Ese lunes 12 de abril de 1982 fue un día particularmente soleado. Los soldados lo recuerdan perfectamente porque los rayos del sol se reflejaban en el escapulario de la Virgen de Luján y del Sagrado Corazón que les repartieron ese día y que se lo habían colocado al costado del casco.
Estaban todos reunidos en la plaza de armas del regimiento donde se les repartieron el equipo y las carpas. Sabían que estaban por ser movilizados al sur. Muchos de ellos habían sido dados de baja y en los primeros días de abril fueron nuevamente convocados. Como sus superiores no les brindaban precisiones, les preocupaba quedarse en el continente y no cruzar a las islas.
Pasadas las dos de la tarde traspusieron en camiones el portón del cuartel, donde se habían agolpado sus familias. Fueron despedidos mientras sonaba la Marcha de Malvinas. Los conscriptos que estaban exultantes no comprendían los rostros de tristeza de algunos de sus padres.
Esa noche llegaron a El Palomar y el 13 arribaron a las islas.
Esa fecha, con el correr de los años, se transformó en una efeméride obligatoria para los veteranos del Regimiento de Infantería Mecanizada 6 General Viamonte, “los arribeños”, que entonces tenía el cuartel en la ciudad de Mercedes. Tienen un líder que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo un referente: el general de división retirado Jorge Halperín, que en la guerra como teniente coronel comandó el regimiento. Hoy con sus 86 años a cuestas, sigue siendo el centro de saludos, atenciones y de muestras de afecto.
Desde mediados de los 90, los veteranos del 6 se reúnen para recordar ese 13 de abril. Lo hacen en su viejo cuartel, actualmente ocupado por una unidad de Gendarmería.
En la plazoleta ubicada justo en una rotonda frente a la unidad, que lleva el nombre del regimiento, hay un monumento a Malvinas rodeado de once mástiles que homenajean a cada uno de los caídos de ese regimiento. En el medio la Virgen de la Merced, el viejo mástil que estuvo en el cuartel entre 1915 y 1981 y además se exhibe la placa de granito negro de Soldado argentino solo conocido por Dios, que marcaba la tumba del soldado Balvidares, cuyos restos fueron reconocidos años después.
Como actualmente el cuartel está ocupado por la Gendarmería, también se recuerdan los siete caídos que tuvo esa arma, todos del Escuadrón Alacrán. Estuvo su jefe José Ricardo Spadaro, por entonces un joven comandante.
El presbítero Fabián Miranda bendijo la ceremonia y aseguró que los encuentros de los veteranos eran ejemplos de fraternidad. Hubo ofrendas florales, palabras de Halperín, quien recreó el juramento a la bandera con sus soldados allí presentes. Hubo palabras del intendente de Mercedes Juan Ignacio Ustarroz, del coronel retirado Claudio Taquini -subteniente de logística en las islas- mientras que el coronel retirado Alejandro Arroyo leyó, uno por uno, los nombres de los caídos. Hubo muchos vivas a la Patria y Omar Tabarez, quien en la guerra era cabo primero en la banda del Regimiento 25, se ocupó de ejecutar el toque de silencio. Lo hizo con la trompeta que llevó a la guerra, que le fue quitada por un inglés y que recién recuperaría en el 2010.
Los familiares de los caídos recibieron presentes y hubo estatuillas y diplomas para los veteranos. En el ambiente flotaba el imborrable recuerdo de los caídos. Fue en las primeras horas del 14 de junio, el último día de la guerra, fue cuando se produjeron la mayoría de las bajas del 6.
El soldado Héctor Guanes fue el primer fallecido que tuvo el regimiento. “El negro”, que era más “de mirar más que hablar”, murió en la noche del 11 de junio desangrado en el campo de batalla por sus graves heridas en sus piernas. Antes de que llegasen los ingleses alcanzaron a hacerle un torniquete, el soldado Walter Goñi le aplicó morfina y lo cubrieron con una sábana. Cuando sus compañeros quisieron regresar, el campo ya había sido tomado por los británicos, quienes lo hallaron muerto.
Jorge Luis Bordón era un peón de tambo que tenía sexto grado. Murió a las 7 de la mañana del 14 en Tumbledown, luchando contra la Guardia Escocesa. Como su cuerpo no había sido identificado, su madre María del Carmen en la víspera del Año Nuevo ponía un plato más en la mesa y nadie debía ocupar ese lugar. Se quedaba mirando la puerta con la esperanza de volver a ver a su hijo. Finalmente en el 2018 sus restos fueron identificados.
Sergio Omar Azcarate era de Lobos, fanático del fútbol y del automovilismo. Cuando fue convocado se despidió de amigos y vecinos. Combatió como apuntador de mortero y murió a las ocho y media producto de un bombardeo, cuando se replegaba del Monte Williams.
Ricardo Luna, “Pato” para los amigos y “Patito” para la mamá, le gustaba mucho el folklore, especialmente El Trío San Javier. Cayó en el combate de Tumbledown. En la Escuela N° 13 donde estudió se colocó en el 2010 una placa y un retrato suyo, junto al de José de San Martín.
Walter Ignacio Becerra, nacido en Moreno, sus compañeros recuerdan que siempre hablaba de su novia. Murió en Tumbledown.
Juan Domingo Horisberger era del barrio La Paloma de El Talar y su desempeño operando la ametralladora Mag junto a sus compañeros, fue descripto por los propios británicos como “verdaderos demonios”. Falleció en la mañana del 14.
Juan Domingo Rodríguez había nacido en Coronel Pringles pero desde chico vivía en Roque Pérez. “Mingo” era uno de soldados más queridos de la compañía, trabajaba en un tambo desde que había muerto su papá para lo que había abandonado la escuela primaria. Murió por una ráfaga de ametralladora.
Horacio José Echave, el de la sonrisa eterna, que soñaba con ser maquinista en el ferrocarril y que bailaba bárbaro el rock and roll, cayó junto a Balvidares producto de la artillería inglesa.
Horacio Balvidares vivía con y para su mamá Amanda Calbín en Chivilcoy. Le escribió dos cartas desde las islas, de las que solo conserva una, en la que le decía que regresaría a mediados de junio con la libreta firmada. Hasta que sus restos fueron identificados en 2018 todos los años para esa fecha esperaba que abriese la tranquera de su casa.
El sargento ayudante Eusebio Antonio Aguilar es el único riojano fallecido y enterrado en Malvinas y junto a Edgar Ochoa, cordobés de la ciudad de Oliva, de especialidad cocinero, fallecieron a causa del mismo proyectil.
Los caídos de Gendarmería, todos del Escuadrón Alacrán, fueron el primer alférez Ricardo J. Sánchez; el sub alférez Guillermo Nasif; sargento ayudante Ramón G. Acosta; los cabos primero Marciano Verón y Víctor S. Guerrero; cabo Carlos M. Pereyra y el gendarme Juan Carlos Treppo.
Los soldados regresaron a Mercedes el 22 de junio, y su llegada fue registrada por Rubén Fermín Varela, que trabajaba en Luján, y que había cubierto la visita del Papa Juan Pablo II a esa ciudad en los últimos días del conflicto.
La segunda parte de la ceremonia fue dentro del cuartel, donde hubo un desfile militar con efectivos del Instituto de Capacitación Especializado cabo Juan Adolfo Romero y del Regimiento Infantería Mecanizado 6, con asiento actualmente en Toay, La Pampa, a cuyo frente está el teniente coronel Sebastián Marincovich.
El desfile fue cerrado por los veteranos de guerra, aplaudidos por familias y amigos.
Todo terminó con un gran locro y pastelitos de membrillo en el viejo comedor de tropa del regimiento, aquel que cuando reformaron su techo hallaron una botella con un mensaje de dos amigos, fechado por 1940.
Con sorteos y ayuda del municipio, logran solventar los gastos, para darle de comer a cerca de 500 personas. El locro estuvo supervisado por el suboficial principal Gustavo Verteramo -en la guerra fue cabo primero- y en el tema de las provisiones estuvo atrás del entonces teniente primero Moyano, que si bien su primer nombre es Mario, todos lo conocen por su segundo, Albérico. Jefe de la Compañía A, durante la guerra fue papá de su quinto hijo.
Todos insisten en señalar al ex soldado veterano Juan Deprati como el corazón y el alma mater de la organización del encuentro. “Soy el que tira el centro y cabecea”, bromeó con Infobae. Es el que corta el pasto en la plazoleta, pinta, coordina la llegada del regimiento, envía las invitaciones. Se encarga de todos los detalles. Durante un violento bombardeo inglés del 10 de junio, su compañero de pozo el cabo Carlos Ortiz le dio una carta para la novia, porque estaba seguro que moriría. Nada ocurrió. Casi cuarenta años después Deprati buscando material para una charla que daría en una escuela, la encontró. De casualidad conoció a la hija del cabo en el velorio de un veterano. Ortiz había fallecido. El paso, que aún está pendiente, es el encuentro con la viuda.
Luego de los postres, nuevamente la despedida, pero no hasta siempre, sino hasta la próxima.
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