El 3 de noviembre de 1957, Laika fue lanzada al espacio en el satélite artificial Sputnik 2 y se convirtió en el primer ser viviente en cursar el espacio exterior. Murió en el vuelo, pocas horas después de despegar, y también fue el primer ser viviente en morir en órbita terrestre. Le causó la muerte el sobrecalentamiento de la nave espacial. Durante cuarenta y cinco años, hasta 2002, las autoridades soviéticas primero, y rusas después, mantuvieron en secreto las verdaderas causas de la muerte de la perrita. Mintieron cuando informaron que había sobrevivido seis días en órbita y luego se había quedado sin oxígeno y mintieron luego cuando informaron que la habían sometido a eutanasia antes de que se quedara sin oxígeno.
La verdad es más cruel todavía: en aquella URSS de la Guerra Fría, todos sabían que Laika no iba a sobrevivir al vuelo espacial. La enviaron a la muerte para averiguar si era posible que un ser vivo superara la puesta en órbita y el enigma de la gravedad; para saber, en definitiva, si un hombre podía tripular alguna vez una nave espacial, y cuáles serían sus reacciones ante un vuelo de esas características. El despiadado sacrificio de Laika tendría así un valor científico, contribuiría al progreso de la humanidad. Miren la carita de Laika y pónganla en el otro plato de la balanza.
Laika tuvo la desgracia de nacer y crecer, poco, en aquel paraíso comunista que Nikita Khruschev manejaba con mano de hierro, un guante blanco al lado de la de su antecesor, José Stalin.
Y además, digamos todo: Laika no era comunista. Los perretes están siempre encima de las tan transitorias pasiones humanas. Un perrito busca agua fresca, comida y caricias. Con tan poco se conforma. Así fue desde aquel martes de las cavernas, cuando el primer lobo pensó yo me quedo aquí, en esta cueva y junto a esta gente.
Para contar la historia de Laika y del Sputnik 2, hay que contar la historia del Sputnik 1. Algo breve. La conquista espacial, la Luna y las estrellas como aspiración y símbolo del progreso humano, eran todas mentiras. La URSS quería espiar a los Estados Unidos de la misma forma que Estados Unidos espiaba a la URSS desde sus bases, instaladas en Turquía y en Afganistán al término de la Segunda Guerra. Desde allí partían los aviones U2, equipados con poderosas cámaras fotográficas, que regresaban con datos vitales sobre instalaciones soviéticas, clima, hidrografía, cosechas, despliegue militar y otras paparruchadas.
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El ingeniero Andrei Nikolaievich Tupolev, un poco el padre de la aviación soviética, convenció a Khruschev para que desarrollara una industria espacial que permitiera espiar a Estados Unidos por satélite, dado que la URSS no tenía posibilidad de instalar una base militar vecina a Estados Unidos. Lo intentaría en 1962, en Cuba. Y aquello terminó como terminó.
Fue el espionaje la cuna de la carrera espacial, y no la romántica visión de una conquista estelar, que es la que se vendió al mundo. Así lo reveló Serguei Khruschev, el hijo de Nikita, en su libro, un tanto apologético: Nikita Khruschev and the creation o a Superpower (Nikita Khruschev y la creación de una súper potencia). Serguei, él mismo un ingeniero especializado en el desarrollo de naves y vehículos espaciales, emigró a Estados Unidos en 1991. Murió en Rhode Island, el 18 de junio de 2020, a los 84 años.
El 4 de octubre de 1957, la URSS lanzó el Sputnik 1, el primer satélite artificial de la Tierra. Era un artefacto del tamaño de una pelota playera, cincuenta y ocho centímetros de diámetro, que pesaba ochenta y tres kilos y llevaba encima dos transmisores de radio, cuatro antenas exteriores y una serie de instrumentos capaces de medir temperaturas dentro y fuera de la esfera. Fue un golpe sensacional que paralizó de asombro al mundo. En Washington, para orgullo de los científicos soviéticos y el fiasco de los americanos, la noticia llegó de inmediato a la celebración del Año Geofísico Internacional establecido por la ONU. Cuando le preguntaron a un científico americano qué esperaba hallar Estados Unidos en la Luna, en caso de conquistarla, el tipo, decepcionado, contestó: “Rusos”. Además, Sputnik 1 emitía cada tanto un sonoro, acaso humillante, “bip-bip”¸ audible en equipos de radio, y su luz podía seguirse en el cielo nocturnal de las noches humanas, súbitamente empequeñecidas.
Arrebatado por el éxito, Khruschev ordenó el lanzamiento de un segundo satélite, Sputnik 2, para que estuviese en órbita el 7 de noviembre de ese año, aniversario de la revolución bolchevique de octubre, calendario adaptado. Para cumplir las órdenes del Kremlin, que ni siquiera se discutían, tuvo que construirse una nueva nave porque la que estaba en preparación, no iba a estar lista para el 7 de noviembre. Todo empezó a oler a chambonada. Los ingenieros soviéticos agregaron un nuevo desafío para engrandecer el éxito inicial: enviar un perro al espacio exterior.
Ya habían usado animales en una especie de órbita canina, previa al intento de vuelos espaciales tripulados por humanos. Desde 1951 la URSS había lanzado doce perros al espacio suborbital en vuelos balísticos de estudio: pensaban experimentar con un astronauta en 1958. Pero ahora Khruschev había decidido explotar el éxito del Sputnik 1 con el Sputnik 2. La decisión oficial del nuevo lanzamiento fue pública el 10 de octubre y le dio a los científicos e ingenieros un exiguo plazo de sólo cuatro semanas para diseñar y construir una nueva nave, con capacidad para un único tripulante: un perro.
Entonces llegó Laika. Era una perra callejera mestiza, algo así entre husky, u otra raza nórdica, y terrier o, como diría Alejandro Casona, “hija de padre desconocido y madre demasiado conocida”. Los soviéticos buscaban perros callejeros, y a Laika la encontraron vagando por Moscú, porque asumían que esos perretes habían aprendido a soportar las condiciones extremas de frío y hambre a las que podían estar sometidos en el espacio. Laika pesaba cinco kilos, tenía cerca de tres años y un nombre previo, “Kudryavka”, que significaba “Rulitos”. Una revista rusa la describió como de un temperamento flemático, porque no se peleaba con otros perros. Menos soviético en su definición fue Vladimir Yazdovsky, que dirigía el programa de perros de prueba para vuelos espaciales que, años después, admitió: “Laika era tranquila y encantadora”.
Era más que eso. Tenía una expresión pícara y sagaz, una especie de sonrisa permanente en el hocico oscuro de punta blanca, una nariz negra siempre húmeda y una especie de certeza de que sus días en las calles moscovitas y en la nieve habían terminado para siempre: ahora estaba en buenas manos.
Junto a Laika fueron entrenados otros dos perros, “Algina” y “Mushka”. Había que adaptarlos al pequeño espacio que les había sido destinado en Sputnik 2. El confinamiento les provocó inquietud, dejaron de orinar y defecar, y los científicos decidieron que lo único que podía mejorarlos era intensificar el entrenamiento. Fueron colocados en centrifugadoras, que simulaban la aceleración del cohete en el momento de su lanzamiento, y se usaron máquinas para simular los ruidos que oirían al inicio de su aventura. Detectaron un aumento en los impulsos cardíacos, se duplicaron, y un alza en la presión arterial. El entrenamiento incluyó la alimentación con un gel de alto valor proteico: su única comida en el espacio. El drama del que no se hablaba, era la certeza de los técnicos y científicos de que el animal elegido no iba a sobrevivir.
Cuando seleccionaron a Laika, Yazdovsky la llevó a su casa para que la perrita jugara con sus hijos. Lo reveló años después, en un libro que relata la historia de la medicina espacial soviética y tal vez para aliviar su conciencia: “Quería hacer algo bueno por ella. Le quedaba tan poco tiempo de vida…”
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Laika tuvo su traje espacial. Un arnés que se exhibe hoy en el Museo Memorial de la Cosmonáutica de Moscú. Antes de partir para el cosmódromo de Baikonur, una pequeña cirugía sirvió para conectar los cables que medirían el pulso y la presión arterial de la perrita, ya en el espacio. La colocaron en Sputnik 2 el 31 de octubre de 1957, tres días antes del inicio de la misión espacial. En Baikonur y en esa época, el frío era intenso, así que usaron una manguera conectada a un ventilador para mantener caliente el contenedor del satélite. Finalmente, llegó el día del lanzamiento. Años después, todo se dijo años después, uno de los técnicos que preparó la cápsula para el despegue reveló: “Después que pusimos a Laika en el contenedor, y antes de cerrar la escotilla, le besamos la nariz y le deseamos buen viaje, aunque sabíamos que no iba a sobrevivir”.
Las últimas fotos de Laika viva la muestran en su arnés, de pie, las orejitas alzadas, alerta, segura de su destino; o ya acostada con esa especie de sonrisa ladina y tierna. Ya van a ver cuando vuelva.
Sputnik 2 despegó a las 7.22, hora de Moscú, el 3 de noviembre de 1957. Al alcanzar la máxima aceleración de despegue, el ritmo respiratorio de Laika aumentó entre tres y cuatro veces, y su frecuencia cardíaca pasó de 103 a 240 latidos por minuto. Ya en órbita, la punta cónica de la nave se desprendió con éxito, pero la otra sección de la nave, el “Blok A” no se desprendió por lo que el sistema de control térmico empezó a funcionar mal, o dejó de funcionar. La temperatura interior de Sputnik 2 llegó a cuarenta grados. Después de tres horas de gravedad, el pulso de Laika había descendido a los habituales 102 latidos por minuto: pero el descenso en la frecuencia cardíaca había tomado tres veces más tiempo que durante los entrenamientos, lo que indicaba el nivel de estrés de la perrita.
Recién en octubre de 2002, el científico Dimitri Malashenkov, que había participado del proyecto de Sputnik 2, reveló que Laika había muerto entre cinco y siete horas después del lanzamiento por estrés y sobrecalentamiento. En un artículo que presentó en el Congreso Mundial del Espacio, en Houston, afirmó: “Resultó prácticamente imposible crear un control de temperatura fiable en tan poco tiempo”. Por eso sabían todos que enviaban a Laika a una muerte segura.
Sputnik 2 orbitó la Tierra dos mil quinientas setenta veces en ciento sesenta y tres días. Se desintegró al entrar en contacto con la atmósfera el 14 de abril de 1958. Fue un gran éxito para Khruschev y para la carrera espacial de la URSS. Pero Laika, perrita astuta, parece haber pesado en la conciencia de quienes la habían tratado y sellado su destino. En 1998, Oleg Gazenko, uno de los científicos responsable de su envío al espacio dijo: “Cuanto más tiempo pasa, más lamento lo sucedido. No debimos haberlo hecho… Ni siquiera aprendimos lo suficiente en esa misión como para justificar la pérdida del animal”.
A la controversia mundial que despertó la muerte de Laika, aún la muerte inventada por la URSS, se sumaron los homenajes que le hicieron en todo el mundo. La consagraron estampillas, canciones, poemas, marcas de chocolate y de cigarrillos. Con el tiempo, y con la caída de la URSS en 1991, los homenajes la recordaron también en la ahora Federación Rusa. En 1997, en la Ciudad de las Estrellas, fue descubierta una placa en homenaje a los cosmonautas caídos. Son figuras anónimas grabadas en el bronce. La única reconocible es Laika, que asoma entre las piernas de uno de los cosmonautas.
El 9 de marzo de 2005, un área del planeta Marte fue llamada Laika, aunque no de manera oficial, por los controladores de la misión Mars Exploration Rover. Está cerca del cráter Vostok, en Meridiani Planum, para los entendidos.
Por fin, el 11 de abril de 2008 se inauguró en el centro de Moscú, un monumento en honor de la perrita. Está cerca de un centro comercial vecino al Instituto de Medicina Militar, donde hace sesenta y cuatro años empezaron los primeros experimentos científicos con perros de los que Laika tomó parte. Es una figura de bronce de dos metros de alto que representa uno de los segmentos de un cohete espacial, que toma la apariencia de una mano humana. En el centro de la palma de esa mano de bronce, está Laika alerta, las orejitas alzadas, el hocico desafiante, grácil, valiente, bella.
Nunca le faltan flores.
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