambos cuentan que fue muy difícil para toda la familia, oriunda de la provincia de Misiones, que tuvo que separarse físicamente para poder afrontar un tratamiento oncológico en Buenos Aires. Durante un año y un mes, madre e hijo estuvieron en la capital porteña sin poder regresar a su casa: el desconcierto y la seguidilla de diagnósticos hasta dar con el que creían menos posible, había comenzado a los siete días de vida del actual estudiante de medicina, cuando descubrieron que cerca de la oreja tenía un tumor maligno.
Matías tiene 21 años, vive en Posadas, y cursa cuarto año de Medicina en la Universidad Católica de las Misiones. “Me crié en hospitales, pasaba la mayor parte del tiempo ahí, y aunque no tengo tanto recuerdo de las sesiones de quimio porque tenía 14 meses cuando empecé, sí me acuerdo de los controles que tuve que hacerme durante seis años hasta que me dieran el alta”, explica el joven. Su familia la componen también su padre, Carlos, y su hermano mayor Juan Ignacio. Cada uno tuvo que hacer sacrificios y adaptarse a circunstancias inesperadas, pero consideran que esa experiencia les dio la oportunidad de acompañar a otros que estén atravesando situaciones similares, y su mayor deseo es ayudarlos a renovar fuerzas para los momentos donde la esperanza tambalea.
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“Yo no estaba acostumbrada a ir sola ni al médico, mi esposo siempre me acompañaba, y de repente tuve que quedarme sola en Buenos Aires con Mati. No fue fácil para nadie, porque tuve que desprenderme de mi otro hijo, que en ese momento tenía 3 años, y se quedó con la abuela; y mi marido seguía trabajando para mantener los gastos”, relata Clarita. Todo ocurrió entre 2001 y 2003, y parecía una racha de nunca acabar. A los 7 días de nacido fueron al pediatra y le detectaron “una masa en el área de la parótida y la oreja”, le hicieron una ecografía, pero no encontraban cuál era la causa.
Al principio les dijeron que podía ser una papera infantil, luego lo descartaron y concluyeron que se trataba de un hemangioma de parótida, un tumor benigno que iba a desaparecer con el tiempo. Sin embargo, ocurría lo contrario: seguía creciendo cada vez más rápido, y el tratamiento de corticoides y antiflamatorios no estaba funcionando. A los tres meses de esa consulta, justo cuando cumplió su primer año, tuvo una parálisis facial, y por recomendación de los propios médicos, se movilizaron hacia Buenos Aires para que le hicieran más estudios.
“Nadie nos daba una solución, y en Misiones en ese momento no había lugares de terapia infantil especializada, así que viajamos y ahí ni los médicos podían creer el diagnóstico: tumor neuroectodérmico primitivo; era de los malos”, rememora su mamá, que aunque ya dejó atrás ese desesperante momento, se acuerda vívidamente de la sensación de shock que tuvo. “Cuando te dan un diagnóstico así, es como que venís a 200 kilómetros por hora y de repente chocás contra una pared; y recién después de eso, pensás en cómo vas a rearmarte para enfrentar lo que viene”, reconoce. Los doctores le explicaron que no había registro escrito de un antecedente similar en otro infante, y en pacientes adultos tampoco, ya que habían tratado casos en el riñón o en los testículos, pero no en esa zona del oído medio, que afectaba los nervios faciales.
“Este tipo de tumor surge de las neuronas, de las células del sistema nervioso, durante el desarrollo del embrión, suele darse en gente adulta y es muy raro que se dé en la cara, en la cabeza y el cuello. Era súper extraño para ese entonces, e incluso ahora que investigué al respecto encontré muy pocos casos”, señala el futuro médico. Una vez que supieron qué era, hizo 14 protocolos de quimioterapia, y 28 sesiones de rayos, mientras estudiaban la posibilidad de una cirugía. Su mamá mira las fotos que le sacaba en aquel entonces, en cada etapa, y se sorprende que en todas aparece sonriendo. “Él siempre fue muy positivo, no se lo veía triste, y nunca dejó de comer, algo que dejaba muy asombrados a los médicos, porque siempre que salíamos de quimio, después de que estábamos cuatro días internados, cuando le daban el alta pasábamos por el supermercado a buscar su yogur preferido, y por la panadería a buscar facturas; eso no podía faltar, y decían que Mati era el único loco que comía haciendo quimio”, destaca.
Cada vez que conseguían pasajes, tanto Carlos como otros familiares iban a visitarlos para apoyarlos en lo que eligieron llamar “proceso”, y no “enfermedad”, porque de esa manera sentían que era solo una circunstancia, y que con la ayuda de los especialistas lo iban a superar. “En ese momento no había la tecnología que hay ahora, entonces para las interconsultas cuando los médicos viajaban a otros países tenían que llevar las placas y radiografías físicas de Mati, cuando ahora todo es por videoconferencia o envían las imágenes por mail”, contrasta sobre el avance de la ciencia y la optimización de los tiempos, factor fundamental en cualquier tratamiento.
“Nosotros estuvimos todo ese tiempo en La Casa Ronald McDonald, que está a la vuelta del Hospital Italiano, y estaremos siempre muy agradecidos porque ahí nos sentimos contenidos, y me di cuenta que no era yo sola la que estaba pasando por algo así”, confiesa la mamá de Matias. Y agrega: “Se podía albergar hasta 30 familias y cada una con su problemática, y ves otras cosas que son incluso peores; entonces el abrazo de algún papá, de alguna mamá que están pasando por eso, que te cuenta que su hijo ya está bien, te alienta a seguir”.
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El 31 de julio de 2003 lo operaron durante 15 horas, y ese día cerraron el quirófano del Hospital Italiano porque la gran mayoría de profesionales estaba asistiendo la cirugía. “Tenía 2 años para ese momento, y estuvo dos días en terapia intensiva por precaución, después pasó a terapia intermedia y a al tercer día estaba caminando de la mano del padre por los pasillos del hospital”, narra Clarita, que también recuerda cuánto rezó por la recuperación de su hijo. “Los médicos decían que únicamente se podía esperar un milagro por la zona en la que estaba el tumor, así que nos pusimos en las manos de Dios y la ciencia”, asegura.
Cuando pasó la noche, el pronóstico aún era delicado, y le anticipaban que las secuelas podrían afectar la calidad de vida de Matias. “Nos dijeron que no iba a tener estabilidad por todas las partes que le manipularon en el oído medio y todo el tema del equilibrio, que no se iba a poder sentar solo, pero no, nunca le afectó la motricidad ni lo neurológico, y los doctores hacían fila para venir a verlo, porque no lo podían creer, le decían ‘marciano’ y ‘extraterrestre’, porque esa recuperación era como de otro planeta”, revela. Le siguieron más terapias de rayos y luego los controles cada tres meses por dos años, más adelante cada seis y finalmente una vez por año hasta que en 2009, cuando tenía 8 años, le dieron el alta oncológica.
“Más que las secuelas estéticas, no tiene ninguna otra, y siempre estaremos agradecidos a Dios por tener misericordia de nuestras vidas y dejar que sigamos disfrutando como familia”, expresa Clarita conmovida. En este sentido, cuenta que el no perder la fe fue crucial para todos, porque aún en los peores días confiaban en que algo bueno estaría por llegar. “No es tanto por tener una religión, sino más bien por tu relación personal con la religión que tengas, y a nosotros nos pasaron cosas muy locas varias veces en ese año, como una vez que la tarjeta estaba en rojo vivo, faltaba para cobrar el sueldo y no teníamos dinero; Mati necesitaba comida más específica y no sabíamos cómo íbamos a hacer, solo nos quedaba rezar, y llegamos al hospital y justo nos encontramos con un primo mío de Misiones, que de casualidad estaba en el hospital y le preguntó a mi esposo si necesitaba plata, que nos iba a ayudar”, relata.
Pasado todo ese huracán de vivencias, la ansiada reunificación familiar sucedió. “Fue muy emotivo, y sigue siéndolo, valoramos mucho estar los cuatro juntos, porque mis hijos se llevan espectacular, no es que nos afectó ese tiempo que pasamos separados. Estamos muy orgullosos de ser los padres de Mati y de su hermano, Juan Ignacio, son excelentes hijos, muy aplicados, ordenados, y no podemos pedir más”, comenta con alegría. Cuando regresaron a su casa en Misiones, Matias no reconocía el lugar: “Para él su casa estaba en Buenos Aires en el hospital, porque ahí es donde él creció”.
Aunque para otra persona podría ser difícil volver a estar rodeado de médicos, eligió transformar todas esas experiencias en inspiración. “Quiero devolverle a la ciencia todo lo que me dio, y ya estoy cuarto año de medicina, haciendo prácticas en el Hospital Escuela de Agudos Dr. Ramón Madariaga de Misiones, y sé que hay que tener temple para esta profesión, porque hay días que veo pacientes y me hace acordar un poco a lo que me pasó a mí, y me siento agradecido de haberlo pasado y ahora poder colaborar desde el otro lado, desde una perspectiva médica”, sentencia el estudiante.
En una de las materias de la carrera fue rotando cada mes en diferentes especialidades, y cuando le tocó ir a la sala de quimioterapia por primera vez, pudo reconocer similitudes con el tratamiento que hizo. Se dio cuenta de que tan solo su presencia para muchos pacientes es un ejemplo de “lo imposible”, y por eso no tiene dudas de que optó por una vocación donde realmente podrá poner al servicio su propia historia de vida.
El futuro doctor tiene más pasiones que define como “su cable a tierra”: la batería, el instrumento que más le gusta y que desde 2018 toca de manera ininterrumpida; y el fútbol. “Cuando creció un poquito quería jugar profesionalmente y decía que iba a ser arquero, y a mí casi me da un ataque, pero le iba muy bien, hasta que decidió priorizar sus estudios y lo dejó más como un hobby”, admite su mamá. “Me gusta ir a la cancha, pero estoy enfocado en la carrera, y ya solo me faltan dos años y un poquito más, vengo muy bien, y hay gente que no me cree que tengo 21 años y que ya estoy en cuarto sin materias atrasadas, haciendo todo en tiempo y forma”, confiesa Matias.
Cuando le va bien un final, piensa: “Vamos por otro”, y entre risas admite: “Yo quiero recibirme a toda costa, quiero empezar a experimentar lo que siempre soñé, que me den el título y trabajar de esto”. Hubo un momento puntual donde se decidió por la medicina, y tuvo mucho que ver las charlas que mantuvo con los cirujanos que le realizaron cirugías plásticas reparatorias durante su adolescencia. “Ver cómo hablaban de lo que se podía hacer, lo que no, para mí eran como héroes, y quería ser como ellos”, explica. Aclara que no sufrió bullying, pero sí se enfrentó a miradas fijas de otros niños en distintos momentos de su vida.
“A veces los nenes en salita de tres se quedaban mirándolo y capaz le preguntaban qué le había pasado, y él les decía: ‘Yo cuando era chiquitito tuve cáncer y me operaron’, y por ahí era medio fuerte, pero lo fue superando con el tiempo”, asegura Clarita. En 2018 le hicieron la última operación estética, aunque tenía planeado hacerse otra en 2019, año en que ingresó a la universidad. Primero eligió postergarla, y después optó por suspenderla definitivamente. “Fue una sabia decisión porque después vino la pandemia, pero después hice un click y me dije: ‘¿Para qué voy a intentar cambiar lo que soy?’, si sé que esto soy yo, con las secuelas estéticas que tengo, con lo que sea, soy yo; y no puedo tapar el sol con la mano porque este es el Matias que todo el mundo conoce, esta es mi esencia y no la quiero cambiar”, expresa, y agradece que sus padres lo hayan ayudado a cultivar una autoestima fuerte con su amor, perseverancia y los valores que le inculcaron.
Carlos, su papá, sigue trabajando como empleado bancario y le faltan dos años para jubilarse. “Soy un pibe todavía”, dice entre risas durante la comunicación con este medio, de la que participa toda la familia. “Me estoy esforzando para que después rinda sus frutos”, agrega, y asegura que posiblemente su retiro coincida con la graduación de Matias, y como el mayor ya se recibió de Licenciado en Marketing, una vez que sus dos hijos estén recibidos, planea irse de viaje con su esposa a unas merecidas vacaciones.
Sobre el final de la conversación Clarita, que inspira tanta luminosidad como su nombre lo indica, cuenta que en Misiones colabora cada vez que puede con la ONG Asociación Civil Creación, que ayuda a niños que están en tratamiento oncológico. “Brindan contención, y a futuro quieren tener un hospedaje, similar a lo que nosotros tuvimos en Buenos Aires, porque hay gente que viene del interior de la provincia, muy humilde, con un diagnóstico que no tienen ni idea de lo que les está pasando, de pronto se tienen que quedar internados y no tienen ni ropa, entonces ayudamos con mercadería, con indumentaria, con lo que podamos”, detalla.
Fiel a su vocación de servicio, Matias pone a disposición su cuenta de Instagram -@matimelnik-, donde va mostrando su día a día, y confiesa que todavía no se decide entre dos especialidades: cirujano, por un lado, o anestesiólogo, por el otro. Tomará la decisión más adelante, mientras sigue firme en su meta. “Me gustaría decirle a todos los que estén pasando algo así, que hay que pelearla y cumplir el tratamiento tal cual los médicos dicen, porque los controles son primordiales, así como la prevención, y cada año hacerse los chequeos ”, remarca. Y concluye: “Es un concepto errado pensar que te dan el diagnóstico de cáncer y ya no hay nada más que hacer, porque cuanto más a tiempo se detecte, más tratable es, y más posibilidades de salir adelante va a haber, por lo que es importante cumplir con las prácticas preventivas, porque para eso nos estamos preparando los futuros médicos, para darles la buena salud que se merecen”.
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